libros

Domingo, 22 de febrero de 2004

Papelones de antología

 Por Rodrigo Fresán

Para empezar a discutir este oscuro asunto, una cosa está clara: la práctica de la literatura es una actividad privada, solitaria, secreta. El lector –el espectador de la cuestión– no tiene por qué saber mucho sobre el escritor. No hace falta. Y si se siente especialmente curioso, ahí están las biografías o Internet. A diferencia de lo que ocurre en otras ramas de la cultura y del arte, en la literatura la obra aparece muy separada del obrero. No hace falta que el mago haga una reverencia luego de haber realizado su magia blanca o negra. Y tampoco es que haya mucho para ver: una persona sentada inclinada sobre papel y pantalla con mala postura y más o menos buenas intenciones.
Aun así –de un tiempo a esta parte, y cada vez con mayor intensidad– se le pide al escritor más y más veces (algunos contratos con editoriales llegan a reclamarlo como cláusula inviolable) que aparezca, se muestre, opine, sea una figura pública porque los alquimistas del marketing han dictaminado que un escritor fácil de reconocer es más fácil de vender –de ahí que por estos días un escritor muerto “valga menos”– y ya no es suficiente la distante familiaridad de la foto de solapa. Ahora hay que presentar libros propios, ajenos, participar de congresos y de rectangulares mesas redondas, escribir en los medios sobre no-ficciones para volver más atractivo lo ficticio y, si se puede, conseguir un papelito en una película o casarse con una estrella del cine.
Tal vez la culpa de todo la tenga el inventor de la fantasmada en cuestión, Charles Dickens, quien –cualquier excusa era buena para no estar en casa con una esposa a la que detestaba– se embarcaba en continuos tours y lecturas en las que, de algún modo, se convertía en actor de sus propios libros ovacionado por multitudes. El que semejante esfuerzo acabara matándolo –un contemporáneo diagnosticó su muerte como “suicidio por lectura en público”– no significa que Dickens lo hiciera mal. Todo lo contrario: parece que era genial –hacía llorar hasta a los candelabros– al leer el fragmento de The Old Curiosity Shop en que se descubre que la pequeña Nell ha muerto. Lo que no impide, claro, que no abunden los escritores como Dickens. Y es que por lo general, los escritores no suelen pasarla bien en los auditorios (a menos que esta actitud se profesionalice hasta extremos patológicos: ya hay profesores de actuación especializados en escritores que los preparan y los acompañan en las giras); y así tenemos el detallado registro de inolvidables papelones de Francis Scott Fitzgerald, Truman Capote, Ernest Hemingway y Charles Bukowski, por citar a unos pocos a la hora del qué hago yo aquí, del qué he hecho yo para merecer esto, o del rompan todo.
Sí, la situación es compleja: los escritores quieren estar solos y, al mismo tiempo, ser reconocidos por multitudes. Pero Salinger hay uno solo y hay lugar para un solo Salinger, quien –sus privilegiados royalties así se lo permiten– ha llegado al extremo de no publicar lo que, se supone, sigue escribiendo sin necesidad de lectores, de salir a buscarlos y, ay, encontrarlos.
Una reciente antología editada por el poeta Robin Robertson –un libro terriblemente divertido– se preocupa por el estigma y el síntoma bajo el título de Mortifications: Writer’s Stories of their Public Shame (Humillaciones: Relatos de escritores sobre sus vergüenzas en público, la portada muestra un grabado de Goya donde un burro lee un libro); y solicita a setenta escritores contemporáneos que narren su momento más terrible en público. Y todos no demoran en recordarlo porque, claro, jamás podrán olvidarlo.

PASAR AL FRENTE
Malos tragos y pésima digestión. El poeta Simon Armitage lo explica en su breve ensayo con tan envidiable como, se nota, curtida precisión: “La literatura ofrece un infinito de oportunidades para la humillación y la vergüenza, porque opera en esa frontera donde el pensamiento íntimo se enfrenta a la respuesta del público. Los eventos literarios ‘en vivo’ constituyen el frente de batalla, la línea en la que se enfrenta lo que se escribe con lo que se lee. En ocasiones, estos dos campos se combinan con gracia, en otras se repelen como el agua y el aceite, y a veces resultan en un cocktail asqueroso”. De la lectura de las múltiples anécdotas del libro, se comprende enseguida que las humillaciones de los escritores fuera de sus escritorios se precipitan alrededor de varias situaciones recurrentes. A saber: 1) que no vaya nadie (el caso de Rick Moody o de Carl Hiassen, a quien los dueños de la librería terminan pidiéndole que firme... una silla); 2) que, sin previo aviso, te descubras sentado a una mesa junto a un colega que te odia desde siempre o al que vas a odiar en cuestión de minutos; 3) que vayan nada más que esas personas a quienes no quieres ver por nada del mundo (y que incluyen, como bien recuerda el poeta Mark Doty, a seres que creen saberlo todo sobre uno, que en ocasiones sí lo saben todo, y que no vacilan en ilustrar a la concurrencia con nuestras más tristes erratas en la vida y la obra); 4) que vayan varios locos (las anécdotas más divertidas y aterradoras del libro, incluyendo a un desconocido que le pide a Elizabeth McCracken que se case con él, o a una dulce ancianita que no deja de repetir en voz alta que sus libros son “una verdadera mierda”, o a los inevitables modelos “Yo soy el personaje de tu libro” o “Deberías escribir una novela sobre...”); 5) que el escritor esté borracho hasta el vómito o nervioso hasta las náuseas y que acabe comportándose de manera poco correcta (Michael Ondaatje recuerda la anécdota de la escritora famosa que interrumpió su lectura diciendo que tenía que hacer una llamada urgente, corrió al baño a vaciar sus tripas y, al volver al escenario, descubrió que había estado todo el tiempo con el micrófono inalámbrico de su solapa encendido y amplificando para delicia de sus fans); y 6) que la persona que te entrevista y/o presenta no haya leído tu libro o que, directamente, te confunda con otro escritor, o que te pregunte por cualquier tema que no sea tu libro (como el británico William Boyd, quien pasó todo un programa de televisión norteamericana obligado a evocar, para su propio asombro, la figura de la recién fallecida Santa Dianita de Gales por el solo hecho de estar presentando una novela llamada The New Confessions, título que los presentadores entendieron como non-fiction de escándalos sobre la realeza).
Menos abundantes son los casos en que el escritor se presenta atormentado por las multitudes. El breve ensayo del anarco-escritor Chuck Palahniuk es, en el contexto del libro, literalmente repelente: luego de “asombrarse” porque la gente haga cola y duerma desde la noche anterior frente a la librería donde él va a aparecer; de experimentar la “ansiedad” de que su coche sea atacado por fans al más puro estilo beatlemanía; y de recordar cómo un lector que no pudo entrar a un auditorio lleno hasta los bordes llamó a la policía diciendo que allí había una bomba para que se suspendiera el acto (o él o nadie), el autor de El club de la pelea cuenta que en una ocasión un lector se acercó al estrado y, luego de sonreírle, agradecido y emocionado, vomitó. Y Palahniuk lo entendió como un acto de amor.

