Domingo, 28 de marzo de 2004 | Hoy
“Si el mundo no es más que una
objetivación exteriorizada de mi yo,
claro es que poseo el derecho absoluto de transformarlo a mi manera.”
Leopoldo Lugones, “La moral del arte”,
La Montaña Nº 5.
“...programas completos de restauración o renovación
(lo mismo da) política, religiosa, doméstica, cívica, artística,
agronómica, astronómica... Programas de una ‘rareza’
y de un énfasis contundente, defendidos a gritos, en tono mayor, por
ser –precisamente– los ‘excepcionales’, los únicos”.
Deodoro Roca, “Boxea con su sombra”,
20 de julio de 1931.
La ciudad letrada –dice
Angel Rama– fue construida, una y otra vez, por las elites culturales,
contra la ciudad real. Mientras ésta era multiforme y polifónica,
desordenada y asimétrica, cada generación intelectual fue soñando
formas de ordenarla, unificarla, hacerla comprensible y atenuar su peligrosidad.
No es difícil encontrar en Lugones la preocupación por la construcción
de modos clasificatorios, organizativos y capaces de fijar lo que de otro modo
sería elemento de incertidumbre. De hecho, es un consecuente escritor
de planes, de programas, de recomendaciones arquitectónicas, de estrategias
de lectura y de diccionarios. Lleva al extremo la tentación de estar
junto al poder y reconstruir la ciudad letrada. Lo hace como periodista, funcionario,
ensayista y, muy especialmente, como planificador.
El desorden es, entre otras cosas, antiestético. Y Lugones, como ha dicho
Marcos Mayer, “sostiene la configuración de la realidad a partir
de premisas estéticas”. De allí la insistencia en el problema
urbano, en la cuestión de cómo construir una ciudad bella, simétrica
y racional: se trata de las estatuas, de los templos, de los parques y de las
avenidas. También de las catedrales, las plazas y los edificios públicos.
Ordenar la ciudad es una aspiración constante. Como lo es ordenar el
idioma, señalar los usos correctos, las interpretaciones válidas,
hacer etimologías, y demostrar el conocimiento de todos sus términos.
La política, en tanto disputa por el destino de los asuntos públicos
y por la organización de la voluntad colectiva, se pretende totalizante.
Es decir, pretende tomar bajo su cargo y estilos de intervención todos
los asuntos. Construir la ciudad letrada es un modo de hacer política.
Lugones hace política, por lo menos desde el novecientos, a espaldas
de los sectores populares. Aun cuando suponga, para su acción, objetivos
revolucionarios, cultiva la expropiación del poder popular.
Lo hace cuando impulsa la candidatura de Quintana, pero también cuando
escribe planes de gobierno soviéticos. En 1931, La Vanguardia publica
un “Programa de acción de una Democracia Argentina Revolucionaria”,
redactado por Leopoldo Lugones –aclaran: padre– en 1919. El plan
se plantea las minucias de un sovietismo argentino. Son cuarenta y dos artículos:
van desde la expropiación, la creación de comisiones obreras,
la disolución de las instituciones burguesas, hasta la regulación
impositiva. El último de ellos diagrama la intervención más
general: “Convocatoria de un congreso internacional de trabajadores de
los países limítrofes para suprimir el capitalismo y el militarismo”.
Lugones se deja seducir. Demasiado rápido. Pero ése no es el problema
sino lo que permanece: su vocación diseñadora, su desdén
por la creación colectiva. No hay margen para la acción de las
masas: allí está el escritor para diseñar los caminos que
se deben transitar. En la Argentina, en América latina, en el mundo.
Un congreso internacional para suprimir el capitalismo: la propuesta sólo
lleva másallá una tentación constante en el autor de La
torre de Casandra. Antes fue diseñar la ciudad, planear sus monumentos
y sus templos; después será la fabricación de reformas
fascistas. No son distintos uno y otro movimiento. Sigue en la montaña:
grita, se agita, mueve los brazos, tiene algo en una mano –un plan–
que nadie mira. Ésa es su tragedia: el percibir que su techo estaba en
los entusiastas aplausos del Odeón o del Coliseo, pero que esos aplausos
al actor no significaban un efecto real -la aplicación de sus estrategias–
ni el lugar deseado de prestigio. Sueña un balcón, le dan un proscenio;
se imagina estratega, lo reconocen retórico.
