Domingo, 10 de julio de 2016 | Hoy
JOHN HIGGS
Grandes eventos políticos, acontecimientos extraordinarios, guerras y revoluciones suelen marcar la periodización de la historia humana. En el libro de John Higgs, Historia alternativa del siglo XX (Taurus), se trata de buscar otros parámetros. Así, los cambios en el arte y la ciencia ocupan la primera plana, se destacan figuras como Duchamp, Picasso, Dalí o Joyce, y se siguen dos líneas centrales: relativismo e individualismo. El resultado es un libro de densidad atractiva y optimista a pesar de trazar el mapa de uno de los siglos más convulsionados en la historia del mundo.
Por Federico Reggiani
A principios de 1904, un ente no humano conocido como Aiwass le dictó al señor Aleister Crowley los tres capítulos de El libro de la Ley. Aiwass no era un ente cualquiera, sino que era ministro del dios egipcio Horus y además tenía un timbre de voz “solemne, voluptuoso, tierno, intenso”, lo que sin dudas favorece la atención que se presta cuando uno escribe al dictado. Crowley estaba bien preparado para el encuentro, porque había pertenecido a la Orden Hermética de la Aurora Dorada, y era un estudioso de la alquimia, el ocultismo y la magia, así que no le costó demasiado fundar su propia religión, escribir muchos libros, experimentar con drogas y actividades sexuales poco convencionales y gozar de cierta fama menor como “el hombre más malo del mundo”. Su filosofía puede resumirse en la frase “hacé lo que quieras”.
Podemos decir que, comparado con líderes como Jesucristo o Mahoma, Crowley fue un fracaso: en el censo de 2011, en el Reino Unido, apenas 184 personas declaraban pertenecer al culto de Thelema, lo que no parece muy impresionante si tenemos en cuenta que 176.632 se declaraban Jedi. Sin embargo, es posible recorrer la historia del siglo XX o, más modestamente, el bienvenido índice analítico de la Historia alternativa del siglo XX de John Higgs, para descubrir la presencia de Crowley en los lugares más insospechados. (Dicho como digresión entre paréntesis: qué bueno sería que todos los libros tengan su índice analítico). Así, encontramos a Crowley en la tapa del Sgt. Pepper’s de los Beatles -la propuesta fue de Lennon- o influyendo en las letras y la actitud de Led Zeppelin, los Rolling Stones, David Bowie y Ozzi Ozbourne. Es cierto que esa presencia podría ser un mero juego satanista de los músicos de rock. Más definitoria podría pensarse su influencia en la imaginación de alguien menos famoso, Marvel Parsons, un ingeniero especialista en combustible para cohetes que tuvo mucho que ver en el hecho de que los Estados Unidos ganaran la carrera espacial y, finalmente, la guerra fría. Un cráter en el lado oscuro de la luna lleva su nombre.
¿Qué es la historia, o bien, qué es una historia? Todo relato debe seleccionar sus materiales. Aún, o sobre todo, una historia del siglo XX, el más documentado de la historia, por lo menos hasta la llegada del hiper documentado, filmado y grabado siglo XXI. La costumbre o la necesidad de organizar síntesis consistentes ha obligado a los historiadores a seleccionar grandes acontecimientos -acontecimientos cuya grandeza puede pensarse como construida por su propia repetición en los libros de historia- que por lo general coinciden con las reorganizaciones de la división geográfica que producen los imperios, las guerras y las anexiones; o con alteraciones de los modos de producción y la organización económica; o con las vidas de grandes hombres (y mujeres, aunque casi siempre las historias son masculinas). Un personaje como Aleister Crowley, con su extravagante fotogenia, tenía buenas posibilidades de terminar en una historieta de Alan Moore, pero resultaba menos probable encontrarlo en un libro que pretende recorrer el siglo XX y, sobre todo, entender cómo llegamos al presente.
