Domingo, 19 de junio de 2016 | Hoy
MARCELO FIGUERAS
Publicada originalmente en 1992 en Biblioteca del Sur, se reedita ahora en Alfaguara El muchacho peronista, la primera novela de Marcelo Figueras que narra en clave de aventuras rocambolescas la historia de un niño que escapa de su casa el primer día de 1938 para protagonizar una desaforada novela de iniciación que lo lleva de la Zwi Migdal a Perón y su primera esposa, del barrio de Flores al Vaticano. ¿Cómo leer, cómo disfrutar de esta novela clásica y desbordada a la vez más de veinte años después? En esta entrevista, Figueras reconstruye épocas y contextos de lectura, y recuerda el proceso de escritura de un libro que marcó los 90 pero que no se agota en el recuerdo de su tiempo.
Por Claudio Zeiger
En su título quizás se condensen varios de los enigmas que todavía persisten alrededor de un libro que llamó la atención desde su aparición pero que no podría traducir ese carácter de novedad y sorpresa en consagración automática, ni cómoda. Publicado en 1992, titularlo El muchacho peronista era una buena idea, un hallazgo. Congelaría por un instante o varios los devaneos de las mentes más febriles: ¿era a favor o en contra de Perón? ¿Quién era el “muchacho” en aquel año 1992? ¿O haría referencia a un muchacho peronista anterior, el épico del 45, el castigado del 55, el maravilloso y trágico del 73? Pronto los lectores sabrían que en un tramo de la novela, en una finta de esas que caracterizan a las ucronías, Perón era asesinado en 1938, abortando la posibilidad de que de ahí en más se desarrollara algo llamado peronismo. ¿Sería entonces un ajuste de cuentas con el peronismo clásico o con el incipiente menemato, o con ninguno de los dos, y el título era más bien una cifra para entendidos pero no una lectura de la historia?
Ahora que pasaron más de veinte años y se reedita con el mismo títiulo y el Papa es argentino como se “profetiza” en estas páginas y también pasó el kirchnerismo en los que el sujeto “muchacho peronista” acabaría por tener un sentido más militante que sociológico, los enigmas persisten. En la novela, Perón sigue sin poder trascender los años de la década infame, y la ucronía permite hacer entrar a la novela al siglo veintiuno tan potente y ambigua como antes hizo su irrupción en “los noventa”.
Pero podemos parar acá: el muchacho peronista es cifra de muchas cosas y en todo caso, condensación de un libro de aventuras librescas, picarescas, callejeras, con personajes en los que resuenan ecos de bandidos rurales, de inmigrantes ilegales, de advenedizos, de trepadores, de santos, de locos artlianos, de aristócratas venidos a menos. Un libro de resonancias exóticas (se iba a llamar Un barco lento hacia la China, que finalmente quedó como título de la primera parte) y mucha cita implícita a la cultura pop pero con unos anclajes “nacionales” que llamaban la atención en el espectro de la nueva narrativa argentina de entonces. Un cocktail a veces explosivo para las manos de un escritor debutante como era entonces Marcelo Figueras, quien descollaba en el periodismo cultural, rockero y juvenil desde mediados de los ochenta. Se esperaba, quizás, la novela de un periodista: bienintencionada, informada, cargada, sobreactuada literariamente. Algo de eso hubo, pero con una impronta que descolocaba: había una sed y un hambre desmedidas en El muchacho peronista, un aliento entre clásico e innovador que la corría de los casilleros. “El mínimo renombre del que yo gozaba por entonces se debía a mi desempeño como periodista cultural en general, de cine y de rock en particular” recuerda ahora Marcelo Figueras. “Lo que podía esperarse de mí era un relato contemporáneo, una suerte de versión en novela de temáticas propias del Wenders de las road movies y de Lou Reed en Velvet Underground. Que dicho sea de paso, existió: se llamaba El mesías eléctrico. Juan Forn, que por entonces dirigía Biblioteca del Sur, me dijo que si quería que me publique, escriba otra cosa. En ese momento pensé que me moría, pero hoy no puedo estar más agradecido. Me ayudó a expulsar el virus posmoderno de mi sistema y abocarme a algo verdadero”.
Por lo demás, El muchacho peronista sigue siendo hoy un punto de cruces en varios sentidos resignificado e irresistible: ecos alucinados de La novela de Perón, el auge anticipado del terror actual en una época en que todavía era ajeno al impacto audiovisual salvo, quizás, Carrie; reconstrucción de época de los años treinta a partir de la Zwi Migdal (sociedad de socorro y red de trata de mujeres todo junto) quizás lo mejor de la novela junto a la historia de Potota, la primera esposa de Perón, una pre Eva; el peronismo que no fue, el que pudo haber sido y los años del fascismo argentino, los 30, contados en clave arltiana.
