Domingo, 5 de octubre de 2003 | Hoy
Los escritores son personajes de novela. Por lo menos para Rubem Fonseca, Leonardo
Padura Fuentes, Germán Espinosa, R. H. Moreno-Durán, Alberto Manguel,
Julio Paredes y José Saramago que aceptaron la oferta de escribir sobre
la base del siguiente pedido: género policial, con un escritor de literatura
como protagonista y, preferentemente, que figure en el título del libro.
La convocatoria inicial fue en portugués y Editora Companhia das Letras
publicó en el 2000 El enfermo Molière de Rubem Fonseca, primer
volumen de este experimento literario. Este buen comienzo fue escoltado por
Adiós, Hemingway de Padura, Rubén Dario y la sacerdotisa de Amón
de Espinosa, Camus, la conexión africana de Moreno-Durán, Stevenson
bajo las palmeras de Manguel, Cinco tardes con Simenon de Paredes y Alejandro
Dumas como protagonista de la novela que le corresponde a Saramago.
Ahora, sin embargo, no hace falta leer aquellos libros en portugués ya
que en estos días la editorial Norma lanzó los dos primeros títulos,
El enfermo Molière y Adiós, Hemingway en una colección
con el inquietante título de “Literatura o muerte”. Opción
que valida pensar en próximas apariciones.
Ejercicio de estilo
Es bonito imaginar esta propuesta de editores a autores conocidos y consagrados
como una respetable y prestigiosa clínica de escritura a distancia. Participar
de ella, pues, tiene ciertas reglas que los escritores se aprontan a cumplir.
Siguiendo la misma línea imaginativa, es difícil figurarse a Rubem
Fonseca como una persona obediente. Más fácil es encuadrarlo en
esa clase de hombres que hacen lo que quieren, cuándo y cómo le
vienen las ganas. Sobre todo, esta especulación se basa en su historia
personal, que está plagada de decisiones extremas que lo hicieron abandonar
todo y dedicarse a la literatura. José Rubem Fonseca nació en
1925 en Minas Gerais, pero vivió desde muy pequeño en la ciudad
de Río de Janeiro. Graduado en Derecho, en diciembre de 1952 inició
la carrera de policía, como comisario en el distrito 16 en un barrio
de Río.
La mayor parte del tiempo que pasó como miembro de la fuerza se dedicó
al servicio de relaciones públicas de la policía carioca, algo
así como un oficinista uniformado que se dedicaba a observar a sus compañeros
de trabajo e investigar las tragedias humanas que no estaban en la superficie
de los expedientes. Todo este material fue sedimentando y resultó el
punto de partida de su posterior vocación literaria. Porque en 1958 Fonseca
fue exonerado del cuerpo de la policía para pasar a formar parte del
campo de literatura.
En 1963 publicó Los prisioneros, su primer libro de cuentos, y abrió
una nueva foja en la historia literaria latinoamericana. Desde sus comienzos,
en la década del ‘60, hasta este último libro, la producción
de Fonseca es frondosa y destacablemente buena. Con una postura muy decidida
sobre el papel del literato en la sociedad que queda en evidencia en una cita
de su novela Pasado negro y que dice que “el escritor debe ser esencialmente
un subversivo y su lenguaje no puede ser ni el lenguaje mistificatorio del político
y del educador, ni el represivo del gobernante. Nuestro lenguaje debe ser el
del no conformismo, el de la no falsedad, el de la no opresión”,
Fonseca emprendió, una vez más, la tarea de unir dos pasiones:
la investigación y el género policial.
De cómo Molière murió envenenado
Una reseña sobre una novela policial debe respetar un principio de buena
fe: no contar el final. Pero sí puede hacer dos movimientos al unísono,
a saber: trazar una breve sinopsis argumental y volver a pensar el texto en
la línea de la tradición del género policial. En el caso
de la novela de Fonseca, el final reviste la importancia obligatoria en este
tipo de libros, ya que el desarrollo de latrama casi es un pretexto para dar
una solución, ubicada en las últimas páginas. Respetuosa
del esquema, la novela abre con un narrador que asiste a la muerte del dramaturgo
francés. Luego de la función de la obra El enfermo imaginario,
su autor y protagonista principal –Molière representaba este papel–,
notablemente debilitado, se retira al camerino y le susurra a su amigo Marqués,
narrador y único personaje inventado del texto, que ha sido envenenado.
