Domingo, 21 de agosto de 2016 | Hoy
RICHARD YATES Y JOHN CHEEVER
Para ambos, la gran fuente de inspiración de la literatura estaba en casa: en los interiores de esas viviendas de suburbio que conformaron el escenario de varios de sus libros y en el imaginario de doble filo del home, sweet home, tan acogedor y deseado como angustioso y oprimente. Y como si fuera poco, Richard Yates y John Cheever pasaron por la misma casa del pueblo de Westchester en distintas épocas: Yates vivió de chico, entre 1937 y 1939, Cheever de 1951 a 1961 en esa propiedad incluida en los terrenos de una rica familia. Más adelante, Cheever se mudaría a casa propia en Ossining, sitio que su viuda Mary mantendría hasta 2014. Como sea, esas casas con parque, piscina, humedades y deterioros marcan novelas como El escándalo de los Wapshot o Bullet Park, y también El camino revolucionario de Richard Yates. Radar sale a recorrer los sueños y las pesadillas del suburbio norteamericano en la obra de estos dos escritores notables.
Por Esther Cross y Laura Galarza
Fueron los escritores del Tiempo de la Ansiedad, los genios de la Era Dorada. Otros novelistas pintaron su generación. Ellos la inventaron. Su legado es ese “mundo extraño y alcoholizado” como lo llamó Cheever, esa “cultura drogada y agonizante”, en palabras de Yates. Se mudaron con sus máquinas de escribir desde Nueva York a las afueras y se encontraron con el bajón de la vida suburbana de clase media. En sus historias alguien siempre se da cuenta de que está fuera de lugar. Puede pasar en una fiesta, un tren o una oficina. Cheever y Yates tenían un oído afinadísimo para pescar esa desgracia y tocarla después, cada uno en su estilo. Pese a sus diferencias, los dos habitan esa geografía de césped raso y arboledas que parece salida, irónicamente, de sus libros, con su “promesa de permanencia aterradora”, como escribió Cheever.
Cheever anotó en su diario, desde el suburbio, en Westchester: “tomé la decisión de infiltrarme en la clase media como un espía (…) sólo que a veces me parece que he olvidado mi misión y tomo mis disfraces demasiado en serio”. En su novela El camino revolucionario, Yates, por su parte, se dedica a una pareja que vive en un barrio cerrado y se considera mejor que sus vecinos. Tenía restos diurnos de primera mano: su madre se creía una mujer excepcional, traicionada en sus aspiraciones artísticas por una vida injusta, y los hijos pagaron siempre la cuenta del desfase. Cheever escribía cartas de buen jefe de familia, donde contaba que leía a sus hijos las aventuras de Winnie Pooh y se pintaba como un patriarca moderno, pero en los diarios aparece el homosexual obligado al secreto, el insomne que llora la incomunicación con la esposa, un nostálgico atento a flashes de belleza perfecta y suave. El peor momento del matrimonio de Yates coincidió, según la biografía de Blake Bailey, con el esplendor de su actuación de “pareja feliz” en una comunidad en las afueras Nueva York. La fuente de inspiración de los relatos de Cheever y Yates estaba, literalmente, en casa. El escenario de las tragedias que contaron era el dulce hogar estadounidense –el tan mentado home sweet home–, porque la acción transcurría en su interior.