RETIRADA
La verdad es dura y cruel y –como suele ocurrir con tantas cosas en la vida– lo mejor de la experiencia tiene que ver con el momento anticipatorio de que algo delicioso puede llegar a suceder o con el recuerdo agrio de otra buena historia para contar. Entre un extremo y otro yace ese agujero negro y noche blanca del espanto. Y lo peor de todo es que las constantes se mantienen invariables, eternas, inescapables. En el pequeño ensayo que abre Mortifications, la canadiense Margaret Atwood advierte que “las humillaciones nunca cesan” y las divide en tres períodos reconocibles: la edad antigua (cuando no eres nadie y, paradójicamente, todo duele más), la edad media (cuando comienzas a ser alguien conocido y todo duele más), y la edad moderna (cuando eres rico y famoso y premiado y, paradójicamente, todo duele más). Lo único que mejora son los hoteles y los restaurantes. Un poco.
De ahí que la sabrosa y escalofriante lectura de Mortifications recuerde un poco lo que le sucedía a Bill Murray, atrapado en el sádico loop de un día eterno, en Hechizo del tiempo. Nada se pierde a la hora del sufrimiento porque nada se transforma. Y el desfile de nombres en las páginas de este libro –que incluyen entre muchos a John Banville (ver aparte), Julian Barnes (quien, nervioso debutante, cuando le presentan a su nuevo editor, olvida el título de su propio cuento en una antología a punto de salir y el editor se da media vuelta y adieu), Jonathan Coe, William Trevor, Edna O’Brien, Charles Simic, Roddy Doyle, Irvine Welsh, James Wood, D.B.C. Pierre y, hey, ¿dónde está el tan humillado Martin Amis?– produce la sensación pesadillesca de que a la hora de ser golpeados todos los escritores son iguales y que los golpes son siempre los mismos. De acuerdo, hay momentos especialmente dolorosos y acaso irrepetibles (como cuando la esposa de Rupert Thomson lo confunde en una foto con otro escritor... con Jeanette Winterson, para ser precisos), o que te den a firmar un libro que ya tiene tu firma y tu dedicatoria para alguien que pensabas era tu mejor amigo. Pero son los menos. En sus presentaciones públicas, todos los escritores hablan esperanto y cometen el mismo error y lo que varía –la razón para celebrar este libro negro– es el estilo y la prosa para recordar sin demasiada ira y con bastante humor.
Cerca del final de Mortifications, el británico John Lanchester define el despropósito con las palabras justas: “Los eventos –así los llaman los editores– incluyen a las firmas de libros, las lecturas de libros y las presentaciones de libros y a los programas de libros. Todos tienen una tendencia hacia el desastre”. Así que, por eso, de algún modo, todas las historias sobre el tema son la misma historia, y todas se producen por la misma causa. Lo cierto es que el asunto está basado en un error. Y ese error es la idea de que queremos conocer a los autores que admiramos, porque suponemos que al verlos en persona percibiremos algo extra e imprescindible que no está en sus libros, algo que completa la experiencia de haberlos leído. La creencia de que el escritor es la “cosa real”, mientras que lo que escribe es una especie de excrecencia. Lo que no es verdad. La obra es la “cosa real” y es a ella a quienes los lectores deben dedicar su atención. El autor en sí mismo es una distracción, un malentendido, una equivocación: alguien que debe ser leído –escuchado– pero no visto. Si quieres conocerlo, la página es el mejor sitio para la cita. El repetido fracaso para percibir esta obvia realidad es el motivo de que las presentaciones de libros tiendan a salir mal; y la melancólica verdad es que, cuando salen bien, tienden a ser muy aburridas.
“No nos une el amor sino el espanto”, escribió un escritor que –tal vez tuviera que ver el hecho de que no veía– era muy bueno a la hora de manifestarse en público.

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