¿Cómo evaluás el derrotero del libro, que pasó de un siglo a otro de circunstancias literarias, políticas y de nuevos modos de lectura, tan diferentes?
—La novela nació maldita. No había forma de que nadie pudiese leerla bien, interpretarla como se debía. ¡Porque todos los indicadores habían sido pichicateados, estaban enloquecidos! Pensá en el contexto internacional: 1992 es el año en que Fukuyama edita El fin de la historia. Pretendían vendernos que el mundo bipolar se había acabado con la Guerra Fría. Pensá en el contexto nacional: disfrutábamos del subidón del uno a uno, habíamos arribado definitivamente al paraíso y Carlos Saúl “sinceraba” al peronismo, reduciéndolo a un mero mecanismo de buscar y preservar el poder. En sus manos, “peronismo” devino sachet vacío, era apenas el sello de la escudería que había ganado el último campeonato. Pensá también en el contexto de la literatura nacional: había que ser posmo y vivir como si ya estuviésemos cansados a los veinte, no quedaba otra que contar el hastío y la nada. ¡Como Seinfeld, pero sin gracia! Entonces me descuelgo con una novela que transcurre en 1938, y que ni siquiera es histórica porque tuerce la Historia, al asesinar a Perón en aquel entonces: es una ucronía al estilo de El hombre en el castillo de Philip K. Dick. Además era una novela que, lejos de operar en ese vacío artificial en el que quería circular la narrativa joven, más dada a inventarse filiaciones con Carver o Thomas Bernhard que con la narrativa de acá, se entretejía en una de las tramas posibles de nuestra tradición literaria; en este caso, un eje que parte de Arlt y pasa por Piglia. Para que no hubiese duda, tomé el nombre de uno de mis personajes, Tardewski, de Respiración artificial. También a diferencia de lo que hacían muchos de mis coetáneos, que solían escribir de su circunstancia más inmediata -cierto ghetto socio-cultural- o de escenarios muy distantes en el espacio y el tiempo, El muchacho estaba fundada en una investigación histórica grande. Aun cuando no era imprescindible: después de todo tenía lugar en un universo paralelo, algo que se convirtió en clave de mi última novela, El rey de los espinos. En suma, a pesar de que formalmente apareció inscripta en el marco del enfrentamiento Babel Vs. Biblioteca del Sur, no se adaptaba cómodamente a ninguno de los bandos. ¡Era otra cosa, de pies a cabeza!
¿Y qué era? O: ¿qué eras?
—Yo no era ni me sentía cool. Escribía en un estado de angustia profunda (de ahí que no me costase empatizar con Arlt), mientras trataba de hacer pie en un universo de un absurdo inexpugnable. Todavía estábamos muy, pero muy lejos de desprendernos de la pesada herencia de la dictadura, que era pesada en serio; o sea, estábamos muy pero muy lejos de ser razonablemente libres, ni física ni mentalmente. Mi sensación era la de haber sido tragado por un tsunami de sangre, para despertarme en una playa, en bolas, teñido de rojo y preguntándome aquello de los Talking Heads en Once In A Lifetime: “Bueno... ¿Cómo demonios llegué acá?” Para colmo, miraba en derredor y parecía que no había pasado nada. Ya éramos parte del Primer Mundo. Podíamos convertirnos en rock stars, aun siendo escritores. Sólo había que ponerse Ray-Bans, adoptar un gesto de desdén y aclarar que no quedaba nada que contar. Y yo gritaba por dentro: ¿Cómo que no pasó nada? ¿Cómo que no hay nada más que contar? ¿De qué carajo me estás hablando?
Conscientemente, yo pretendí de El muchacho peronista al menos esto: reclamar para mi generación el derecho de contar nuestra historia a nuestro modo. En esto compartía la intuición de mi protagonista, el pequeño Calabert: Si voy a sobrevivir en este páramo del alma, será contando historias. De ahí el asesinato apócrifo de Perón. Era un modo de decir: Si para narrarme tengo que reescribir la Historia, estoy dispuesto a cargarme al más pintado. Para mí, la clave de la realidad argentina del último medio siglo no era el cliché civilización versus barbarie sino la existencia de una clase dirigente que, emulando al Saturno que se morfaba a sus hijos para conservar el trono, odiaba a los jóvenes y los masacraba. Como decía Walsh: gente que está temperalmente inclinada al asesinato. Y, en particular, al asesinato de las nuevas generaciones. Pasó en los ‘70, con la excusa de la ideología. Pasó en los ‘90, con la excusa de la inseguridad. Y puede pasar en cualquier momento con los jóvenes militantes, si no paramos algún carro a tiempo. En este sentido, El muchacho peronista era un acto de autodefensa. Un modo de reventar las vidrieras del momento, para decir: A mí no me van a agarrar.