En El escándalo de los Wapshot, Cheever describe un modelo de casa que se propaga por el país “formando una cadena irregular de domicilios cuasi nómades que atraviesan prácticamente todo el continente”. Algunos capítulos de la novela transcurren, de hecho, en una de esas casas, ubicada en un pueblo que replica a Westchester, donde Cheever vivió con su mujer y sus hijos desde 1951 hasta 1961. Fue la casa donde escribió gran parte de los diarios, la de los amaneceres de domingo “con una ligera resaca, la boca quemada por un cigarro verde y la ropa tirada en el suelo con olor a perfume rancio”; la casa que, vacía, parecía “una útil premonición de la muerte”, fuente de “mucha felicidad y mucha desdicha”, “encantadora, con un olmo espléndido” y que sin embargo lo deprimía. Westchester se convirtió en St. Botolphs, Bullet Park o Shady Hill, los enclaves de sus cuentos y novelas. “Tenemos una hermosa casa con jardín y barbacoa al aire libre, y las noches de verano, sentado allí con los niños y mirando lo que el escote de Christina deja ver cuando se inclina para dar vuelta los filetes y echarles sal, o simplemente contemplando las luces del cielo, me estremezco como me estremecen ocupaciones más audaces o peligrosas, y me imagino que eso es lo que significa el dolor y la dulzura de la vida”, le hace decir a Johnny Hake en “El ladrón de Shady Hill”. Westchester era para Cheever una comunidad provinciana y conformista, donde el vacío mental operaba a la manera de una tortura de opresión lenta y continua. La comunidad exigía que sus vecinos echasen raíces. “Todos tienen que sentirse arraigados”, se quejaba Cheever en una carta. Hasta sus hijos tenían que convertirse en buenos vecinos, hasta “los dramas de la adversidad y la lujuria” estaban arraigados en Westchester. Era llegar y radicarse, como hacían todos, salvo Cheever, que estaba a medias. El confort de Westchester tenía sus efectos secundarios: “enciendo el fuego, me tomo una ginebra y contemplo la luz rosada del crepúsculo… Estas paredes de madera, cuadros viejos, sillas tapizadas en seda amarilla, todo eso es lo que quería entonces, ¿por qué es fatuo admirar la escena?”
En la edición de las cartas de su padre, Ben Cheever, recuerda la casa de Westchester. Era parte del caserío de la finca de los millonarios Vanderlip. “Lindaba con el muro de ladrillos que rodeaba la finca. El ruido de los camiones de la ruta 9 traspasaba las paredes, hacía temblar los platos y rajó las molduras un par de veces pero todo había sido dispuesto con inteligencia (…) Además de la maravillosa pileta de natación había muchos jardines y una granja. También estaba el colegio fundado por los Vanderlip para educar a sus hijos. Mis hermanos Susan, Fred y yo fuimos a ese colegio”. Su hermana Susan Cheever, también recuerda la casa blanca de Westchester: “era una casita horrible, un cobertizo remodelado dentro una finca enorme. Teníamos los lujos de los ricos –césped podado, pileta de natación, jardineros que te saludaban sacándose la gorra– pero éramos inquilinos que trataban de arreglárselas”.
Antes de llegar a los suburbios, los Cheever vivieron en Sutton Place, un barrio elegante de Nueva York, residencia de magnates de cine. Tenían una buena vista desde el noveno piso hacia el puente de Queensboro y había un pequeño despacho para escribir. Sin embargo, cada mañana Cheever se ponía su único traje y bajaba en el ascensor con los otros hombres que iban a trabajar. Al llegar a la planta baja, salía por una puerta lateral que daba al sótano. Allí, en un pequeño cuarto sin ventanas que concentraba calor, colgaba el traje de una percha y se ponía a escribir. “Muchos de mis cuentos fueron escritos en calzoncillos”, dijo alguna vez.
Para Cheever, el cambio del departamento chico de la ciudad a Westchester fue, al principio, una alegría. El lugar le gustaba y pese a sus recelos, los vecinos los integraron de inmediato a las actividades comunitarias. Pero habían entrado al universo plano. La chatura lo agobiaba a los pocos meses. Y sin embargo, no se fue. Se quedó diez años. “Antes de irme de Westchester, querría sentirme realmente saturado. Quiero sentir que me llevo algo de aquí y que dejé algo aquí también”, escribió en una carta. En sus historias el grado de saturación que pueden soportar las personas es llevado al límite. La casita blanca le dejó algo y se quedó con parte de él. Cheever creía en eso. Estaba convencido de que había “una relación entre nuestras casas y nuestros sueños”, y la expresión de ese vínculo son sus historias. “Sabíamos que al salir de un cuarto dejamos detrás nuestro una sensación de amor o de rencor”, escribió en El escándalo Wapshot.
