Domingo, 10 de septiembre de 2006 | Hoy
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Los Poemas de Emily Dickinson traducidos por Silvina Ocampo demuestran que el traductor no sólo debe asumir otra lengua: debe convertirse además en otra persona.
Por Osvaldo Aguirre
Entre las obras de Silvina Ocampo, la traducción de Poemas de Emily Dickinson parece ocupar un lugar central. Si bien hizo versiones de otros escritores de lengua inglesa, francesa y latina, a ninguno le dedicó tanto tiempo como a la enigmática y retraída norteamericana: tradujo 596 de los 1775 textos que se hallaron a su muerte. La reciente reedición de la obra (en Tusquets) no incluye el breve pero significativo prólogo de Jorge Luis Borges que presentó la primera, en 1985. En ese texto Borges aludió a la discusión sobre las maneras de traducir que aparece en varios de sus ensayos y que puede condensarse en sus citas de la polémica Newman-Arnold (1861-1862) y la disyuntiva de “traducir el espíritu” o “traducir la letra”. Cada método, sostuvo en principio, ofrece sus ventajas, pero en definitiva se manifestó contra la literalidad y sobre todo en poesía, cuya traducción, apuntó por ejemplo en una encuesta publicada en 1975, “es posible porque se puede recrear la obra, tomar el texto como pretexto”. Lo curioso consiste en que en el caso de Silvina Ocampo pareció valorar precisamente lo contrario: Emily Dickinson, dijo, le inspiró a Ocampo un respeto similar al que sentían los fieles “que no se atrevían a cambiar una palabra dictada por el Espíritu”. La versión en castellano “casi siempre” sigue el mismo orden sintáctico del original. Si “la cadencia, la entonación” se preservan intactas es en razón de “una suerte de venturosa transmigración”.
Esa observación de Borges no es un simple elogio, si se piensa que la recurrencia del alma como presencia y como misterio constituye uno de los ejes de la poesía de Dickinson. Al comparar las biografías (o la ausencia de biografía) de ambas escritoras surgen algunas características comunes, ya que fueron solitarias y hurañas, concibieron sus obras al margen de las corrientes de su época, se encerraron en la intimidad. “Mis mejores amistades son aquellas/ con quienes no he emitido palabras”: Ocampo debe haber aprobado esos versos de Dickinson, dada su fobia a la sociabilidad. Pero esas coincidencias no alcanzan para explicar la singularidad de sus versiones. Si bien dejó pocos datos sobre las diversas circunstancias de su escritura, mientras traducía los Poemas sostuvo una serie de diálogos con Noemí Ulla (Encuentros con Silvina Ocampo, 1982; reeditado en 2003), donde de manera lateral quedaron algunas pistas al respecto. La soledad de Emily Dickinson, se lee allí, no le parecía una desgraciada anécdota sino el efecto de una convicción que compartía: “Todos los que se dedican a un arte, deben renunciar a vivir”. Y en la extrañeza formal de sus poemas –visible en el recurso de los guiones como signo de puntuación, que a diferencia de otros traductores supo mantener– encontraba el mismo deseo de liberarse de las limitaciones de la sintaxis, una búsqueda de sentido en conflicto con las normas de la gramática.
Para Silvina Ocampo traducir significaba no sólo asumir otra lengua sino también, y sobre todo, otro sujeto. Había que “meterse en el otro”, y esa condición se radicalizó en el caso de Dickinson: “Traduje a otros poetas, pero no tienen ese juego con las frases y las ideas que se van trenzando y que uno tiene que descifrar”, dijo. Y al mismo tiempo que la revelación dio forma a un secreto, el de una comunión en torno de lo pequeño y aparentemente insignificante, donde transcurre, desconocida para los demás, una experiencia cargada de intensidad.
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