¿Qué expectativas de lectura te genera hoy?
—Con el tiempo, todos los decorados de aquella época se vinieron abajo: el paraíso menem cavallístico duró lo que un pedo en un canasto, las guerras entre los poderes reales prosiguieron con salvajismo creciente, la historia no se acabó. Por eso creo que hoy es posible, finalmente, leer El muchacho peronista sin la confusión que aportaban los malentendidos de entonces. Viéndola como lo que pretendía ser: un relato-puente, tendido encima de la desolación de la posdictadura, por el que traficar ciertos tesoros de nuestra cultura y ciertas convicciones ante todo, hacia el territorio de un futuro que, como ya dijo el Quetejedi, llegó hace rato.
Vos señalaste más de una vez que perseguías en la novela un objetivo personal: reescribir El juguete rabioso como si fuese releído por Philip Dick. Creo que se puede señalar también una pregunta que recorre la literatura argentina y que es muy pertinente para El muchacho peronista: ¿Cómo habría leido, narrado y pensado Arlt al peronismo en caso de haber llegado a conocerlo?
—Puesto a conjeturar, ojo, de un modo lúdico, antes que hipotético o con pretensiones de seriedad, imagino que, en un primer momento, Arlt se habría sentido desconcertado ante el peronismo. ¿Qué habría sido de Silvio Astier y de Remo Erdosain de haber salido al mundo no en la Década Infame, sino durante la Década Fasta gobernada por el Pocho? ¿Adónde habría ido a parar su angustia, la indignidad de humillarse en el trabajo para pucherear, el resentimiento que inflamaba sus planes de venganza contra el sistema? Hace poco escuché a Daniel Santoro desarrollar una teoría según la cual el peronismo simbolizaba el goce. Me pareció genial. Más allá de lo que pregona la marchita, el peronismo no pretendió nunca acabar con el capital, sino más bien redistribuirlo sin dogmatismos, para que todo el mundo pueda gozar al menos un poco. Nada del otro mundo: vacaciones anuales, un asadito de vez en cuando, una jubilación decente. Claro, al lado de la avidez del capital, que es incapaz de redistribuir un peso aun con las hordas afilando la guillotina, el peronismo pareció siempre revolucionario. Pero debe haber pocas cosas menos afines al peronismo que la disciplina revolucionaria. El pueblo peronista no quiere sufrir: quiere pasarla bien, nomás. Cuando se lo gana por sus propios méritos, goza. Cuando vuelven los gendarmes del poder, apechuga y sopla desde donde esté, para apurar el cambio de los vientos. Pero no está peleado con la idea de la guita, ni tampoco la diviniza: la usa, que para eso está. Por eso no habría visto con malos ojos los planes de Arlt de volverse rico mediante sus inventos. Arlt mismo se habría aflojado con el correr de los años, desanudado el ceño y disfrutado del peronismo aquel. Y su escritura también se habría aligerado, virando hacia el lado de la picaresca que tanto disfrutaba de chico. ¡Tarde o temprano debía darse cuenta de que Perón era un personaje arltiano!
Hay al menos dos momentos del libro, “Tardewski” y “Potota”, donde la imaginación desbocada del libro se complementa con investigación, lectura, biografías. ¿Cómo recordás ese trabajo?
—El muchacho fue concebida en otro mundo: escrita a máquina, en la Remington Rand que había pertenecido a mi abuelo, e investigada en las bibliotecas y hemerotecas del remoto universo pre-internet... Comparada con las delicias que nos garantiza Google a diario, fue una investigación ardua. Pero, si elegimos mirar hacia atrás, la hice del mismo modo en que trabajaron durante siglos los escritores clásicos. Esa experiencia se volvió determinante de mi literatura, a pesar de que yo estaba tratando de cortar amarras con el periodismo. Todo lo que deseaba entonces era sustraerme de la realidad de una buena vez, para librarme a los designios de mi imaginación... ¡y me metí a escribir una historia para la que tenía que aprender millones de cosas nuevas! Desde entonces no he escrito novela alguna que no me empujase a investigar áreas ajenas a mi conocimiento: para Kamchatka entrevisté a familias que habían sido compelidas a vivir en la clandestinidad durante los ‘70, para El rey de los espinos leí sobre la Baja Edad Media... ¡y sobre física cuántica! En parte lo hago porque, para mí, la gracia de la ficción es que te permite vivir otras vidas, experimentar otros tiempos y otros lugares... En suma: jugar. ¿Cuál sería la diversión de jugar a ser quien ya soy y saber lo que ya sé? Pero también lo hago porque entendí que, durante la investigación, aparecen ideas que de otro modo no se te ocurrirían. La realidad no para de tirarte bolas curvas, que ningún bateador despreciaría. Entre las cosas que Tomás Eloy Martínez me prestó generosamente de su archivo, había una serie de cartas que Potota, la primera esposa de Perón, le había escrito a su madre. Eran textos de naturaleza doméstica. Pero Potota tenía la manía de subrayar ciertas palabras, o fragmentos de una frase, de modo muy extraño. No lo hacía para dar énfasis, como lo haría cualquiera. Sigo sin saber por qué subrayaba así. Pero ese rasgo me inspiró la idea de que respondía a un código secreto que Potota empleaba para decirle a su madre las cosas que no se habría atrevido a confesarle de otro modo.