Como para afirmar esa premonición del genio del lugar, la casa ya tenía una carga, un fantasma de escritura precoz acechando en los rincones. Parece una ironía estadística, un gol improbable, que los personajes de Una providencia especial, la novela de Richard Yates, vivan exactamente en esa casa. Yates vivió allí con su hermana y su madre cuando era chico, entre 1937 y 1939 y la revisitó en la novela cuando ya era un escritor conocido. A diferencia de los Cheever, los Yates nunca encajaron en el ambiente WASP del caserío de los Vanderlip y sus alrededores, y tuvieron que irse con una orden de desalojo a los dos años de llegar. En la novela de Yates, la casa blanca, de estuco, que había sido un jardín de infantes y funcionaba, hasta entonces, como portería o casilla de acceso a la propiedad, tenía una sala grande con chimenea, cocina, comedor, dos dormitorios y un baño al fondo. Se presentaba como la compensación de las frustraciones de la madre del protagonista, que buscaba un lugar para vivir con sus hijos y dedicarse a su escultura. Pero al tiempo de llegar, los Yates, y sus dobles de ficción en Una providencia especial, descubrieron que los vecinos elegantes y modernos eran implacables con los desclasados sin plata. “Tocan el timbre, no atiendas, querido”, le dice la madre de la novela a su hijo cuando empiezan a llegar telegramas y abogados en vez de invitaciones a fiestas. Más allá de estas coincidencias entre biografía y obra, la vida en la casa blanca de Westchester dejó una determinación en Yates. Según Blake Bailey, su biógrafo, Yates decidió que en el arte y la vida “lo más importante es no contar o no vivir una mentira”.
Hoy la casa de Westchester es parte de un condominio. Parece un destino a la medida de un cuento de Cheever o de Yates. Charles McGrath, del New York Times, fue a visitarla con Ben, el hijo de Cheever. “Por fuera parece más chica de lo que es. Su ubicación es totalmente cheeveriana y de alguna manera refleja el estado actual del legado literario de Cheever: antecediendo la entrada de admisiones del clubhouse, pero siempre desde la ventana”.
“Por fin he comprado una casa”, escribe en sus diarios Cheever. “Ruego que nuestra vida aquí esté llena de paz y plenitud”. Era septiembre de 1960 cuando Mary Cheever, que hojeaba cada fin de semana avisos inmobiliarios, descubre “la casa perfecta” a pocos minutos de Westchester. “Estamos tratando de comprar una casa, está cerca de aquí y ejerce un poder especial sobre los dos. Es de piedra, no muy grande. Está construida en el nicho de una colina”, escribe Cheever a un amigo. De estilo colonial holandés (techo de buhardilla, galería al frente) sobre dos hectáreas y situada en el pueblo de Ossining, a una hora de Manhattan, será donde –interrumpido por clínicas de rehabilitación y estancias en universidades – Cheever escribirá durante los 31 años que restan hasta su muerte.
Compraron la casa antes de fin de año, por 37.500 dólares. “Los del banco hipotecario de Knickerbocker no entendían cómo la podría llegar a pagar un trabajador independiente a punto de cumplir los 50 y sin mucho respaldo” revela Blake Bailey –el mismo biógrafo de Yates– en Cheever, una vida. Mary puso 10.000 dólares de sus ahorros y The New Yorker respaldó la hipoteca dejando a Cheever en esa jaula dorada que lo obligaría a entregar sin respiro relatos por encargo. Un inquilino anterior había bautizado a la casa como Afterwhiles (tiempo después) la que rebautizaron Meanwhiles (mientras tanto). Cheveer presumía de Ossining y con razón: vista, arroyito y huerto de manzanas, todo en un valle privado de lo más recoleto. Llegó a escribir para una revista de arquitectura, contando que había sido reconstruida en 1920 (el terreno era de 1795) por Eric Gugler el mismo arquitecto que diseñó de la Oficina Oval de Franklin D. Roosevelt. También publicó un ensayo, “Moving Out” publicado por Esquire en julio de 1960, donde celebraba la migración del hombre americano hacia los suburbios. Ni él mismo se lo creía. “Nada me librará del aburrimiento y la intolerancia de las pequeñas poblaciones”, admitió en una carta a un amigo, “pero creo que ya va siendo tiempo de vivir de otra manera”. Y a Peter Blume: “Me siento un vagabundo a punto de mudarse. Creo que lo que más me gustaría sería dejarme crecer la barba y recitar poemas guarros en calzoncillos ante un grupo de adolescentes”. Sin embargo el sueño de la casa propia parecía garantizarle a Cheever que por fin, iba a comportarse como un pater familia.
