Domingo, 10 de julio de 2016 | Hoy
EN FOCO > RICARDO PIGLIA
Entre septiembre y noviembre de 1990 Ricardo Piglia dictó en la Facultad de Filosofía y Letras un seminario al que llamó “Las tres vanguardias” en el que desarrollaría un debate entre tradición, crítica y vanguardia alrededor de las propuestas narrativas y estéticas de Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh. Ahora esas clases inolvidables se publican en un volumen bajo el mismo título del seminario, recuperando no sólo las ideas sino también el clima de aquellas clases.
Por Juan Laxagueborde
Entre septiembre y noviembre de 1990 Ricardo Piglia dictó un seminario optativo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA al que llamó “Las tres vanguardias”. Durante once clases se dedicó no solo a definir de muchas maneras la literatura de vanguardia, sino a buscar las particularidades de la relación entre la literatura argentina y ese concepto desde Macedonio Fernández, en especial desde el inicio de la escritura de la piedra rara y preciosa que es Museo de la novela de la eterna, en 1904, publicada definitivamente en 1968. Tenemos entonces un seminario que en realidad son dos: qué es la vanguardia y dónde hay vanguardia en el país posmacedoniano. Como si imaginásemos tema para la monografía final del seminario, proponemos algunas cuestiones que soportan relecturas y derivaciones y que se destilan de las clases. La primera, una historia de la literatura argentina a través del conflicto entre tradición y vanguardia. La segunda, una disputa por las maneras de leer volviendo a la dictadura un objeto, esto es un tiempo que se pueda interpretar. Finalmente una relación más tangencial: la manera de enseñar, las clases como teatro de operaciones críticas bien ensayadas pero contingentes.
Las tres vanguardias son Juan José Saer, Manuel Puig y Rodolfo Walsh, en un contexto de algo que empezaba a definirse como “fin de siglo”. Piglia piensa las transiciones de la vanguardia, no piensa un origen sino los arrastres, las limaduras del pasado impregnadas en toda novedad. Para él la vanguardia excluye, esto quiere decir que con algo del pasado se queda. No cree que la crítica sea una batalla, pero sí que la lectura lo es. Leer es una manera de definir y vilipendiar. La vanguardia “constituye un objeto imposible de comprar”. Implica la pregnancia pública de una lectura. Implica intervenir en el habla, aunque hay intervenciones que alteran la lengua para aplacarla.
Para Piglia la vanguardia son muchas cosas: ruptura con el presente, invención de lectores, renovación formal para una renovación social, adiós a ciertos consensos, pasaje de un mundo de sensaciones a otro, aire de época, vinculación de la literatura con lo que no es literario y así siguiendo. Las va lanzando como al pasar, como suele compartir su erudición. Con estas definiciones certeras y despreocupadas construye un castillo con pasillos, alcobas, zaguanes, cocinas de las criadas, aljibes, jardines, torreones, vistas para el lado del abismo, oropeles y cosas importantes, toda una escudería para moverse como un duque plebeyo en la explicación de lo que era para él, en ese momento, lo más alto de las letras argentinas. Esto quiere decir lo que era para ese momento el estado de situación de la vanguardia, para esto tenemos que aceptar esta propuesta que hacemos: sustituir la vida por la palabra Argentina, para sentir la vanguardia como quien pasea por la avenida Corrientes.
La tríada de autores propuesta por el autor de El último lector se justifica por las posiciones con que cada uno habita ese vacío que crea el efecto vanguardista. Saer capta lo que no es narrativo, el instante. Un lenguaje de las formas, no racional sino autónomo, antitético a la comunicación, a la información, y a la artificiosidad alienante de la lengua normativa. Piglia resalta a un Saer que podríamos llamar fenomenológico. En él “no se trata nunca del modo en que la sociedad o lo real determinan la conciencia del sujeto. Es el estado de esa conciencia lo que determina la realidad”. Puig rastrea en su memoria una entonación popular degenerada, apelotona el idioma de los argentinos. Como si de la imitación de todos los estilos surgiese uno radiante, infinito en su densidad, pero nuevo, autónomo. Una mimesis sobredeterminada. Walsh es la estética volviéndose acción con arreglo a fines políticos. De la narración no arrastra la ficción, sino un estilo: el de incluir en el relato la investigación, el dato incisivo y el lector arrojado a actuar, del mismo modo que se arroja el autor. Una inclusión de las formas artísticas en la lucha por la vida.