Aunque es imaginario, también el niño Calabert tuvo un origen real.
—Mientras hurgaba entre ejemplares de La Nación de los primeros días de 1938, di con una noticia que me dejó helado. Yo planeaba escribir la historia de un chico que se escapaba de casa el primer día de enero de ese año, subiéndose a un tren. Era un personaje que todavía no tenía nombre, porque estaba buscando uno muy especial: tenía que parecer romántico, rocambolesco. Y la noticia decía que ese mismo día había muerto atropellado por un tren un chico que se llamaba Roberto Hilaire Calabert. El nombre me fascinó: nunca se me hubiese ocurrido bautizar a un personaje Hilaire, así en francés. Y el Roberto servía, de yapa, como un guiño en referencia a Arlt. Pero lo que más me conmovió fue la oportunidad de devolverle la vida, aunque más no fuese poéticamente, a un pibe que había muerto de manera tan injusta. Un tren había matado al Calabert real, un tren devolvería a mi Calabert a la vida plena. Desde entonces, en todas mis novelas aparece algún personaje que en este universo damos por muerto, al que se le concede una segunda oportunidad en el universo alternativo de la literatura.
Pareciera haber un consenso acerca de que El muchacho peronista es una de las mejores y más características novelas de “los 90”. ¿Pensás que esa clasificación es solo una cuestión de fechas o que hay algo del libro, de sus personajes y trama que la vuelve una novela representativa de esa década?
—Yo no lo tenía en claro entonces, pero hoy creo que, entre otras cosas, es una novela sobre el menemismo. Sus tres protagonistas -Calabert, Tardewski, Potota- son personas que, acorraladas por su circunstancia, la trascienden al reescribirse a sí mismas. ¡Ya entonces, a comienzos de los ‘90, aparecía en la novela la cuestión de la importancia del “relato”! Entre las minas cosificadas que eran tan simbólicas del menemismo -objetos decorativos, féminas que nunca sacan los pies del plato- y la Potota casada con el militar de carrera, no había gran diferencia. Pero en la novela, Potota subvierte su rol desde dentro: se finge dócil, pero es ella la que sostiene, inspira y salva a Perón. Tardewski es Menem: un pelagatos que se reinventa a sí mismo como señor de gran elocuencia y distinción, cuando su única habilidad es la de saber acomodarse con los poderosos, lo cual lo coloca en el bando de los victimarios. Al verduguear a Calabert (y qué palabra más arltiana es verduguear), lo ayuda a descubrirse a sí mismo. La emergencia fuerza a Calabert a convertirse en un maestro de la narrativa de su vida. En esa circunstancia aprende que le conviene la narrativa de la víctima: nunca es más letal que cuando se finge indefenso. Con el tiempo, es quien se convierte en el primer Papa argentino: uno oriundo del barrio de Flores, como el mismo Bergoglio... ¡y como Arlt! En este sentido, la novela construyó una pesadilla para el macrismo avant la lettre: aun cuando Perón no hubiese llegado a fundar el peronismo, la Argentina habría producido de todos modos un Papa “populista”.
Calabert parece protagonizar de arranque la clásica novela de aprendizaje a través de la experiencia y la aventura. Pero su derrotero, además de insólito, es un viaje profundo, oscuro, quizás siniestro. ¿Qué sucedió con ese personaje? ¿Lo manejaste siempre, o sentís que se fue escapando de control? ¿Qué sentimientos fuiste desarrollando hacia Calabert?
—Se me escapó por completo. Lo cual era parte de mi pacto fáustico con él. Yo le permitía zafar de su destino predeterminado como víctima y a cambio me bancaba las barbaridades que hiciese para lograrlo. Y así fue. Creo que sigue siendo el personaje más retorcido y tridimensional que he escrito, uno que se resiste a ser sintetizado en un par de frases. Pero lo respeto. Yo sé lo que demanda sobrevivir a ciertas cosas sin quebrarse. Y Calabert se las ingenió para seguir viviendo en mí y por suerte, también en los lectores que durante años me pidieron una reedición, en toda su magnífica oscuridad.
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