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Domingo, 1 de junio de 2003

ANTICIPO

Lo primero es la familia

Susana Torrado es licenciada en Sociología por la Universidad de Buenos Aires y doctora en Demografía por la Universidad de París. Acaba de distribuirse Historia de la familia en la Argentina moderna (1870-2000) (Ediciones de la Flor), un monumental e imprescindible estudio sobre las transformaciones de la institución familiar en la Argentina, puestas en correlación con los diferentes modelos económicos. A continuación, Radarlibros reproduce fragmentos del epílogo.

Por Susana Torrado

centro Desde los años ‘70 existen dos registros de vulnerabilidad familiar. El primero deriva del hecho de que el avance de un orden interno contractual –es decir, el avance de una asociación entre sus miembros liberada de tutelas institucionales y basada en relaciones igualitarias– debilita la estabilidad familiar, en tanto ésta sólo depende ahora de autorregulaciones: la mayor inestabilidad es la contrapartida de la mayor democracia interna. El segundo deriva del hecho de que aquellas familias que por su estatuto social y su precariedad económica son más proclives a perder los beneficios de la seguridad social, son también más proclives a la ruptura: la mayor inestabilidad es la contrapartida de la falta de protecciones colectivas.
Como producto de todo este devenir, en lo que concierne a la familia, las sociedades de capitalismo avanzado enfrentan hoy un interrogante que puede formularse en los siguientes términos. La función de transmisión entre las generaciones y, por vía de consecuencia, la contribución doméstica a la reproducción social (incluida la reproducción idónea de la fuerza de trabajo), ¿puede ser asegurada cualquiera sea la manera en que se organice la vida privada? En especial, esa contribución ¿puede ser asegurada con un grado de autonomía individual y/o aislamiento social tan altos como los que caracterizan hoy en día a la organización familiar? Un interrogante posmoderno, si los hay.
Periferia En la Argentina, la inmigración y la urbanización masivas colocaron al liberalismo gobernante ante la necesidad de asegurar la reproducción de la población, su disciplinamiento e integración social, desligando al Estado de cualquier obligatoriedad en ese campo (condición sine qua non de la ideología liberal).
La respuesta fue, también aquí, la delegación de ese tipo de acción en instituciones filantrópicas –confesionales y no-confesionales– financiadas total o parcialmente por el Estado, con el objetivo explícito o implícito de ayudar a las clases laboriosas, moralizar sus comportamientos, facilitar su educación, etc., haciendo converger todos los esfuerzos en el fortalecimiento de los vínculos familiares, la forma más económica de asistencia mutua.
Todos los dispositivos disponibles para la integración y el disciplinamiento social fueron movilizados: la escuela pública; la regulación de la patria potestad; la instalación de diversos registros obligatorios (sanitario, policial, municipal, impositivo, laboral); la prédica ideológica que asimilaba la obtención de la casa propia a la respetabilidad y el ascenso social, canalizando el ahorro de los trabajadores al logro de ese objetivo moralizador, etc. Todos estos mecanismos contribuyeron a que, al finalizar la etapa agroexportadora, se hubiesen logrado en el país casi todas las metas que se habían trazado las elites gobernantes: arraigar, uniformar e integrar la enorme y heterogénea masa de los recién llegados, afianzando al mismo tiempo –con excepción de los comportamientos limitativos del número de nacimientos en las áreas urbanas–, el ideal de familia cristiana enraizado en las capas medias de la sociedad receptora mucho antes del aluvión extranjero. De suerte que, en promedio, para fines de la década de 1930, nuestro país había recorrido lo esencial de la primera transición demográfica y había sentado las bases para el desarrollo ulterior de la familia “moderna”.
Abandonado el modelo agroexportador, se inician y expanden en la Argentina las estrategias industrializadoras (justicialismo y desarrollismo: 1943-1976), durante las cuales emerge el Estado de Bienestar (EB), florece la relación salarial, y se adoptan políticas sociales, si no iguales, relativamente análogas a las vigentes en Europa después de 1930. Los asalariados accedieron entonces al seguro social que los inscribía en un orden de derecho y que, además de asegurar la reproducción ordenada de la fuerza de trabajo, actuaba como el mecanismodisciplinador más idóneo para las nuevas condiciones de su organización política y sindical.