La Facultad de Filosofía y Letras hacía tiempo había perdido la carrera de Sociología pero no había perdido la sociología, es más, esta reinaba bajo una lectura exagerada de Pierre Bourdieu y los “estudios culturales” eran un modelo en avanzada para lo que venga. Piglia abre un poco la ventana para que corra aire y deja entrar otras lecturas, digamos más bien otro estilo de leer, no el paranoico historicista sino el curioso. La Facultad se había mudado poco tiempo antes a una ex fábrica de cigarrillos en la hoy tan connotada calle Puán. No hay referencias en el libro, pero sí una imagen ordinaria de la escolástica porteña, los alumnos que van llegando tarde, el vaivén de la puerta, la distracción del profesor que no es distracción porque Piglia, en esa forma de pensar como inventando, pasa de un olvido al otro para seguir recordando. En escenas así sus clases no son transmisiones efectivas de conocimiento sino evocaciones, diálogos con los muertos, la mejor tradición trágica de la reflexividad.
No vale la pena determinar qué es Ricardo Piglia, hay que verlo en las clases que dio en la TV Pública hace unos años para encontrar en ellas todo lo suyo junto: narración, artesanía, perplejidad, pedagogía y misterio. Piglia es su forma de hablar, su forma de leer y su forma de escribir. Se dirá que eso es una obviedad, que así hay muchos. No hay muchos. En Piglia no se presenta tanto la voluntad de enseñanza como puente a la profesionalización, sino que hay una ruptura de los saberes, una aceptación de la inteligencia como sorpresa ante el mundo de las historias que encantan. Habla como escribe, dejando espacios ínfimos en el medio para el juego meditativo de los curiosos como él. Piglia conoce sin tabiques, parece un autodidacta. Las clases son aquí la causa del lector. El lector es efecto de un tiempo sacado de quicio y el tiempo una estrategia para organizar lecturas.
Piglia estima a la escritura de vanguardia como un lenguaje que se entromete de cero en una realidad literaria que lo precede. Esa es la frontera que estudia: la paradoja de la vanguardia es que siempre también tiene una pata en la tradición. La vanguardia se desentiende del presente, no del pasado. Toda vanguardia supone una futura tradición. Y otra cosa: “La vanguardia opone secta a mayorías”, es una estética de la conspiración, un foco de desorganización del mundo de los signos.
La elección de estas tres líneas de la literatura vanguardista implica algo más: es una manera de ejercer la anamnesis crítica y desorganizar un presente practicando la vanguardia hablada, retorcida en las instituciones académicas, mientras ya hay otras vanguardias mayores que la van negando, volviendo época clásica las lecturas que Piglia propone. No hay referencias a ningún otro escritor posterior a los de la generación que trabaja y eso parece a propósito. Porque la elección de Saer, Puig y Walsh implica historizar la literatura reciente; y el historiador sabe que mientras hurga archivos la ciudad vibra, una cosa lleva a la otra y las vanguardias ejercen para sí el derecho de advertir que es tiempo de lo nuevo por lo nuevo mismo, por el solo hecho de salir para adelante, para afirmar la literatura como pura invención autónoma e infinita. A Piglia esa literatura no parece interesarle tanto, pero esa literatura prosperó, se complejizó y probablemente también se haya vuelto historia para bien. Nos referimos a toda una serie de novelas contemporáneas al seminario, profundamente vanguardistas pero que no podrían entrar en la tipología de Piglia, esquema que se sabe provisorio y destructible como todo esquema. De hacer una lista de quienes hacia 1990 escribían a la vanguardia se podría nombrar a César Aira (tal vez el más genial de los vanguardistas rioplatenses, que para entonces editaba Los Fantasmas), Héctor Libertella, Alberto Laiseca, Copi o Jorge Di Paola.
A causa de algunos conflictos políticos del siglo XX, la palabra vanguardia suele ser acompañada de un despreciable “esclarecida”, connotando así una supuesta ceguera ante “la realidad”. Lo paradójico es que de eso se trata la vanguardia, de descentrar “la realidad” como factor estructurante de las formas de vida humana y volver público un deseo de rechazo a lo naturalizado y una invitación a la clandestinidad, cuando esta quiere decir pasar los días mientras se los crea, tender a la autodeterminación ética y participar del mundo como se participa de una cofradía, para destruirlo tal como es mientras se va inventando otro. Donde haya creación habrá vanguardia. Por suerte sostener como un pebetero la presencia de esa palabra alimenta una posibilidad, en miles, de que la creación lo sea artística sin más, como si dijéramos un mundo diseñado para el vivir absurdo y feliz.
Algo fundamental está expresado al pasar. Dice Piglia que la vanguardia es una manera de la catarsis a la Gramsci, un choque sin mediaciones. Esto es: una sensación inmediata del mundo para que deje de serlo. A la vez, el primer gesto conservador es creer que se puede “romper” con el pasado y el primer gesto vanguardista es impulsar vida desde el pasado. Lo que nos termina de enseñar Piglia es que la tradición es una forma de la vanguardia. Quizá esa colisión catártica sea la del malestar social con las formas de la “alta cultura”, que a riesgo de volverse celestial cada tanto termina por hacer estallar el cielo.
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