Antes de mudarse, Cheever viajó a Hollywood donde hizo una adaptación para The Lost Girl de D. H. Lawrence. Allí tuvo una relación con un escritor treintañero. Dijo de esa estadía a The Paris Review en 1969: “Me metía bajo de la ducha para no colgarme de una soga”. El deseo se desataba en el peor momento: la familia lo esperaba para pasar Navidad en la nueva casa de Ossining. Cheever se sintió acorralado y huyó de Los Ángeles. “¿Por qué iba a exponerme de nuevo a semejante dolor?” El costo: los ataques de pánico que luego sufriría, al igual que su madre y su hermano, durante toda la vida y que son agudamente retratados en su cuento “El ángel del puente”: “Inmediatamente se reprodujeron todos los síntomas, y esta vez con mayor intensidad. Mis pulmones se quedaron sin aire. Perdí el sentido del equilibrio y el coche comenzó a dar bandazos. Me situé en el arcén y puse el freno de mano. La evidencia de mi absoluta soledad era sobrecogedora”.
La casa propia parecía cristalizar lo que Cheever aborrecía de sí mismo, lo que él no era ni sería a pesar de sus buenas intenciones. Y cuanto más empeño ponía en mantener todo en buen estado, –se daba maña con los arreglos– Ossining comenzó a deteriorarse: la bomba de agua, la estufa, las goteras. Los olmos se ennegrecían y morían, y el arroyito (que rebautizó Lago Turgeniev) se convirtió en un pantano y el pequeño puente que lo cruzaba se derrumbó. Cuando su editor Cass Canfield fue a cenar y a conocer la nueva casa, reventó la cañería que había debajo de las escaleras y lo salpicó. Al otro día Cheever redactó un aviso de venta que encabezó: “Mansión de piedra de finales del siglo XVIII”. Y escribió en su diario: “Se trata de escapar de un lugar, pero nunca lo consigo, nunca llego a otro lugar. Trato de forcejear con las cosas que me atan, pero he olvidado la naturaleza de las ligaduras”.
En Ossining, Cheever es más que nunca el doble de Goliadkin en la novela de Dostoievski. Sentado en el living escuchando Schuman y Louis Armstrong, lo único que piensa es en beber. Cuenta Bailey que una mañana, Cheever aparentaba leer Times esperando la distracción de Mary para llegar a la cocina y servirse una copa. Pero inesperadamente ella desplegó la tabla de planchar en medio del living “ante su más absoluto horror”. “Casi nunca planchaba, si es que lo había hecho alguna vez, y esa maniobra me pareció injusta”, escribió él en su diario sobre el episodio entre otras notas que van desde la indiferencia de Mary a él durmiendo en el sofá. O: “Mi hija dice que la mesa de nuestro comedor parece un estanque lleno de tiburones”. También en una carta de 1968: “Son las 9.30. La mucama limpia la alfombra. Está parada justo en el trayecto que me separa de la despensa, donde guardo la botella de gin. Si le pido que vacíe los ceniceros de la sala puedo meterme en la despensa. ¿Agarrará John Cheever la botella o el Librium? No cambien de canal”.
Cheever se paraba en medio de la casa, y mirando alrededor se preguntaba: “Qué mierda hago acá”. Aunque en algunos pasajes de los diarios el aire se vuelve fresco: “Mientras limpio la maleza alrededor de las peonias oigo las manzanas arrancadas por el viento; las oigo caer al suelo y golpear las ramas durante la caída. El aroma inmemorial de las manzanas, viejo como el mar. Mary hace compota. El aroma de las manzanas sale de la cocina, sube por la escalera y penetra todas las habitaciones”. Cheever dejó de beber en 1975, asistiendo casi periódicamente a Alcohólicos Anónimos. Dos años más tarde, publicó Falconer, basado en su experiencia como profesor en la cárcel de Sing Sing, ubicada en las inmediaciones de Ossining. Fue tapa del The New York Times como la gran novela americana. Cinco años más tarde, murió de cáncer a los 70, el 18 de junio de 1982.
Desde el núcleo duro de su padecimiento, John Cheever fue un iluminado para ver el filo de las cosas y escribirlo de un modo único y exquisito. Escribió alguna vez que los lazos con su casa estaban hechos de “tierra y pintura”. Llegado a Ossining bajó al sótano y anotó: “La nueva casa está vacía y mucho después de que hayamos colocado las alfombras y los muebles, mucho después de que hayan aparecido los amigos con flores y vino y hayan vuelto a partir, después de colgar los cuadros, correr las cortinas y encender las luces, la imagen de la casa vacía con olor a gato en el salón de la planta alta, la pintura manchada y descolorida, es mucho más persistente que los nuevos arreglos. La imagen del vacío es para mí una manifestación del horror”.
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