Dom 19.06.2005
libros

En fiebre y geometría

Por Graciela Speranza

Como si el azar hubiese dispuesto un encuentro ritual, la noticia de la muerte de Saer me sorprendió preparando una clase sobre Glosa, a mitad del diálogo de la relectura, ese hábito repetitivo que sólo cultivan los niños, los viejos y los profesores de literatura. Una vez más, acababa de comprobar, la prosa de Saer salía indemne de la prueba del tiempo, rozada apenas por la admiración muda de los subrayados o el entusiasmo telegráfico de algún comentario al margen.

No mucho antes, entre las últimas páginas de la edición de Alianza, en una hoja doblada en cuatro, había encontrado un esquema prolijo con el que en alguna otra clase, supongo, había intentado explicar y explicarme la complejísima trama de retrocesos y avances en el tiempo que desmienten la línea recta de las veintiún cuadras que, durante una hora, Angel Leto y el Matemático recorren en Glosa, un diagrama barroco de flechas, cuadras y números de páginas que la naturalidad de los imperceptibles saltos temporales de la prosa de Saer volvía ahora, releyéndolo, torpe, insuficiente, innecesario. Otro esquema similar en la misma hoja, esta vez con títulos de novelas, fechas de publicación y tiempos ficticios, intentaba demostrar con argumentos gráficos que, en realidad, toda la obra de Saer funcionaba como la caminata, avanzando y retrocediendo caprichosamente en el tiempo, yendo y viniendo en la historia imaginaria de ese lugar que Saer había abandonado en la vida real, hasta dejar claro que, como el tiempo infinitamente parcelable, su mundo narrativo era eterno, y las ocasiones de volver a Santa Fe desde París escribiendo un relato eran también infinitas, inabarcables. Me conmovió el empeño pedagógico de esa otra lectora que antes había leído y dibujado los diagramas; por la geometría, quién habría dicho, llegaba a una definición de la literatura como filosofía práctica. Saer, escéptico como pocos sobre la posibilidad de apresar la “selva espesa de lo real” con la palabra, había encontrado la forma de seguir escribiendo sin traicionarse, creando un territorio autónomo en donde alojar los recuerdos, exasperados en la descripción hasta volverlos reales, y una saga de vidas imaginarias virtualmente inagotable.

Con todo su voluntarismo ingenioso, el esquema, después de la noticia, me pareció precario, superficial. Ninguna indicación precisa de las muchas muertes que están antes y después de la conversación de veintiún cuadras. Ninguna referencia a la tragedia de la que Leto y el Matemático se distraen con una comedia absurda que los lleva a reconstruir los pormenores de un recuerdo ajeno y banal. Ni siquiera una mención de la quintilla del epígrafe, que se me atragantó cuando volví a abrir la novela y me hizo abandonar la caminata: “En uno que se moría / mi propia muerte no vi,/ pero en fiebre y geometría / se me fue pasando el día / y ahora me velan a mí”.

Doblé en cuatro la hoja con los esquemas y volví a guardarla entre las últimas páginas. A la geometría del diagrama, pensé, le faltaba la fiebre de la prosa, esa música intraducible, cómica y trágica, que Saer dejó en la lengua como una marca imborrable. “Releyéndome –escribió en uno de sus Argumentos–, compruebo que, como de costumbre, lo esencial no se ha dejado decir.” No conozco esfuerzo más obcecado en la literatura argentina por decir lo que, se sabe, no se puede decir. Con egoísmo inconfesable de lector, me dio una pena infinita por cada una de las franjas de tiempo de esa saga, ahora concluida, que Saer dejó sin escribir.

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