“Con nuestros gritos de entusiasmo le dábamos la bienvenida a la contingencia. Pasábamos de lo uniforme a la multiplicidad del acaecer.”
› Por Leonardo Moledo
Antes lo sabía de memoria, pero supongo que me olvidé; era el primer párrafo de Nadie, nada, nunca: alguien miraba el río, y luego el resplandor algo enceguecedor de la tarde, y más allá la isla; algo por el estilo. Me acuerdo, eso sí, que lo empecé a leer durante algunas vacaciones, y me acuerdo, eso también, que era una tarde en la que, oportunamente, el resplandor enceguecía, adaptándose convenientemente a la lectura, esto es, como debe ser, una tarde en la que también el resplandor enceguecía, y ese capítulo transcurrió, una tarde en que también el resplandor enceguecía, como un juego de luces de Juan L. Ortiz, aunque con un modus, un talante más santafesino que entrerriano. Pero de todos modos los colores cambiaban. Y me acuerdo, por qué no, que el segundo capítulo empezaba exactamente de la misma manera: el río, y luego el resplandor algo enceguecedor de la tarde, y más allá la isla; algo por el estilo. Revisé el libro, pensé que se trataba de un error editorial. Y no, luego pensé, ingenuo de mí, que Saer quería crear una atmósfera, mirada a través de un prisma que mostrara las variaciones de la luz y los puntos de vistas, y las miradas. Y tardé en comprender la clave cierta, irremediable y triste de esa literatura engañosa, en la que todo es mentira; nada se muestra y todo se oculta, a fuerza de repetición los signos pierden sentido y significado, y se desnudan como lo que son; signos verdaderamente vacíos.
Un prisma que a fuerza de insistir en la multiplicidad de los puntos de vista, rotundamente subraya que no existe punto de vista alguno (no es posible un punto de vista). Y que en última instancia, no existe la mirada, porque la mirada debe ser mirada de alguien sobre algo, y allí, verdaderamente no hay nadie que mire y nada para ser mirado. A un paso, sólo a un paso de la temible nada literaria (nada metafísica literariamente alcanzada, en realidad), del abismo de un mundo sin objetos, sin personas, sin libros, sin lectores, en el que nadie nunca percibirá nada. Todo el mundo conocido reposaba sobre nuestros recuerdos. Nosotros éramos sus únicos garantes en ese medio liso y uniforme, de color azul. El sol atestiguaba, día a día, regular, cierta alteridad, rojo en el horizonte, incandescente y amarillo en el cenit. Pero era poca realidad. (El entenado)
En el mundo hay poca realidad; en verdad el mundo no existe, y sólo persiste esa nada a la que nos aferramos mediante la literatura.
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