EN EL QUIOSCO
Pensar en argentino
El fin de las pequeñas historias
Eduardo Grüner
Paidós
Buenos Aires, 2002
412 págs.
Por Daniel Mundo
El compromiso intelectual suele tener serias dificultades para comprender el mundo que le ha tocado en suerte, aunque trágicamente no sepa hacer otra cosa, ni pueda tampoco renunciar a esa tarea. Puede, es cierto, comenzar aceptando sus desfasajes, su extemporaneidad, es decir, puede dar por descontado su derrota y comenzar, entonces, a pensar desde ese suelo arrasado en el que su pensamiento se enraiza y hunde. Pero para lograr acercarnos a una práctica crítica semejante hacen falta un tiempo singular y una tradición que la cultive; el ejercicio de reflexión necesita sedimentarse, posponer su realización inmediata, aunque la hora parezca apremiante y ya no sepamos cómo esperar ni qué significa instaurar una espera.
Estas intuiciones se desprenden del último libro de Eduardo Grüner, El fin de las pequeñas historias. De los estudios culturales al retorno (imposible) de lo trágico. Constituyen su fondo, los límites de lo que piensa, límites que marcan y puntúan sus olvidos y sus obsesiones. La tradición marxista de la que Grüner se asume como heredero sería difícil de objetar. Es cierto que el pensamiento posmoderno —el “enemigo” contra el cual Grüner la emprende de una manera demoledora, junto con los tan en boga y correctos estudios culturales— se caracterizaría por desconocer la tradición crítica que debería, supuestamente, continuar. En lugar de enfrentarse a las condiciones imperantes que gobiernan la sociedad capitalista contemporánea, su lógica diferencial y fragmentada de homogeneización general celebra el pandemónium de las desigualdades reinantes, y a lo sumo protesta contra las injusticias que impotentemente se sufren.
Tanto el arte como el pensamiento posmodernos tienen una marcada tendencia a aceptar lo dado o, dicho con otras palabras, tienen dificultad para la reflexión y la crítica. En lugar de concebirse a sí mismo como la última etapa del capitalismo avanzado, el posmodernismo (cuya lógica Grüner persigue en las obras de Herbert White y Ernesto Laclau, aunque es evidente que ellos no alcanzan para sintetizar un movimiento tan vasto) se conforma con interpretaciones textualistas, malabarismos híbridos que se eximen de historizar lo que se escribe y lee o de situar sus preguntas. Pareciera ser que antes que una corriente de pensamiento, el posmodernismo fuera un estilo de vida. De aquí que sus grandes manifestaciones espirituales se materialicen en obras de arquitectura que, en lugar de orientarnos por el mundo, nos despistan y extrañan.
El llamado a la reflexión de Grüner supone un doble esfuerzo. Primero, un esfuerzo por volver material una realidad que se desvanece en un juego de lenguaje sin fin ni sentido, en el que todo –las palabras y las cosas, el tiempo y el espacio– se consume con la misma voracidad. Luego, un esfuerzo por recuperar una crítica auténtica que tal vez nunca se tuvo, y que no consistiría en mucho más que en ser “implacable incluso con nuestras propias ilusiones”. Ser fiel a esta consigna, queda claro, no es una tarea sencilla.
Perry Anderson, en un libro que analiza los principios rectores del pensamiento de Jameson (según Grüner, tal vez el mayor intelectual del postmodernismo), plantea la necesidad de evitar los abordajes moralistas de la historia contemporánea: es tan fácil despreciarla o denigrarla como festejarla y regocijarse con ella. Ambos modos de encarnar la lectura dificultan la comprensión del mundo en el que vivimos. Un mundo donde, porponer un ejemplo que utiliza Grüner, el concepto de clase social tal vez todavía tenga algún sentido, aun cuando éste se haya desplazado considerablemente. Por un lado, como afirma Grüner, toda la sociedad se proletarizó (un “superproletariado mundial”); pero por el otro, sin lugar a dudas, se ha aburguesado, y no sólo eso: también se ha lumpenizado.
Esto significa que diferencias clásicas y muy fructíferas en el pasado exigen hoy una revisión de fondo. La revisión de los conceptos que iluminan el mundo más allá de las pregnantes modas académicas y la revisión de los prejuicios de una izquierda que no sólo es “tímida” –como se atreve a decir Grüner– sino que falla en las tareas que emprende, no puede darse de un día para otro en un país como Argentina, que ha perdido (entre otras cosas) su tradición reflexiva. El libro de Grüner, como una baliza, viene a iluminar el camino interminable que una revisión como ésta implicaría.