BERNARD SUMNER
La autobiografía del cantante y guitarrista Bernard Sumner narra el pasaje del pospunk existencialista de Joy Division al hedonismo de la música electrónica de New Order. Y además, después de muchas reticencias, habla de su vida privada; se puede leer como un testimonio sobre las relaciones que marcaron su trayectoria artística y vital.
› Por Juan Andrade
“Recuerdo con bastante claridad una noche, cuando estaba sentado en una discoteca de Nueva York, alrededor de las tres o cuatro de la mañana, y pensé qué grande sería hacer música electrónica que se pudiera tocar en una de aquellas discotecas”, escribe Bernard Sumner al promediar New Order, Joy Division y yo. Y esa frase que se lee casi al pasar en el devenir de su autobiografía, esa epifanía narrada en primera persona y sin subrayados, contiene el punto medular que hace de esta una de las historias más apasionantes, paradigmáticas, ricas y complejas en el gran libro del rock: la mutación al mejor estilo Dr. Jekyll/Mr. Hyde, el extraño caso de la banda que por una piña del destino pasó de la brumosa oscuridad y el existencialismo pospunk de Joy Division a las luces pisteras y el hedonismo militante de New Order.
Los toques de fino humor británico, la ironía por momentos corrosiva que le inyecta Sumner al texto, funcionan como contrapesos de un relato descarnado, escrito a corazón abierto, que dice tanto sobre la obra como sobre la persona en cuestión. El compositor, guitarrista y cantante asume de a ratos el rol de un antihéroe que repasa desde su origen la epopeya que llevó a unos pibes de Manchester a convertirse en leyendas musicales a escala planetaria. Y más que detalles puntuales -que los hay y en buena cantidad- sobre el recorrido de los grupos que ayudó a levantar desde sus cimientos o el proceso de grabación de discos que hoy son clásicos, lo que termina prevaleciendo en su libro es su perspectiva sobre las personas y las experiencias que dejaron una huella indeleble en sus flamantes seis décadas de existencia.
Tratándose de alguien que supo custodiar con celo los detalles de su vida privada, tienen un valor especial sus recuerdos de la infancia, en la que sobrevuelan la figura ausente de un padre al que nunca conoció y una madre postrada en una silla de ruedas. Un chico criado parcialmente por sus abuelos en Salford, en las afueras de Manchester, que se rebeló al destino de vuelo rasante que auguraban sus maestros en la escuela y que encontró en las mismas aulas a Peter Hook, su histórico compinche. El arte y la cultura siempre fueron un refugio, pero cuando descubrió la música compuesta por Ennio Morricone para los spaghetti westerns de Sergio Leone, cuenta, fue “como si dentro de mí se hubiera activado algún interruptor secreto que me hizo pasar de estar moderadamente interesado en la música a sentir una auténtica pasión por ella”.
Las canciones de Los Beatles, los Stones, los Kinks y Jimi Hendrix también modelaron el gusto de un adolescente autodidacta que empezó a descifrar ese nuevo lenguaje con una guitarra que le había regalado su abuelo. Fue testigo privilegiado del estallido punk y, especialmente, de un show puntual que “se ha convertido en un hito del patrimonio musical de Manchester de tal magnitud que, si todos los que afirman haber estado allí hubieran estado en realidad, habrían llenado Old Trafford”, se burla. Después de ver a los Sex Pistols en el Lesser FreeTrade Hall, ya nada sería igual. Poco tiempo más tarde, un joven punky que usaba una campera con la palabra “Odio” escrita en su espalda respondió a la convocatoria que habían pegado Sumner y Hook en una disquería. Se llamaba Ian Curtis y se iba a quedar con el puesto de cantante de Warsaw, que poco más tarde sería rebautizada Joy Division.
“Los Ángeles produjo a los Beach Boys. Dusseldorf produjo a Kraftwerk. Nueva York produjo a Chic. Manchester produjo a Joy Division”. La rotunda conclusión abre el capítulo 1, que narra la génesis de esa estética postapocalíptica que nació de las cenizas del punk, sí, pero también de un escenario muy particular. “Joy Division sonaba como Manchester: frío, disperso y, a veces, sombrío”, describe. “Nuestro mundo era de ladrillo rojo, suciedad y polvo”, agrega una decena de páginas más adelante. La ciudad que hoy se erige como una de las capitales del rock mundial ofrecía un panorama diferente a fines de los 70: la banda que colocó la piedra fundamental de la escena local creció como una flor en medio del desierto.
Si Joy Division fue un producto regional, entonces New Order fue el resultado de un proceso de apertura al exterior: para que la locura de Madchester tuviera lugar, Sumner y los suyos se internaron en los boliches de Nueva York y también de Londres, donde un nuevo arsenal de sonidos estaba siendo cocinado en tiempo real. Bajo el influjo de la vertiente electrónica que ya empezaba a asomar en Joy Division, el guitarrista se pasaba las noches en vela armando sintetizadores en su casa con las instrucciones de la revista ElectronicToday y películas como La naranja mecánica o 2001: Odisea del espacio, reproducidas en loop en su televisor. Era el “hacelo vos mismo” aplicado a un terreno completamente diferente. Y aunque debió vencer ciertas resistencias de sus compañeros de aventuras, Hook y el batero Stephen Morris, esa búsqueda fue el motor de una conmovedora reinvención.
En el imaginario colectivo, el escenario gris e industrial de sus orígenes se terminó tiñendo con los colores de la psicodelia house de Madchester. Y, en buena medida, lo anterior fue posible tanto por la obra de New Order como por su rol clave en el de- sarrollo del sello Factory y la disco The Haçienda. Esta última aventura atraviesa varios capítulos y pone al descubierto la clase de aprietos en los que se vieron envueltos, al punto de que una parte de las ganancias de su trabajo terminaban tapando el “agujero negro” de las finanzas de la Haçienda, que arrastraron a la propia banda en su pendiente hacia la bancarrota. Una mezcla fascinante de diversión y desaciertos que también cuenta 24 Hour Party People, la película de Michael Winterbottom con la que el libro por momentos parece dialogar.
Uno de los objetivos proclamado por el autor de estas memorias era el de aclarar algunos errores e imprecisiones de Bernard Sumner: Confusion, la biografía de David Nolan. Pero New Order, JoyDivision y yo se puede leer, en verdad, como el testimonio del guitarrista y cantante sobre las relaciones que marcaron su trayectoria artística y vital, principalmente la amistad que lo unió a Ian Curtis y a Peter Hook. El suicidio de Curtis, con toda su pesada y enigmática carga, le puso punto final a la primera. En el caso del bajista, o Hooky, como lo llama a lo largo del texto, va de las andanzas juveniles en Salford hasta su salida de New Order, que suena como un amargo ajuste de cuentas. Un punto de vista subjetivo y privilegiado, con el que Sumner pone en palabras una serie de vivencias únicas.
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