Todo relato histórico (todo relato, en realidad) supone la adopción de un punto de vista: un observador que elija los elementos a subrayar, siempre determinados por la geografía, el género, el interés casual, la moda o el capricho. Lo que se propone John Higgs en esta Historia alternativa del siglo XX es, justamente, asumir en su relato dos cuestiones que ve como temas en el sentido musical del término– que recorren con diversas modulaciones todo el siglo: individualismo y relativismo. Cada persona es el eje y el centro de su propia vida (el “hacé lo que quieras” de Crowley como lema), y se multiplican al infinito los puntos de vista que hay detrás de cualquier relato. Estos temas son centrales en cada una de las ideas o acontecimientos que elige como eje para cada capítulo: relativismo, incertidumbre, caída de certezas y falta de un centro es lo que encuentra en los hitos de la ciencia (la teoría de la relatividad, la física cuántica, las matemáticas del caos), en el arte (de Duchamp, Picasso y Dalí a Joyce y Beckett), en la cultura popular (la ciencia ficción, el rock), en la política, la filosofía, el sexo, la economía o la guerra. La estructura del libro puede parecer arbitraria hasta que descubrimos esas líneas que le dan unidad y sentido.
Lo que busca Higgs es encontrar, según su metáfora, senderos que eviten las grandes autopistas. No es casual que el propio origen del libro sea el descubrimiento de una convergencia inesperada de ideas y acciones que describió en un reportaje: “En 2006 escribí una biografía de Timothy Leary y cuando la escribí me di cuenta de que no comprendía todo lo que es la cultura de Silicon Valley, la tecnología en California, hasta que me di cuenta de que aquella era la cuna de la contracultura hippie. Y eso fue lo que me hizo pensar que quizá la historia del siglo XX tiene muchos más recovecos y es mucho más divertida de lo que nos han hecho pensar.” Como a esta altura es probablemente imposible inventar un género, el libro se parece bastante a una historia de las ideas (científicas y artísticas, sobre todo), pero su principal encanto está en el descubrimiento de esas conexiones: cómo se llega del verano del amor a los millonarios punto com pasando por la alteración química de la mente, por ejemplo.
Higgs comienza su libro con los cambios violentos que se produjeron en dos esferas de la acción humana: la ciencia y el arte. No por transitada la elección es menos aguda. La ciencia y el arte son construcciones acumulativas. Hasta principios del siglo XX, cualquier revolución científica o artística se hacía a partir del trabajo de las generaciones anteriores: sean técnicas pictóricas o ecuaciones matemáticas, científicos y artistas trabajaban “sobre hombros de gigantes”, y esas tradiciones habían construido un mundo de apariencia ordenada y estructurada. “La imagen del mundo victoriana se apoyaba en cuatro pilares: la monarquía, la Iglesia, el imperio y Newton”. A todas esas instituciones les quedaba poco tiempo, y el siglo comienza con un ataque a los cimientos de la que parecía más inexpugnable: la física newtoniana.
El primer capítulo comienza entonces con la que quizás sea la mayor ruptura del siglo: la teoría de la relatividad. Hacia 1905 la física parecía una actividad concluida, con sus leyes fundamentales determinadas para siempre. Un profesor le recomendó a Max Planck que no se dedique a la física porque “casi todo ya ha sido descubierto y lo único que queda es rellenar algunas lagunas”. Como suele ocurrir, debajo de esos consensos anidaban contradicciones o incongruencias que parecían menores pero estaban resquebrajando el edificio, aunque faltara una mirada nueva para entender que había que construirlo todo sobre nuevas bases. En 1905, su annus mirabilis, Einstein publicó cuatro artículos que revolucionarían la física y darían, según Higgs, inicio al siglo XX. Entre ellos, uno de treinta y un páginas, “Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento”, que sentaba las bases de la teoría de la relatividad especial.
La claridad de la exposición de la teoría de la relatividad es un punto alto del libro, y no intentaremos aquí repetir la hazaña. Es que lo que realmente interesa en la argumentación es notar cómo las teorías de Einstein inauguran una línea que recorre y constituye al siglo. Lo que hace Einstein es terminar con la idea de que es posible instalar un punto de vista privilegiado a partir del cual examinar la realidad. No es posible fijar un punto cero a partir del cual construir un eje de coordenadas, y hay que desarrollar las ecuaciones que permitan cambiar el punto de vista cada vez. Si en el camino hay que empezar a pensar que el tiempo y el espacio se acortan o se pliegan, mala suerte.