Importa destacar que, en la Argentina, durante el EB, la familia “moderna” se había generalizado en casi todos los estratos sociales urbanos. Por otra parte, desde mediados de la década de 1960, comienzan a percibirse ciertos indicadores de contractualización de las relaciones familiares sobre una base personal, es decir, una cierta distanciación de los comportamientos respecto de los patrones valorativos del orden social: por ejemplo, respecto de las modalidades de formación de la unión (cohabitación versus matrimonio); respecto de la disolución de la unión (separación o divorcio versus perennidad del vínculo); respecto de la filiación de los hijos (no-matrimoniales versus matrimoniales). También aumentaron las familias monoparentales y las familias ensambladas así como la participación permanente de las cónyuges/madres en el mercado de trabajo. Estas conductas manifiestas se sustentan en nuevos valores, similares a los inherentes al final europeo del ciclo de la familia “moderna” y a la emergencia de la familia “posmoderna”. Es decir, comienza en la Argentina la segunda transición, la que prosigue su curso hasta fines del milenio.
Ahora bien, desde 1976 nuestro país asiste al desmantelamiento del EB y a su reemplazo por el “Estado subsidiario”, concepción inherente a las estrategias aperturistas y de ajuste que comienzan a adoptarse por ese entonces. La sustitución de un régimen por otro se hizo a un ritmo vertiginoso, no conocido antes aquí ni en otras latitudes y sin ninguna concesión respecto del costo social que implicaba la transición. Emerge entonces un inusitado volumen de desocupados, subocupados, trabajadores precarios, “en negro” y marginales; se asiste a una abrupta desalarización de vastos sectores de clase obrera y de clase media; se arrasa con las coberturas sociales preexistentes. Todo lo cual se tradujo en la pauperización absoluta (caída por debajo del umbral de pobreza crítica) de vastos sectores sociales, y en la pauperización relativa (pérdida significativa de bienestar sin caer por debajo de ese umbral) de otros tantos. Naturalmente, esta dinámica social conllevó la necesidad de asegurar el disciplinamiento de esa nueva masa de población careciente, ya sea mediante políticas de asistencia social, ya sea por medio de la represión directa.
En el plano asistencial, el paradigma aperturista se estructuró sobre las dos ideas-fuerza de “focalización” y “grupos vulnerables”. Es decir, la retracción pública en materia de bienestar trazó una parábola afligente: procedió a la restauración de la beneficencia, postulando que el Estado sólo debe asegurar la existencia de servicios sociales pobres destinados a los pobres.
En el plano de la represión, ésta fue feroz y desembozada durante la dictadura militar (1976-1983), y planeó como una amenaza permanente durante los gobiernos democráticos (1983-1999).
En lo que concierne a la familia, si bien se prolonga la tendencia a una mayor autonomía personal, el aislamiento y el desamparo que produce la virtual confiscación de la seguridad social prevalece absolutamente sobre otras formas de vulnerabilidad familiar. En efecto, entre los excluidos, la pérdida de las protecciones sociales favorece diversas formas de fractura del tejido familiar que, perversamente, refuerzan el proceso de pauperización de quienes ya eran vulnerables antes de la ruptura.
El resultado es que, entre nosotros, el interrogante acerca del futuro de la familia asume una enunciación diferente a la de los países avanzados. Se trata de inteligir, no ya si la organización familiar será apta para producir la fuerza de trabajo que requiera la acumulación capitalista, sino más bien si esta última será capaz de compatibilizar algún mecanismo que vuelva a incluir a los vastos contingentes de población (es decir, de familias) que demandan (hoy, pacíficamente, quizásno así mañana) ser aceptados en el “banquete de la vida”. Un interrogante decimonónico, si los hay.

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Familia obrera urbana (Buenos Aires, foto gobbi, circa 1920). Colección Abel Alexander
 
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