Jean Baptiste Poquelin muere en pecado, ya que el Marqués no logra que
ningún religioso le dé la extremaunción. ¿Por qué
no buscó un médico para la urgencia y salió disparado en
busca de un cura? Es la pregunta que este personaje se hace, con culpa y sorpresa.
A partir de este momento comienza el relato de la investigación. Develar
quién mató a Molière no parece tarea fácil, ya que
el comediante tenía enemigos por todas partes. En sus farsas no se privó
de criticar a todos y cada uno: impúdicos arribistas, religiosos hipócritas,
médicos inescrupulosos e ignorantes. Sumado a esto, la envidia de los
otros autores de teatro que no la pasaban nada bien con el éxito del
autor de Tartufo. De aquí en más, el narrador sigue varias pistas
con bastante poca arte para la investigación: “Jamás podría
desempeñar un oficio como el de La Reyne (jefe de policía de París),
pues me falta la capacidad de establecer los nexos más simples entre
datos disponibles para la solución de un enigma”, se disculpa el
supuesto detective de esta novela.
Por lo tanto, contando con tan pocos recursos, la novela hace otro movimiento
mucho más interesante. Si nos interesamos por el policial, el caso se
resuelve con el potente motor que alguna vez prendió Edgar Allan Poe
sin prever que inauguraba un género nuevo, sin saber la vasta sombra
que esa historia proyectaría, como explicó alguna vez Bioy Casares.
A lo que se dedica Fonseca, entonces, es a la reconstrucción de una época.
Al delicado entorno de intrigas, muertes, amantes y hechiceras que convivían,
no sin tensión, durante el reinado de Luis XIV. Es la historia de la
Compañía de Molière, tan conocida como la Troupe de Roi,
ya que el rey se encargó de patrocinarla y el éxito se llevó
la vida de su creador.
La isla
Es lícito especular que para el escritor cubano Leonardo Padura Fuentes,
autor de Adiós, Hemingway, siempre es un desafío abordar el género
policial. No tanto por su propia obra narrativa, que ha incursionado en las
novelas de detectives, obteniendo el Premio Internacional de Novela Negra en
1995 por Máscaras y el Premio Hammett en 1998 por Paisaje de otoño,
entre otros, sino porque vive y escribe en un país que no le ha dado
mucha importancia a la literatura policial.
Mejor dicho: en Cuba no existe una tradición de novela policíaca,
como en Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Pero los memoriosos podrán
objetar que existieron autores como Lino Novas Calvo, aunque no dejarán
de recordar que sus publicaciones de cuentos de ficción en la revista
Bohemia estaban travestidos de reportajes que dificultaban su lectura como puro
invento.
Es verdad también que en los setenta, tan políticos y soviéticos
en la isla, la literatura policial se cargó de un tinte moralizador:
buenos contra malos, detectives de conducta intachable y finales aleccionadores.
Mucha política y poca literatura, para decirlo en pocas palabras.
Contra esta pequeña pero pesada historia del género es que Padura
se lanza a escribir algo nuevo, aunque eso sea literatura policial. “Yo
sé que mis libros en muchos casos no son del gusto de determinadas personas
que piensan que ésa no es la manera en que debe escribir un escritor
cubano. Pero lo importante es que me permitan hacerlo y seguir viviendo en Cuba,
que es una opción que yo he decidido”, declara con férrea
convicción el autor de Viento de Cuaresma. Como los buenos escritores,
Leonardo Padura inventa su detective fetiche, Mario Conde, y lo hace resolver
los enigmas de la tetralogía Las cuatro estaciones. Pero siguiendo la
línea de los mejores, en Paisaje de otoño (1998), el último
texto de esa formación, el detective se retira y el autor consiente que
Mario Conde se aleje de la investigación y se dedique a la literatura.
