Mucho menos que cero
Twelve
Nick McDonell
trad. Gemma Rovira
Anagrama
Barcelona, 2003
256 págs.
Por Mariana Enriquez
En EE.UU., la novela Twelve del jovencísimo Nick McDonell (20 años) es celebrada como un texto sintomático que captura el espíritu y la cultura de la generación post-Columbine –la secundaria de Littleton, Colorado donde dos adolescentes asesinaron a trece de sus compañeros–, y que construye nuevos lenguajes, como hace veinte años lo hizo Menos que cero de Bret Easton Ellis. Pero aunque Twelve es un debut notable, de escritura sólida y solvencia narrativa, no es más que una reescritura de Menos que cero, casi un homenaje, y como tal se trata de un anacronismo, que repite temas y estilo: las drogas, la apatía, los hijos de la alta burguesía, las fiestas y el sexo en una escritura cortante, “cinematográfica”, seca, directa, distante.
El protagonista de Twelve es White Mike, un dealer vagabundo, ex estudiante brillante que se está tomando un año sabático antes de entrar a la universidad. Desde el nombre, White Mike (Blanco Mike) constituye un doble aumentado de Clay, el protagonista de Menos que cero. En la novela de Easton Ellis, todo el que se cruza con Clay le dice invariablemente que está muy pálido, pero hacia el final logra el bronceado que lo devuelve a su ambiente originario, la clase alta de Los Angeles; en Twelve, White Mike permanece blanco hasta el final, en sintonía con el invierno neoyorquino y su presencia de testigo fantasmal en una ciudad espectral, post 9/11. El mecanismo de reproducción y redoble de la apuesta es constante, y evidente desde el título: si la novela de Easton Ellis toma un número negativo, la de McDonell asciende hasta más de diez; la droga de esta novela es el twelve, un químico de diseño, no la cocaína de Menos que cero, y en ambas novelas, los personajes vagabundean en busca de ellas; el consumo y la enumeración de marcas es constante; los protagonistas miran con horror a los expulsados –White Mike a los sin techo, Clay a los mexicanos–; el flashback es el recurso narrativo de escape hacia la inocencia de la infancia, y ambas aparece en cursiva. Los jóvenes de Twelve son los hijos de los ya adultos de Menos que cero, pero la canción sigue siendo la misma. Incluso en los casos de White Mike y Clay, los testigos del horror, que por su distancia sobreviven: Clay vuelve a la Costa Este, White Mike se va a París, con una nueva aplicación del redoble.
Pero si para Easton Ellis lo más aterrador es “mezclarse”, para McDonell, “mezclarse” es sinónimo de muerte. Así, el dealer blanco que se aventura al ghetto negro rápidamente será asesinado en las primeras páginas. Si en Menos que Cero los jóvenes ricos descendían a los arrabales y participaban de actividades clandestinas, los de Twelve apenas juegan a imitar los modos de la clase baja, como Mark y Timmy, dos adolescentes que hablan la jerga de los negros aprendida en MTV. Por ejemplo, durante una fiesta, un chico incendia un tacho de basura. El resto de los invitados, todos adolescentes, bajan a la calle y McDonell escribe: “Hacían como que eran vagabundos alrededor de la hoguera del cubo de basura”. El recorte clasista de Menos que cero se repite en Twelve; nada se sabe de los que no “padecen” la satisfacción económica.
Si algo expone Twelve es la fuerza del conservadurismo en el estrato social elegido: en Menos que cero estaba presente la ambigüedad sexual, la homosexualidad e incluso la prostitución masculina, pero en Twelve, los jóvenes apenas tienen sexo de algún tipo. No se atreven al margen, no se arriesgan. White Mike puede vender drogas y, cuando termine susvacaciones, ir a la Universidad, un destino muy diferente al de Julian de Menos que cero –adicto que se prostituye para financiar su adicción– que difícilmente podrá regresar de su descenso a la clandestinidad. La espiral de violencia final de Menos que cero está relacionada con el desenfreno y la amoralidad: comienza con el visionado de películas snuff, continúa con crímenes sexuales; en Twelve, la violencia nuevamente es más conservadora y está relacionada con el armamentismo y el exterminio del diferente.
Quizá habría que leer Twelve como un exponente muy logrado de una nueva tendencia casi excluyente en el realismo norteamericano: el Apocalipsis Adolescente. La inauguraron Menos que cero y también Rabia de Stephen King, y desde entonces se reproduce en todos los medios, especialmente en cine, con los films de Larry Clark, el reciente Elephant de Gus Van Sant o A los Trece de Catherine Herdwicke, y en música, con las canciones de Korn o Marilyn Manson. Como novela de Apocalipsis Adolescente, Twelve se une a un corpus que no ofrece demasiadas variaciones, y gira alrededor de la figura del adolescente rico con una escopeta, del hombre blanco armado, o del joven abúlico frente a la pantalla, obsesionado por los videojuegos, la televisión, las drogas y el sexo. En este sentido, Twelve no es la obra maestra del Apocalipsis Adolescente; quien mejor trabaja esta tendencia es Dennis Cooper, con su exploración macabra del deseo, sus adolescentesobjeto y un estilo explícito que lo acerca al Marqués de Sade. En cambio, Twelve es la novela de un buen estudiante de Easton Ellis; no hay modificaciones estilísticas ni una nueva mirada, apenas un debut casi demasiado correcto de un escritor abrumado por sus influencias, con una literatura tan conservadora como sus personajes.