Higgs propone la idea del “ónfalo” (del griego omphalós, ombligo): cada cultura propone un centro del mundo, sea el templo de Delfos, el monte Fuji, las Colinas Negras de los sioux, Roma o el Observatorio Real de Greenwich. Es difícil evitar la tentación de hacer un poco de etimología creativa y ligar ese ombligo del mundo con un falo. Ese centro es el que perdió sentido a lo largo del siglo XX. En 1894, el anarquista francés Martial Bourdin intentó volar el Observatorio Real con una bomba. La idea fue descripta por Joseph Conrad como una sangrienta insensatez: “un hombre había quedado hecho pedazos por algo que ni remotamente podía parecer una idea, anarquista o no”. Pero más allá de la validez de la acción (hay que coincidir con Conrad en que volar cosas con bombas siempre es bastante estúpido), la situación da cuenta del valor simbólico de ese “ónfalo”. Si los festejos por el inicio del siglo XX se hicieron, como manda la matemática, en la nochevieja de 1900, todos festejamos el siglo XXI el 31 de diciembre de 1999. La autoridad de Greenwinch era cosa del pasado.
La relación entre arte y ciencia se subraya una y otra vez. Higgs nota que “la historia de la física cuántica es la historia de un fracaso a la hora de encontrar metáforas adecuadas para referirse a la realidad”. No es sorprendente, entonces, que al mismo tiempo que Einstein borraba los sistemas de referencias en los que se basaba la física, los artistas europeos hicieran lo mismo en dos esferas. Por un lado, incorporaban la relatividad del punto de vista, y su multiplicación, en la representación de la realidad. El realismo y la perspectiva se ponían en cuestión. Por otro lado, se quebraban las fronteras de lo que podía y debía considerarse como arte.
La pintura occidental, del Renacimiento al Impresionismo, fue hasta cierto punto un experimento de óptica, la representación plana de una percepción privilegiada y fija. La gran revolución del cubismo de Picasso y Braque a partir de 1907 fue asumir que no existe un punto de vista verdadero para entender de manera objetiva lo que estamos mirando. No fue una revolución temática (pintaron retratos, desnudos y naturalezas muertas), sino conceptual. Fracturaron la imagen para pintar los distintos puntos de vista en el lienzo bidimensional. Picasso dijo: “Pinto los objetos como los pienso, no como los veo”.
Es cierto que Higgs tiende a subrayar las rupturas por sobre las continuidades. Los experimentos pictóricos del siglo XX tienen antecedentes ilustres: según David Hockney, “Cézanne fue el primer artista que pintó usando los dos ojos”. Sin embargo, es un hecho que el panorama general del arte sufrió en esos años una modificación radical y generalizada, y sistemáticamente ligada a la disolución de todo centro y todo punto de referencia fijo. La falta de ese “ónfalo” que Higgs detecta aparece en todas las disciplinas. Einsenstein eliminó mediante el montaje los vínculos espacio temporales del plano secuencia. Schönberg, Berg y Webern se enfrentaron “al abismo de la ausencia de un centro tonal” en la música, al mismo tiempo que Stravinsky experimentaba con las polirritmias. (Una sección deliciosa del libro es la polémica alrededor del estreno de La consagración de la primavera, que según algunos testigos fue una batalla campal y según otros un pacífico suceso). Joyce, Pound y Eliot construyeron su literatura mediante la yuxtaposición de voces y miradas, mecanismo que Higgs sigue hasta los diseñadores del videojuego Grand Thef Auto V. Es difícil saber si Einstein influyó de manera directa en estos artistas, aunque resulta difícil asignar los relojes derretidos de Dalí a la pura casualidad. En cualquier caso, está claro que son fenómenos congruentes: científicos y artistas que comprenden que no pueden limitarse a un punto de referencia único, y encuentran una síntesis de nivel superior.