Entonces, la apuesta se redobla en Adiós, Hemingway: se trata, una vez
más, de sembrar la semilla de la maldad, el crimen y la injusticia en
el campo de la literatura cubana; hacer tradición mientras se escribe
y, al mismo tiempo, resucitar al muerto. Mario Conde, un poco más viejo
y cansado, está de nuevo haciendo de las suyas. Para Padura fue necesario
que su detective fuera un tipo decente pero no carente de contradicciones. Cada
caso es, además, un problema de conciencia y se respira un perfumado
desencanto de la situación cubana contemporánea.
A través de Conde se retrata la primera generación educada en
el socialismo cubano con la convicción de que era la gran solución
a los problemas de la humanidad. En muchos aspectos esta certeza tuvo su desmentida
y el ambiente cultural cubano no estuvo al margen de la crisis económica
de los años noventa.
Nuestro Jeminguéy
Ernest Miller Hemingway llegó a La Habana en 1928 por primera vez y en
total vivió allí 22 años, entre un cuarto alquilado en
el hotel Ambos Mundos y la Finca Vigía. No sólo fue su residencia
adquirida después de andar en guerras europeas, sino que fue el lugar
en donde escribió sus obras mayores: parte de Por quién doblan
las campanas, A través del río y entre los árboles, El
viejo y el mar, París era una fiesta e Islas en el Golfo.
Por su parte, para Cuba la presencia del escritor norteamericano no fue intrascendente.
Se puede decir que tanto en el mundo intelectual como en la oferta turística,
el autor de Tener y no tener pasó a manos cubanas. Su apellido perdió
la fonética originaria y pasó a ser palabra aguda con una jota
sin aspiraciones, al tiempo que ganó una miríada de investigadores
y estudiosos cubanos dedicados a exaltar su figura de modo casi religioso.
También para el turismo Hemingway dio ganancias: el bar a donde iba,
la baqueta en donde se sentaba, el trago que tomaba en el Florida, el cuarto
en el hotel, el restaurante con el pescado como le gustaba, la Finca y el museo,
las riñas de gallos y demás placeres del escritor son visita obligada
para todos los visitantes.
Una vez más nada de esto le interesa a Padura. O le importa para hacer
todo lo contrario. En Adiós, Hemingway lo que se cuenta son los últimos
días del escritor. Cuando no tiene más fuerza, le falla la memoria
y la concentración no abunda y no puede escribir. En ese momento, Mario
Conde era un niño que conoció al escritor yendo con su tío
a una riña de gallos. Ese recuerdo es el que se desata juntamente con
el presente de la investigación sobre el hallazgo de un cadáver
en la Finca Vigía con el que Conde regresará a pensar menos la
resolución del enigma que la realidad cubana. Cuando el policía
mira el mar para concentrarse en la resolución del caso, no puede evitar
reflexionar sobre los balseros y el éxodo cubano a Estados Unidos, principalmente.
Pero no observa sólo una orilla: del otro lado se exagera con sentido
político la inmigración cubana en Miami. La presencia de estos
problemas es tal que el propio Padura desconfía un poco de su literatura:
“He llegado a considerarlos falsos policiales, porque aparentemente en
la trama se está leyendo una novela policíaca pero cualquier lector
poco avisado se da cuenta de que la trama es muy endeble, está muy en
función de decir otras cosas”.
En Adiós, Hemingway todas las deudas están saldadas. La literatura
y su buena relación con el género y con la vida, la desmitificación
de la figura de Hemingway y el regreso impecable de Mario Conde. Pero hay otra
yes aún más personal. En 1984, Norberto Fuentes, autor de Condenados
del condado (1968), la impecable crónica sobre la lucha contra las bandas
contrarrevolucionarias en las montañas de Escambray, publicó Hemingway
en Cuba con prólogo de Gabriel García Márquez. Desde las
páginas de Juventud rebelde (diario en que salía el famoso suplemento
cultural El Caimán Barbudo), un muy joven Leonardo Padura celebra la
aparición de este libro y escribe: “Hemingway ha vuelto a vivir
entre nosotros: le debe su resurrección a este libro”. Quién
mejor que él mismo para, después de casi veinte años, matarlo
de una vez.
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