Domingo, 17 de julio de 2016 | Hoy
RICHARD PRICE
Guionista y novelista excepcionalmente dotado para el suspenso y los diálogos de ambiente urbano donde policías y criminales se cruzan con notoria ambigüedad, Richard Price había recurrido a un seudónimo para publicar Los impunes. Su lectura revela el verdadero enigma de este thriller: por qué finalmente lo retiró y volvió a convertirse en Richard Price a secas.
Por Rodrigo Fresán
En su reseña para Los impunes publicada en The New York Times, el novelista y colega de género Michael “Harry Bosch” Connelly cuenta que, hace muchos años, en una entrevista, a Richard Price le preguntaban lo mismo que le siguen preguntando hoy mismo. ¿Por qué perdía tanto tiempo escribiendo guiones para filmes noir o novelas policiales? Y, entonces, Price respondió lo que responderá mañana o el año que viene. Algo referente a que, cuando le das muchas vueltas a un crimen, acabas conociendo toda una ciudad y a quienes las habitan. Connelly, recuerda, recortó la cita, la pegó sobre su máquina de escribir; y Price continuó publicando grandes de aliento decimonónico embebidas en sangre derramada como Clockers, Freedomland, La vida fácil o esa joya que es El Samaritano mientras se daba una vuelta por los sets de Sea of Love o The Wire.
Lo interesante, a la hora de Los impunes, es que Price (The Bronx, NY, 1949) se había propuesto despachar algo fácil y rápido y eficaz. Un poco en plan John Banville / Benjamin Black. Un divertimento que se asumía como tal sin por ese descuidar calidad y talento, se entiende. Pero tampoco meterse o meter en demasiados problemas. Algo más cercano a un thriller contenido y selectivo que a la amplia resonancia social de sus obras mayores. De ahí que, en los Estados Unidos, Los impunes se publicase bajo el transparente alias de “Richard Price writing as Harry Brandt”. Pero, claro, Price se tomó mucho más tiempo del que pensaba y Los impunes acabó siendo -aunque más aerodinámico de lo habitual- un libro inequívocamente marca Price que, además, fue celebrado por la crítica como uno de sus mejores trabajos. De ahí que Price, arrepentido de haber querido ser otro finalmente igual a él, haya decidido que, fuera de casa y en la próxima encarnación paperback Made in USA, Brandt no exista. Y que esta -su novena novela-aparezca aquí con su nombre, con el nombre que, seguramente, firmará el guión de la película ya en trámite.
Más allá de lo anterior, Los impunes es un procedural de primera clase. Y una novela con la habitual ambición de Price ya desde la portada. Su título original -The Whites-alude tanto a la feroz blancura de la inalcanzable ballena de Herman Melville y, a la vez, es jerga de comisaría. “Los blancos” son aquellos monstruos que se las arreglaron, en los años 90, para escapar a los arpones y pistolas de un puñado de curtidos policías -seis hombres y una mujer, alguna vez amante de Graves- conocidos como “Los Gansos Salvajes” en un precint al sur del Bronx, patrullando las calles y los tejados y los patios traseros “como dioses vengadores”. Y, en más de una ocasión, furiosos como titanes, actuando más allá de las reglas. Entre ellos, el entonces joven Billy Graves -demasiado despierto y alerta, tal vez cortesía del polvo de marchar boliviano— quien disparó accidentalmente sobre un joven de diez años durante un tiroteo con un traficante. Los periódicos lo tomaron como buen titular y mal ejemplo. Años después, con cuarenta años, el sargento Brand a quien se considera un “gatillo caliente”, ha pasado de un puesto a otro hasta recalar en el turno de noche, cubriendo las calles oscuras entre Wall Street y Harlem en el horario en el que todos parecen volverse más o menos locos. Pero cualquier cosa es mejor que soportar la tortura de su esposa y madre de sus dos hijos cada vez más proclive a tormentosos cambios de humor o el dolor de contemplar a su padre ex policía rumbo a los mares de la senilidad. Hasta que un siempre inflamable día/noche de San Patricio, una alerta por un apuñalamiento en los andenes del metro de la Penn Station devuelve a Graves a un caso frío pero no cerrado. Y lo reconecta con un nombre que no olvida, el de un tal Curtis Taft, y con el resto de los Gansos Salvajes, ahora retirados y convertidos en exitosos hombres de negocios pero, también, con cuentas pendientes que restar. Y, de pronto, aquellos que se le escaparon a los Gansos Salvajes empiezan a ser asesinados, de uno en uno. Y por ahí anda otro oficial, un tal Milton Ramos, obsesionado con la mujer de Graves, es del tipo más bien peligroso, tan vengativo como el Javert de Los miserables, y uno de los mejores y, paradójicamente, más queribles monstruos de los que se tenga memoria. Y Graves se pregunta si corresponde investigar y eventualmente denunciar a sus antiguos hermanos de sangre y placa. Y también piensa que aquí tiene la ocasión de redimirse o -como el poseído Capitán Ahab— hundirse sin retorno.
Como siempre, Price sabe de lo que escribe, es un maestro del diálogo y, de nuevo, la sensación es la de subirnos a un coche patrulla y escuchar todas esas conversaciones en una sala de interrogatorio o -en un clímax que quita el aliento-en la sala de un piso de familia donde siempre se acaba confesando lo inconfesable.
Antes de eso, el caído en desgracia Graves vive y sufre la paradoja de ser el único que se pregunta si esa forma de justicia entendida como el “alcanzar la gracia” y “la cosa más cercana a la paz en el mundo” no será otra forma de venganza fuera de toda ley.
Los impunes acaban recibiendo su merecido en algo así como un final feliz. O no. Una cosa sí es segura, el lector de Price sale de aquí más que satisfecho porque -como explicó su autor cuando volvieron a interrogarlo al respecto- “para mí el crimen es como la columna vertebral: toda investigación te lleva a través de un paisaje”. Sumarle a lo anterior una nueva e insistente pregunta que Price no podrá sacudirse en mucho tiempo: ¿por qué lo de Brandt? Y respuesta, de nuevo, otra vez: “Ya lo dije: quería hacer un thriller urbano a secas y sin complicaciones. Algo que nunca había hecho. Y quería contar con otro nombre para hacerlo. Pero la cosa empezó a expandirse y resultó ser como cualquier otro de mis libros. Así que ahora deseo no haber usado un seudónimo. Soy un arrepentido”. Queda claro: Brandt no va a ser uno de los blancos impunes. Price ya lo mató a quemarropa y con el apoyo y complicidad de sus amigos de uniforme más que dispuestos a encubrirlo y traspapelar informe y evidencia. Como bien exclama el padre de Graves, ex policía, alzando su copa: “Brindo por Dios; porque ese tipo tiene que haber sido un genio para inventar un trabajo como éste”.
Y Price es un genio a la hora de trabajarlo por escrito.
Salud.
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