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Domingo, 12 de octubre de 2003

RESEñA

El pintor de la vida moderna

MALRAUX, UNA VIDA
Olivier Todd

Trad. Encarna Castejón
Tusquets
Barcelona, 2003
746 págs.

POR JORGE PINEDO

Novelista romántico, comunista fugaz, saqueador arqueológico en Camboya, editor en Hanoi, coronel republicano en España, serpiente cobra, explorador, trotskista osmótico, conquistador del palacio de la Reina de Saba, mitómano, stalinista a destajo, oportunista, crítico de arte, cometa de cola larguísima, filósofo frustrado, tanquista sin tanque, patafísico, ensayista, profeta retroactivo, maquis, alcohólico recuperado, ministro de Cultura de De Gaulle, francés recalcitrante, monologuista torrentoso, mítico: André Malraux (1900-1976).
Hacer del personaje una estatua es el perenne riesgo del biógrafo, siempre al filo de perder de vista la estatura del biografiado. Olivier Todd (Neuilly-sur-Seine, 1929) gambetea con destreza semejante acechanza con el oficio crítico que le dispensan años de experiencia al frente del semanario L’Express no menos que su semblanza de Albert Camus. Tampoco en vano, las copiosas setecientas cincuenta páginas de Malraux, una vida se equiparan al Freud de Peter Gay, al Joyce de Ellman, al Faulkner de Blotmner o al Proust de Diesbach. Una escritura en apariencia presurosa, de frases cortas sin llegar a ser minimalistas, refresca por contraste la morosa cadencia malrauxiana que ilustra el historial.
Sin condescendencias, Todd arremete contra su personaje desde una posición historiográfica ineludible (“En la inmortalidad de las palabras, la historia es más bella a las puertas de la leyenda”) si se apunta en forma explícita a permanecer a su favor: “Se lo había imaginado tantas veces que era casi lo mismo: ni verdadero ni falso sino ‘vivido’ en la realidad superior de lo fabuloso histórico. Su verdad, a ritmo acelerado, alcanzaba y dejaba atrás a lo real; basta con convencer a los demás antes de convencerse a sí mismo, o al revés”. En esta tesitura, el biógrafo adquiere catadura suficiente a fin de discurrir sobre la retórica del Premio Goncourt 1933: “Malraux recurría de buena gana a fórmulas del tipo ‘x no es y, que es algo completamente distinto’, sin que su autor definiera x o y”. Abarca entonces elementos de teoría y crítica literaria hasta adentrarse en el work-in-progress del autor de La condición humana (“modelaba su manuscrito como un alfarero modela la arcilla y da forma a una vasija, como un pintor prepara un collage. A menudo pasaba de la primera a la tercera persona: ‘Yo soy los otros’”).
El mero acontecimiento adquiere hondura no menos humana que estética, escapa al ordinario cronológico a fin de avanzar en las lógicas internas que rigen una producción artística determinada; dado el caso, el método apofántico: “Un procedimiento teológico que define a un ser o una cosa por lo que no son: ‘Pero Stalin no significa nada frente a Dostoievski, ni tampoco frente al genio de Mussorgski’”.
Panóptico literario de una vida literaria, el Malraux de Olivier Todd resulta tan francesamente (auto)crítico que desentraña las razones, no menos oscuras que profundas, por las cuales el autor de las Antimemorias supo erigirse como un paradigma funcional a la Francia del siglo XX: “con Malraux no sólo resistimos, liberamos París y Estrasburgo, sino que ayudamos a la España republicana, somos de izquierda y de derecha, Sartre y De Gaulle casi se van a vivir juntos, Francia entera, divergencias zanjadas, reconcilia la acción y el sueño. Y además, nuestro país no es ya una potencia geopolítica, pero queda un poder intelectual; así que un escritor, personalidad genial, bien vale unas cuantas mentiras, normalizaciones del texto dirían los filólogos, y la misa laica en el Panteón”.
A confesión de parte relevo de pruebas; cae la teoría sexual infantil según la cual a los intelectuales los traen de París. Por estas playas alguna vez alguien osó afirmar que Ernesto Sabato era el André Malraux argentino. Afirmación mendaz ya que, se comprueba, el narrador francés jamás en su vida pintó un cuadro.

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