Una vez ingresado a las filas roquistas –en 1898–, actúa
como intelectual estatal: hace reglamentos, programas, planes. En 1902, después
de capturar a un fugitivo de la cárcel neuquina, escribe un plan de reforma
carcelaria; en 1903 publica La reforma educativa; y un año después
colabora en la redacción del Estatuto del trabajo, que trataría
luego el Congreso. Lugones aspiró a que su palabra construyera una totalidad
real. En Didáctica no se preocupa sólo de las materias, de sus
contenidos y sus horas de clase. También se expide sobre el tipo de pupitres
y su colocación, o el revoque que el albañil deberá colocar
y el color de la pintura. Todo puede ser codificado, previsto, por un hombre
voluntarioso. En Piedras liminares imagina un templo al himno y describe el
tipo de piedras con las que deberá construirse, las dimensiones, el lugar
donde tendría que estar. Su escritura es prescriptiva: plantea, constantemente,
el deber ser al que la realidad tendría que ajustarse.
Esta tendencia organizadora llega al paroxismo en La grande Argentina y en El
Estado equitativo. En 1930 y 1932 escribe suponiendo una escucha más
atenta por parte de quienes detentan el poder estatal. Por lo mismo, se incorporan
todos los aspectos del país a la planificación de una patria fuerte
o una Argentina potencia.
La grande Argentina –libro y propósito– se construye contra
el desorden: “Dados el abandono y la indisciplina en que nos hallamos,
la organización de nuestra política económica es, en gran
parte, asunto de policía”. Publicado poco antes del golpe de septiembre,
es el diseño de un país con un Estado fuerte, muy regulador, pero
no empresarial: no debe tomar en sus manos la producción sino crear las
condiciones para un desarrollo capitalista. El Estado imaginado es asistencial
–debe encargarse de proteger la salud y la vida– y represor –de
los movimientos sociales y políticos.
Algunos
ejes
Primero, y el más fundamental, señala el desorden y propone correctivos.
Otro, la aspiración de referirse a todo. Y por último, la oposición
entre saber práctico e ideología.
Uno
En la pequeña Argentina existente hay desorden. Multiforme, se expresa
en las escuelas como indisciplina, racionalismo, socialismo, anarquismo, existencia
de maestros sectarios, carencia de método y libertad de textos. Se lo
conjura mediante la organización estadística, el censo, la disciplina
–”en concepto docente, quiere decir sistematización de los
conocimientos”–, maestros que juren la bandera y adopción
del “texto único para enseñar la lectura, la historia, la
geografía y la instrucción cívica por lo menos”.
El maestro no debe ser un agitador sino un soldado. En realidad, todos los ciudadanos
deben identificarse como soldados: el militarismo lugoniano se revela no como
un mero elogio de la corporación (que va desde el elogio del sable, a
fines del siglo XIX, hasta la glorificación del militar declamada en
1932) sino como una concepción delo social. Aparece la idea de un pueblo
en armas que tiene enemigos fuera y dentro de su territorio: en un caso y en
otro, son extranjeros.
La ciudad y el campo están corroídos por los mismos males. El
desorden rural se manifiesta en usura, prostitución, juego. Para conjurarlo
hay que constituir una fuerza parapolicial: “Costeadas por el Estado,
esas oficinas, lo propio que la inspección higiénica de que luego
se hablará, estarían bajo el patrocinio de asociaciones particulares
de beneficio público y de probada caracterización nacional como
la Liga Patriótica...”.
El movimiento disloca, saca de lugar. La granja es el núcleo de la utopía
de Lugones: fija los hombres a la tierra. Hay que evitar que se pierda “aquel
profundo amor a la tierra que hace del agricultor el primer ciudadano, para
volverse un nómade cosmopolita y aventurero”. Arraigar, echar raíces
en la tierra. No desplazarse en busca de mundos o aventuras. Por eso los inmigrantes
son sospechosos: se han movido de sus lugares originales. Pueden ser delincuentes,
prófugos, agitadores, aventureros. Personas sin localización.
