El verano de nuestro descontento
UNA DANZA PARA LA MUSICA DEL TIEMPO: Verano
Anthony Powell
trad. Javier Calzada
Anagrama
Barcelona, 2001
628 págs., $ 30
Por Juan Ignacio Boido
Hace un año y cinco presidentes, llegaron a la Argentina, con medio siglo de retraso, las primeras tres novelas del ciclo Una Danza para la Música del Tiempo de Anthony Powell. Si se les hubiese dado toda la importancia que ameritaban, seguramente se hubiese cometido la injusticia de evocar los talentos de sus contemporáneos más divulgados para dar una somera idea de las satisfacciones que deparaba el volumen: se podría haber hablado de la sutilísima sátira social de Evelyn Waugh, de la incorruptible humanidad de Somerset Maughan, de la discreta inteligencia de Iris Murdoch, de la gracia liviana de Ian Fleming, de la modesta maganimidad de Anthony Burgess, de la sobriedad con que Graham Greene ilumina las habitaciones más oscuras del alma humana. Pero así y todo, hubiese quedado flotando esa cualidad inasible que conforma el hilo conductor de las novelas y, sin duda, se erige como su cualidad distintiva: la ductilidad con que hilvana las vidas de un centenar de personajes, alejándolos y acercándolos a lo largo de los cincuenta años que abarcan sus doce libros, sin perderse jamás en la madeja de la chismografía criptográfica o sucumbir a las vulgaridades del virtuosismo.
Toda buena novela inglesa parece destinada a ser, lo pretenda o no, una novela social. La sola aparición de un personaje obliga a entender el complejo entramado en el que se mueve: un entramado conformado, como decía el mismo Powell, por innumerables costumbres que no son susceptibles de ser simplificadas, en tanto el doble sentido y la ironía, presentes en todas las clases sociales de la isla, trastornan el énfasis normal del lenguaje escrito. El acierto con que Powell se mueve sobre ese entramado es lo que convierte a Una Danza para la Música del Tiempo en uno de los proyectos literarios más peculiares del siglo XX. Tomando el nombre de un cuadro de Nicolás Poussin, en el que las cuatro estaciones bailan en ronda tomadas de la mano al ritmo del arpa tocada por el Padre Tiempo, las doce novelas del ciclo –tres por estación, escritas y publicadas entre 1951 y 1975–, sigue a través de Nick Jenkins –alter ego de Powell– a un grupo de compañeros de colegio desde mediados de la década del 20 hasta la llegada del thatcherismo, registrando en simultáneo las transformaciones sociales europeas y las vicisitudes que la vida ofrece con igual generosidad en cualquier época y lugar.
Tras el primer volumen inaugural, Primavera, las tres novelas dedicadas al Verano –En casa de Lady Molly, El restaurante chino Casanova y Los bondadosos– recorren, dentro de ese espectro casi completo que fue el período de entreguerras, los temas que fueron dando forma, o más bien iluminando, la vida cotidiana, con la deferencia de no convertirlos en meros tópicos sociológicos apenas escondidos bajo la literatura: el derrumbe de las viejas formas imperiales, la consolidación de la economía financiera, el impacto del psicoanálisis en el pensamiento intelectual, los efectos de las primeras vanguardias del siglo sobre las nuevas generaciones de artistas, la esplendorosa explosión de la industria cinematográfica, el fervor (y la indiferencia) por la Guerra Civil Española, conviviendo todos en una Europa Occidental que asiste entre impávida y negligente al sostenido ascenso de un cabo alemán.
El dominio completo del diálogo como arte, el poder evocativo de la prosa, la musicalidad visual –incluso en traducción– de las escenas enlas que aparecen y desaparecen personajes, como un hilo que entra y sale de la tela que finalmente terminará dibujando el tapiz, terminan conformando las virtudes con que Powell conquista el realismo decimonónico para hacerlo penetrar en el siglo XX y estallar en una compleja red de atomizaciones y relatividades, regida por una aparente teoría del Caos, pero sabiendo que el Tiempo termina ordenando, aunque más no sea con sorna, las irrefrenables fuerzas que sojuzgan a la vida.