libros

Domingo, 21 de diciembre de 2003

SIDRA EN EL TORTONI

El joven Viñas, lector de Wilde

Conversaciones, recuerdos, lecturas y otras trivialidades literarias

 Por David Viñas

“Los extremos me tocan”
André Gide

Amenazas provocaba la lectura de Oscar Wilde en mi colegio. Expulsión, humillaciones delante de los demás alumnos formados en cuadro o un brusco despedazamiento de mi Dorian Gray con sus hojas tiradas a un canasto. Y no se trataba de que el censor o el verdugo hubieran leído sus libros, sino que Oscar Wilde entonces resonaba a sinónimo de corrupción: peste, abrite de nalgas, infierno hasta el fondo, en los baños se fumaba pero siempre de a tres.
Era el Liceo Militar en 1945, y yo cursaba el último año de esa anfibia institución que permanentemente oscilaba entre lo castrense y lo civil. Pero que ante el posible descubrimiento de mi lectura del Retrato, superponía al capitán Sellaró en su musculosa censura con el capellán Cerisola que, oleaginoso, juntaba las manos como para elevar una plegaria conjurando mi módica edición Sopena.
El capitán había estudiado en la academia de Saint Cyr y le entusiasmaba ostentar sus destrezas en el pasé composé; el capellán, profesor suplente de literatura en mi quinto año de ese secundario mamífero y con boca de pato, provenía de una beca azul en la Salamanca inmediatamente posterior a la guerra civil.
Y si el capitán, que erguía un jopo engominado por encima de la austeridad de su frente, optó por desgarrar a los tirones mi Retrato al descubrirme leyendo en uno de los bancos más secretos del patio mayor, el capellán, sin disimular sus tres iniciales bordadas en la sotana, resolvió, mientras me palmeaba con ademanes abaciales, proponerme el cambio de paradojas y abanicos por una colección de lecturas edificantes que se extendía desde El valle de Josafat hasta los textos más sutiles de José María Pemán, poeta andaluz de sólido prestigio en esa época.
La cruz y la espada. Madera tergiversada, metales filosos y viriles. Un par de insignias que servían, en virtuosa fusión, para exorcizar las perversiones de Oscar Wilde. Un presbítero y un gendarme que no advertían mis estratagemas de provocación. O que si las sospechaban, se iban constituyendo en celadores de un virus que mis lecturas clandestinas podían difundir entre mis compañeros. Sermones o escarmientos, por lo tanto, como “higiene mental” para más de trescientos muchachitos.
Pero ese par de pedagogos, como empezaron a presentir que mis tácticas (provenientes de una judería a medias en cruza con insolencias masónicas) eran cada vez más obcecadas, fueron prefiriendo aislarme apelando a los castigos o a las zalamerías.
Cualquiera –vos o yo– que haya estado encerrado ya se sabe de memoria que, a la izquierda y a la derecha, no están el mal y el buen ladrón, sino el policía que la juega de impaciente apurando el interrogatorio, así como el otro guardián ha sido distribuido para adoptar un papel mucho más benévolo. Al fin de cuentas, incluso De profundis sigilosamente alude a una condena como destino y, en su envés, a las posibilidades de indulgencia.
Dije provocación. Digo ahora: mis lecturas entre ladies enguantadas, juegos de palabras y escenografías victorianas también exhibían una doble faz: en el banco de madera apenas oculto entre un matorral y los que hacían cola para la peluquería; o con la tapa del pupitre levantada respirando el olor a goma Pelikán. Ocultándome y que me vieran. Ocultándome y con la tensión, más placentera, de que fuera descubierto. Doble placer, entonces: un “tunante” –así lo llamaba el capellán a ese tal–, gran maestro en disimulos, que me seducía haciéndome reír. Qué gozadera. Oscar Wilde y la catarsis frente a las seriedades confeccionadas. Y el capitán, por su flanco, se irritaba con semejante “marica” que había corroído, mediante tantas irreverencias y disfraces, los valores más inmutables al mezclar el Buckingham Palace con las “hediondeces del Soho”. Frugal y hasta erudito este militar afrancesado,pero que se enternecía con las etiquetas británicas más suntuosas. Y yo calculé que a medida que iba arrancando página a página de mi Retrato, las orejeaba por si aparecía algún grabado. Quién lo iba a eludir: las mujeres de Beardsley, sinuosas, muy maquilladas o panzonas, emitían ese llamado de la humedad en las axilas y otros rincones. El índice sentencioso del docente revoloteando por encima de un pupilo taimado. Mi capitán, Salomé y el que esto escribe. Una danza. Pero no había dudas. Yo no era un “manflorón” –en la nomenclatura combatiente–, pero el cadete y el oficial coincidían en las señales de dos obstinados masturbadores.
No se me olvida. Codazos, guiños, intrigas y reticencias entre mis compañeros. Cuando yo aparecía con mi lady bajo el brazo, resultaba tan equívoco como un colado permanente. No sé si padecían algún virus o enfermedades subrepticias; no eran las que yo podía transmitirles mediante Salomé o mis baladas a escondidas. Compartían, eso sí, direcciones generalmente apócrifas y alardes de aventuras tan exageradas como inverificables. Tampoco sé si se sentían víctimas porque prolijamente los educaban para delatores. Tratando de ser ecuánime: para argentinos sumisos ante el círculo de una rutina colosal, indispensable a la sobrevivencia de un aparato que jamás les había pedido sus opiniones. Otoño, invierno, primavera, verano. Mar del Plata, el Oucean, auto de papá y el de la familia, el amor es un lazo que empieza en las manos y termina en la argolla, aunque siempre ponían a sus novias en un altar del Santísimo, las Victorias o el Pilar. Las jerarquías eran naturales y ellos hubieran admirado al marqués de Queensberry por sus siniestras acusaciones. El único Wilde que llegaron a conocer fue el representado en cine por Gómez Cou dirigido –creo– por el espléndido Luis César Amadori.
En realidad, la mayoría de mis compañeros del Liceo Militar prefería acuadrarse alzando el brazo y haciendo sonar los talones. Oscar Wilde para esos adolescentes era un british fláccido, amanerado y demasiado distante. Había excepciones: Carbús, por ejemplo, ceceoso y sombríamente audaz con los logaritmos y en natación; Wilde no lo intimidaba y en un recreo me mostró su Vera o los nihilistas con párrafos subrayados y varias interrogaciones al margen. Tenía una prima que se llamaba Esther o Stella, del género puesto en circulación por Divito. Y a él lo sentaban en el primer pupitre de la derecha porque había nacido en Guayaquil.
En cuanto a mí (que, durante esos tiempos admiraba al mariscal Montgomery apoyado en la tapa de su tanque Sherman, rodeado de periodistas y espantándose las moscas en medio del desierto), si continúe leyendo al Ernesto así traducido, fui sentenciado por conspirador porque también defendía a Yrigoyen, las tonás de Molina Miguel y a ciertas películas soviéticas.

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