El activismo es posible porque nada está fijo y ordenado: “Cuando
el agitador carezca del motivo para desordenar, que es el desorden del sistema
portuario, fracasará solo”. De todos modos, hay que metodizar la
inmigración para evitar a los indeseables, hacer una selección
económica y racial.
Si los males provienen del desorden, “Plan y disciplina” es la consigna.
Vale detenerse en esta construcción, que por explícita haría
superfluo cualquier análisis de inspiración foucaultiana. Sintetiza
un pensamiento cerradamente disciplinario. Primero, opone pueblo (múltiple,
polifónico, móvil) y plan (único, fijo, ordenado): “La
incapacidad del conjunto político llamado pueblo, para comprender y realizar
la tarea que dejo expuesta, o sea el plan metódico del progreso nacional
conducente al estado de potencia que debe alcanzar la República, es evidente”.
Porque “la masa es siempre ignorante, anárquica y concupiscente”,
explica el pertinaz aristócrata. Frente a los individuos –incluso
los que componen la masa–, la sociedad tiene el deber de educarlos. No
es cualquier educación sino aquella que Durkheim llamaba “educación
moral”: la enseñanza de devoción a la sociedad y al Estado,
la internalización de la obediencia. Para el argentino, se trata de disciplinar:
la sociedad “educa mediante la triple acción de escuela, familia
y autoridad. Esta imposición del deber, que empieza con la vacuna y la
enseñanza obligatorias, tiene por objeto adecuar al hombre a su función
social, y se llama disciplina”.
Dos
El Plan debe abarcarlo todo. La economía, los precios, la industria –y
sus distintas ramas–, los créditos, el sistema financiero, los
juegos, las medidas sanitarias, la natalidad, la moral, la educación
–primaria, secundaria, universitaria y los profesorados–, la política
internacional, la diplomacia, el mercado exterior y el interno, la moneda. Y
mucho más. En una página se expide sobre el “transporte
higiénico y barato”, “la proscripción de sistemas
nocivos de faena”, “el expendio de alcohol, con excepción
de vinos, chichas, alojas y cervezas”, la “extirpación del
curandero”, la necesidad “de derogar al propio tiempo la absurda
prohibición de las carreras y las tabas”, la ropa, los precios,
la dotación de agua –”saneamiento, regadío y dotación”–,
la desecación de pantanos, las enfermedades.
Tan amplio es el ademán inclusivo que a veces se detiene, memoriza: “He
hablado ya de la cabra y del cerdo de consumo local. Indicaré otro ramo
muy productivo, cual es la cría de mulas”. Son muchas las instancias
de organización para abarcar los temas recorridos: “Pongamos, unas
treinta y cinco comisiones especiales”. El plan es minucioso, detallista,
irreal.
Tres
El caso es que Lugones cree que está en la cúspide del realismo.
Que no hace otra cosa que partir de las constataciones empíricas para
proponer políticas de gobierno y gestión. Ése es el tercer
movimiento que organiza al proyecto de grandeza: afirmar la lucha contra los
ideólogos y ponerse del lado de los prácticos. “Llamamos
ideólogos a los que, inventando teorías de organización
social que sustituyen la experiencia histórica con abstracciones sistemáticas,
tienen el objeto de destruir la sociedad presente para reemplazarla por otra
de su invención.” Frente a ellos, enarbola la necesidad de sensatez.
Sin embargo, construye un plan que para funcionar debe destruir el país
existente. Pretende reemplazarlo por otro de su invención. ¿Qué
hace este hombre cuando planifica, cuando supone que es necesario organizar
cómo va a funcionar cada detalle de la sociedad del futuro? Es el escritor
que acompasa el ritmo de su escritura del magno plan, con el de las reuniones
de la conspiración uriburista.
Evidentemente, se siente escuchado. Su palabra, en esas reuniones previas, tiene
relevancia, o parece tenerla. Es un personaje central. Si ese clima no hubiera
existido, La grande Argentina no podía haber sido escrito: lejos del
lamento de Casandra, el plan requiere el supuesto de que no será silenciado.
No fue de ese modo como ocurrieron los hechos: después del golpe, Lugones
es considerado más un quisquilloso e insistente camarada que “El
Intelectual” a quien adherir.
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