El arte no es sólo un modo de representar el mundo, es también una institución. El arte del siglo XX vivió no sólo una revisión de los fundamentos de la representación, sino un cambio en su propia naturaleza. La pregunta “¿pero eso es arte?” se volvió constitutiva del arte contemporáneo, y la figura de Marcel Duchamp está en su fundación casi indiscutida. El “casi” tiene que ver con el retrato que Higgs propone de la mucho menos conocida baronesa Elsa von Freitag-Loringhoven, “la baronesa dadá”, performer, poeta y escultora y probable creadora del famoso mingitorio atribuido Duchamp. La baronesa estaba obsesionada con el artista (se frotaba el cuerpo con una reproducción de Desnudo bajando la escalera), lo que incomodaba al austero y poco táctil Marcel. Más allá de la autoría -justamente, uno de los marcos de referencia que se ponen en discusión es el valor de la firma de artista, esa trabajosa construcción del Renacimiento-, lo que se produce en estos años, gracias a los dadaistas, a la baronesa, a Duchamp, es la demolición del propio concepto de “obra de arte”, la centralidad de géneros, formatos, temas y técnicas que deriva en la dificultad de definir, terminado el siglo XX, qué cosa es una obra de arte, si es que “obra” y “arte” son todavía palabras con sentido. En este punto, de todos modos, hay que reconocer cierta inocencia teórica de Higgs. Como ha recordado Pierre Bourdieu en una memorable comparación de las trayectorias de Duchamp y del Aduanero Rousseau, “el desafío al establishment del arte” sólo fue posible porque Duchamp se movía con fluidez en ese mundo, pertenecía a una familia de artistas y formaba parte del comité de selección del Salón que rechazó su mingitorio firmado. Pareciera que en el siglo XX rechazar el establishment del arte pasó a ser una condición para integrarlo.
La falta de un punto de referencia fijo y el individualismo como guía recorren cada expresión cultural del siglo. La Primera Guerra hizo que la idea misma de un imperio, un modo de organización social que había parecido razonable durante milenios, se derrumbara en unos pocos años. En una de las pocas frases optimistas del libro (si exceptuamos el notable optimismo del capítulo final), Higgs reconoce que la democracia es el único sistema capaz de gestionar el ruido y el caos de las perspectivas múltiples.
El individualismo del siglo XX aparece en las cuestiones más diversas. El descubrimiento o la invención del “ello” freudiano habilitó una apertura a la sexualidad que acompaño otra de las revoluciones del siglo: la valoración y liberación del deseo femenino. Una vez más, los temas se cruzan. El relato de las luchas por el control de la natalidad y la liberación sexual de los ‘60 muestra su cara más oscura de cosificación y abuso de la mujer a causa de un individualismo satánico que hubiera dejado satisfecho a Crowley: “en buena medida, el movimiento feminista de 1970 fue necesario debido al trato que recibían las mujeres en la de 1960”. Cuando los deseos individuales no tienen límite, se corre el riesgo de que primen los deseos del más fuerte.
Ese individualismo es por definición adolescente. El siglo XX es el siglo en que la juventud se convierte en un valor absoluto. El nutrido anecdotario del rock puede resumirse en una frase de Keith Richards citada varias veces en el libro: “Necesitábamos hacer lo que quisiéramos”. El ello freudiano alzaba la voz, como las voces que le dictaban a Crowley. I can’t get no satisfaction. El rock muestra su cara más conservadora en el paso del LSD a la cocaína, pero la preocupación de la contracultura por darse todos los gustos y concentrar la rebeldía en cuestiones como la vestimenta tiene el mismo sentido de rebelión individual y adolescente. Baste pensar en la burla contra las corbatas y el pelo corto cuando se enfrenta a una foto de William Burrougs, que miró lo que había en la punta de los tenedores del siglo XX impecablemente vestido. “Al capitalismo no le preocupa en absoluto si alguien quiere comprar un disco de Barry Manilow o de los Sex Pistols”.
Un capítulo sorprendente del libro es el dedicado al crecimiento económico, y en particular al creciente poder de las corporaciones. Pasada en los ‘70 la “edad de oro” de la posguerra, las corporaciones empezaron a comportarse con la misma lógica de satisfacción del deseo individual que las personas. De hecho, la noción un tanto paradójica de “personas jurídicas” (que desde la edad media se sabe que no tienen alma) permitió darle entidad al sueño del siglo: el individualismo sin responsabilidad, el nacimiento de una persona que podía cometer las tropelías más variadas sin ir a la cárcel. La economía mundial pasó a estar dominada por unos adolescentes monstruosos.
