RULFO Y LA CRíTICA
Ladran, Sancho
› Por Patricio Lennard
Imaginemos un mundo sin críticos. Un mundo en que estuviesen prohibidos los papers académicos y las revistas culturales, los suplementos literarios y las reseñas de libros, las monografías y las notas bibliográficas. Imaginemos un mundo en que el único lugar destinado a la crítica fuese el arte mismo, lejos de las citas, las notas al pie y los ensayos que engendran más ensayos. Un lugar donde el “imperio de la segunda mano” tuviera un fin inevitable, y en que la inmediatez entre libros y lectores fuese una ley establecida.
La fantasía antes glosada pertenece a George Steiner. En ese mundo, la “crítica de la crítica” sería la primera desterrada. Pero si la idea es sobrevolar los cincuenta años de lecturas de Pedro Páramo (y tal es el objeto de estas líneas), más vale disipar pronto esa quimera que la imaginación de Steiner nos propone. Sobre todo si se tiene en cuenta que entre los trabajos escritos sobre Rulfo –que superan el millar holgadamente, entre libros, monografías, recopilaciones de artículos, reseñas y entrevistas– hay varios en los que se oye la insistencia de un eco: el de la crítica hablando de la crítica.
Gerald Martin, quien recorre las principales lecturas de Pedro Páramo en la voluminosa edición de la Colección Archivos, señala que en 1955 –el año en que aparecen los primeros dos mil ejemplares de la novela en el Fondo de Cultura Económica– la recepción inmediata fue mucho más elogiosa de lo que algunos luego recordaron. “En la Revista de la Universidad -escribió Rulfo, hablando de las reseñas negativas que tuvo el texto–, Alí Chumacero comentó que le faltaba un núcleo al que concurrieran todas las escenas. Pensé que era algo injusto, pues lo primero que trabajé fue la estructura, y le dije a mi querido amigo Alí: ‘Eres el jefe de producción del Fondo y escribes que el libro no es bueno’. Alí me contestó: ‘No te preocupes, de todos modos no se venderá’. Y así fue: unos 1500 ejemplares tardaron en venderse cuatro años. El resto se agotó, regalándolos a quienes me lo pedían”.
Más allá de que algunas reseñas objetaron del texto su “intrincada” estructura, la aparición en 1953 de El llano en llamas y la notoriedad que hacía tiempo Rulfo se venía agenciando entre sus colegas sirvieron para que Pedro Páramo fuese el trampolín hacia la canonización que le llegó a su autor en la década del ‘60 con el “boom” latinoamericano. Así, una reseña que Carlos Fuentes publicó en Francia a fines del ‘55 (en que elogia cómo el lenguaje popular es incorporado a la novela) no sólo fue la primera de otras lecturas que el autor de Aura realizó con los años, sino también el inicio de la proyección internacional de la literatura deRulfo. Un escritor que –según García Márquez– componía “los nombres de sus personajes leyendo lápidas en los cementerios de Jalisco”.
Pero si Fuentes lleva a cabo uno de los abordajes más controvertidos (e interesantes) de Pedro Páramo, es porque junto con Octavio Paz y Julio Ortega propicia los “estudios míticos” del texto: esa zona de la crítica que piensa sus personajes como arquetipos, y que ve en el ingreso de Juan Preciado al mundo de los muertos, en el tópico de “la búsqueda del padre”, y en el parricidio que comete el personaje de Abundio, la traza de los mitos de Orfeo, Telémaco y Edipo. En un brillante ensayo de 1983, Fuentes escribe: “Novela misteriosa, mística, musitante, murmurante, mugiente y muda, Pedro Páramo concentra así todas las sonoridades muertas del mito. Mito y Muerte: ésas son las “emes” que coronan todas las demás antes de que las corone el nombre mismo de México: novela mexicana esencial, insuperada e insuperable, Pedro Páramo se resume en el espectro de nuestro país: un murmullo de polvo desde el otro lado del río de la muerte”.
El universalismo que las lecturas míticas le otorgaron a la novela (el que se apoyó, por otra parte, en cómo ésta fue situada en la gran tradición novelística del siglo XX, en especial vínculo con Faulkner) fue puesto en entredicho por una serie de estudios que enfocaron los aspectos regionalistas y el realismo social de la obra de Rulfo. Así, en 1975, Angel Rama bregaba por una “americanización” de la novela que permitiera relacionarla con mitos autóctonos y despegarla de “los mitos prestigiosamente helénicos”. Pero fue el crítico Jorge Ruffinelli –en un notable ensayo de 1977– uno de los que contribuyó a trascender el debate cuando reconoció tanto la validez de ese “edén invertido” que Paz veía en la aridez de Comala, como la necesidad de pensar la novela a la luz de su contexto histórico y del modo en que la Revolución Mexicana aparece en ella.
Pierre Bourdieu afirmó alguna vez que “un libro cambia por el hecho de que no cambia mientras el mundo cambia”. ¿Qué dirán, pues, de Pedro Páramo cuando cumpla cien años? Imposible saberlo: los plumerazos que dan las efemérides a la literatura nunca remueven el mismo polvillo. Lo seguro es que el polvo de muchos que han escrito o escribirán sobre Rulfo se seguirá amontonando con los años. Y es que los clásicos devienen inmortales en parte por chupar la sangre de sus críticos. Por eso los “murmullos” repiten por lo bajo: “la mordida de Rulfo es irresistible”.
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