Domingo, 10 de julio de 2016 | Hoy
E. L. DOCTOROW
Destacado novelista, indiscutible modernizador de la novela histórica norteamericana (un plato bastante raro de conseguir) con libros inolvidables como Ragtime, E. L. Doctorow, fallecido hace exactamente un año, también incursionó en narrativas más breves, desde el cuento a la nouvelle y la novela atomizada en relatos. La publicación de sus Cuentos completos permite asomarse a los rincones menos iluminados de su gran obra, y tomar aliento para seguir contando con Doctorow.
Por Rodrigo Fresán
Prueba de que vivimos en un mundo cruel y muy imperfecto es el que –de un tiempo a esta parte– al comenzar a buscar en Google, el tecleo de un E. L. ya no conduce automáticamente a E. L. Doctorow sino a E. L. James, (ir)responsable de Cincuenta sombras de Grey y sus derivados.
No importa: aún así, el recientemente fallecido Edgar Lawrence Doctorow (The Bronx, 1931 – New York, 2015) continúa iluminando más allá de perversiones y aberraciones pasajeras con una obra coronada por estos Cuentos completos, primera edición en cualquier lengua y editorial, y preparada con su colaboración y entusiasmo hasta el final.
Y, de acuerdo, la recopilación de las ficciones más o menos breves del autor de clásicos modernos de largo aliento (como la política-familiar El libro de Daniel, la caleidoscópica y refundacional del concepto de novela histórica Ragtime, la variación gangsteril à la Twain Billy Bathgate, la belicosa y coral La larga marcha, o el casi gótico urbano de Homer y Langley) no han sido considerados modélicos o influyentes. Y es verdad: nadie recordará a Doctorow única y exclusivamente por este libro qué sí sirve para no olvidarlo. Cuentos completos no tiene el peso específico de otros monolitos en el paisaje narrativo de su país como, por ejemplo, los que elevan al infinito y más allá a las piezas cortas de Henry James, Katherine Anne Porter, Ernest Hemingway, Bernard Malamud, Francis Scott Fitzgerald, Flannery O’Connor, John Cheever, Grace Paley, Donald Barthelme, Raymond Carver.
Tampoco, es cierto, los cuentos de Doctorow cuelgan parejos y en igualdad de condiciones junto a sus novelas (muchos de ellos tienen ese aire engañoso y desconcertante de una acuarela elegante ubicada junto a un mural portentoso); pero sí producen un efecto complementario casi por oposición más que interesante y digno de admirar. Porque mientras las novelas de Doctorow parecen proyectar la Historia en avasallante y panorámico formato CinemaScope con múltiples efectos especiales, sus relatos optan por una domesticidad Super-8 que –como bien apunta Eduardo Lago en su precisa y justiciera introducción– no por eso se priva de susurros vanguardistas y estructuras raras para hacer comulgar a la palabra History con la palabra story. Doctorow es, sí, un escritor patriota en el mejor sentido de la palabra y, de ordenarse cronológicamente las tramas de sus libros, se obtiene una versión alternativa pero fiel de siglo y medio de historia norteamericana. “Sus libros me enseñaron mucho”, agradeció Barack Obama a la hora de las elegías, el pasado julio, vía Twitter, mientras en su necrológica The New York Times lo definía como “viajero temporal literario”.
A un costado de esa odisea, Cuentos completos reúne lo publicado en esa suerte de novela-en relatos que fue Vidas de los poetas (de 1984, en Anagrama) y Sweet Land Stories (2004, de la que sólo hubo traducción catalana en Edicions de 1984 e incluía esa proeza que es el falso thriller conspirativo comprimido “Niño, muerto, en la rosaleda”) y las piezas sueltas complementando la antología personal y un tanto deficiente e invertebrada Todo el tiempo del mundo (de 2011, en Miscelánea). Ahora, aquí, todo eso cae en su lugar –en un solo lugar y como un todo– y es reordenado por el propio autor. Y vuelve a cerrarse con la nouvelle “Vida de los poetas”, que se entiende como cruza de declaración ética/estética, making-of y monólogo confesional en el que un mago no llega a revelar el secreto de sus trucos pero ofrece unas cuantas pistas sobre su arte y sobre su perfil singular.
Porque Doctorow –grande indiscutido, best-seller de calidad, constructor de rarezas experimentales como El lago o La ciudad de Dios, ganador de premios importantes –aparece hoy un tanto injustamente desdibujado junto a sus colegas de generación habiendo hecho mucho más que muchos de ellos. Un poco lo que sucedió en su tiempo con el también técnico– historicista y tan innovador John Dos Passos. El tratamiento de lo verídico/ficticio de Doctorow –como en Dos Passos–ha influido en el aquí y ahora mucho más de lo que parece. Comprobarlo en lo de T. C. Boyle, en el Michael Chabon de Kavalier & Clay, en Peter Carey, en James Ellroy, en Adam Johnson o en Richard Powers. Un crítico –con afinada gracia pop– propuso que ignorar a Doctorow era como ser fan de R.E.M. o The Smiths sin haber escuchado nunca a The Byrds.
Y, aun así, inevitables disonancias entre el público.
El propio contemporáneo John Updike –autor de las muy doctorowianas La belleza de los lirios y Hacia el final del tiempo–llegó a reprocharle a Doctorow una cierta actitud de titiritero/científico para con sus personajes inventados interactuando con personas verdaderas. Mientras que firmas supuestamente más aventureras (aunque Updike lo fue, y mucho) lo consideraran maestro e inspirador. A la hora de entregarle en 2012 el premio PEN/Saul Bellow por toda su carrera, Don DeLillo (la colosal Submundo y sus cuentos en El ángel esmeralda tienen y le deben mucho a Doctorow) celebró la manera cómo conseguía que “vidas simples adoptaran la cadencia de lo histórico” mientras que Jennifer Egan destacaba “su sensibilidad para un lenguaje perfectamente balanceado que se complementa con una visión de gigante” y George Saunders lo sintetizaba “un escritor de una increíble valentía”.
Cuentos completos –donde comulga el clasicismo de “El escritor de la familia” con la innovación de “Glosas de las canciones de Billy Bathgate”, la polifonía dialogada de “Integración” o la reescritura de un clásico ajeno en “Wakefield” –es, aunque dolorosa y triste, la mejor despedida para darle renovada bienvenida a quien, en el prefacio a un volumen de sus ensayos, postuló que “subrayándolo todo –los destellos evocativos, el arduo trabajo con el lenguaje–está la creencia del escritor en una historia como sistema de conocimiento. Este conocimiento es similar a la fe del hombre del laboratorio en el método científico como camino a la verdad”.
Y Doctorow fue un creyente que vivió para contarlo y contarla.
Y nada es casual –nada se pierde, todo se transforma– la textura y modales de su última novela, la cientificista El cerebro de Andrew (2014), hacen que se lea más como un cuento muy largo. En este, el más íntimo e interior de sus títulos, el narrador reconoce que “siempre he respondido a la historia de mis tiempos” pero acaba rindiéndose a la imposibilidad de contarlo todo.
De acuerdo.
Pero –Cuentos completos es prueba irrefutable de ello; y suma tanto más y mejor su poético magnate industrial F. W. Bennett en El lago que el vulgar obseso sexual Christian Grey ya saben dónde– Doctorow contó y cuenta mucho.
Contar con Doctorow entonces.
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