Ante un libro de estas características, es inevitable ponerse a pensar en las ausencias y las omisiones. Se trata siempre de un ejercicio injusto, y lo es más cuando el objetivo del libro es hacer un recorrido heterodoxo. Si de algo sirve notar lo que no está será para proponer un mapa de la tradición cultural desde la que Higgs escribe. En principio puede notarse que la tradición marxista y el comunismo casi no existen. En la introducción se enumeran “los grandes movimientos del poder geopolítico: la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, el siglo americano y la caída del muro de Berlín”. La ausencia evidente de la Revolución Rusa parece decirnos que se trató de una intromisión decimonónica que no será más que un recuerdo académico en el siglo XXI.
Menos justificable es la casi completa ausencia de referencias a cualquier cosa ocurrida en América Latina o en Oriente e incluso, pasada la explosión científica de principios de siglo, de cualquier cosa ocurrida fuera del ámbito anglosajón. Hacer una lista de nombres ausentes es tan arbitrario como su exclusión, pero sorprende no encontrar algunos artistas y pensadores que mucho tuvieron que ver con los problemas específicos que preocupan a Higgs: la multiplicación de puntos de vista, la demolición de un punto de referencia. En un libro que habla de Bertrand Russel, de Joyce, de Beckett y de Freud, se extrañan los nombres de Proust (que apenas aparece como extra en el estreno de La consagración de la primavera), de Kafka, de Wittgenstein y de Borges.
Tienta hacerle sufrir a Higgs una venganza borgiana. En Crónicas de Bustos Domecq, Borges y Bioy Casares hicieron su propio recorrido por el arte del siglo XX, demostrando que habían entendido y despreciado minuciosamente el arte conceptual, los happenings, el pop, el noveau roman. Crónicas de Bustos Domecq está dedicado, con austero sarcasmo, “A esos tres grandes olvidados: Picasso, Joyce, Le Corbusier”. Del mismo modo, podría acusarse a higos de que su historia alternativa “rescata del olvido” a varias figuras que componen en realidad el canon del siglo. De todos modos y más allá del entusiasmo del autor, puede culparse de eso a su editor en castellano. El título original es menos ambicioso (Stranger than We Can Imagine. Making Sense of the Twentieth Century).
Hay otra razón por la que puede ser injusto subrayar las omisiones: esta Historia alternativa del siglo XX es un libro dirigido sobre todo hacia el futuro. Si Higgs examina cuáles fueron los hechos y sobre todo las ideas que definieron el siglo, lo hace para entender cómo llegamos al presente, y qué podemos esperar del futuro. Por eso es interesante que cierre el libro con una nota de optimismo, después de un recorrido que nos enfrentó a una liberación de potencias -materiales e intelectuales- que incluyen un costado cada vez más oscuro. El relativismo y los enormes niveles de autonomía y libertad personal son legados del siglo XX que siguen en pie, al menos en Occidente, y mientras no triunfen las teocracias o el terror. Pero cuando el siglo terminaba, estalló un fenómeno cuyas consecuencias todavía no hemos entendido del todo. Como Internet forma parte de nuestra realidad de manera tan íntima tendemos a olvidar que es un fenómeno muy reciente: la primera transmisión de audio se realizó en 1995, la primera transmisión de video, en 1997. Lo que subraya Higgs es que, justo cuando los seres humanos parecían haberse convertido en estrellas aisladas, surgió un nuevo modo de construir constelaciones. Cada punto puede conectarse con cualquier otro y el dinero deja de ser el único valor, otra rareza del siglo XX, desmentida por la explosión en la red de colaboraciones desinteresadas, o interesadas en la pura pasión. Entender una selfie como una manifestación de narcisismo es una lectura del siglo XX. Una selfie sólo tiene sentido si se comparte. Las palabras finales del libro son una apuesta a esperar del siglo XXI una nueva conformación de esos valores que en el siglo XX ofrecieron al mismo tiempo un espectáculo de maravillas y de horror. “La red es una deidad decapitada. Es una comunión. Ya no hace falta un ónfalo. Agarrémonos fuerte”.
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