Domingo, 18 de septiembre de 2005 | Hoy
UNA LECTURA DE EL DIABLO EN EL PELO
Por Patricio Lennard
En La prostitución masculina, Néstor Perlongher cuenta que en una ocasión, interrogado sobre cómo era el sexo en Tánger, William Burroughs respondió: “Muy sencillo, todos los chicos son pobres”. Y si algo deja en claro esa boutade es que el goce pederasta de las pelvis efébicas ha supuesto, desde siempre, ciertos cruces de clases. Ya en la Inglaterra del 1900, los sodomitas burgueses se allegaban a los bajos fondos londinenses en busca de amantes pletóricos de masculinidad y brío lumpen. Eso sin contar que en la antigua Roma (en la que los mancebos se cotizaban más ¡si sabían tocar instrumentos musicales!) el emperador Domiciano se vio obligado a prohibir, ante los niveles que la prostitución alcanzó en su tiempo, el sexo con niños menores de siete.
El diablo en el pelo, de Roberto Echavarren, halla en la profesión más vieja del mundo no sólo la posibilidad de repensar su imaginario (en su menos institucionalizada variante masculina), sino también la de cuestionar ciertos estereotipos que la cultura gay insiste en prodigarse. En este sentido, la ambigua relación que el personaje de Tomás establece con ese adolescente afeminado y pelilargo que es Julián no se adecua, de entrada, al vínculo clásico entre un taxi boy y su cliente. Puesto que el dinero, en lo que hace al sexo, no media los encuentros entre ambos personajes, el melodrama toma sendas sutiles en el libro. Que Julián recién acepte que Tomás le pague cuando éste le propone –en una maniobra para retenerlo– encontrarse las veces que sean necesarias para que el prostituto le cuente la historia de su vida, dice algo de ello.
Esa especie de Scheherazade que Julián compone acaso sin saberlo –y cuyas historias (“desgrabadas” en la segunda parte) recuerdan tanto los testimonios recogidos por Perlongher entre los prostitutos paulistas en los años ‘80 como la experiencia de Manuel Puig de transcribir artesanalmente sus charlas con un albañil brasileño en Sangre de amor correspondido– pulsa el deseo de Tomás de develar el misterio que esa criatura envuelve. Pero el equívoco amor que él experimenta (y que elude caer en el cliché de postularse como salvación romántica para el disipado prostituto) no halla en los relatos de Julián la posibilidad de reavivar su llama, sino más bien la antesala de un duelo. El alarde que éste hace de sus múltiples conquistas, con el tono propicio a un Don Juan de barrio, además de exponer su impotencia amorosa, enfría en Tomás su enamoramiento. “No se puede correr el riesgo de querer. ¿Cómo podés querer, si a las dos semanas el otro se puede ir?”, se pregunta Julián cándidamente. Y allí se asoma una de las aristas que más enriquece al personaje, y que lo revela como un taxi boy que exige, caprichosamente, fidelidad del otro para poder enamorarse.
Lejos de la arcaica identificación del prostituto como heterosexual y de las mujereidades de su “desviada” clientela, El diablo en el pelo atina en ir incluso más allá de las simetrías que el imaginario gay trajo con su exhortación masculinista. En tanto el sistema de figuritas repetidas (la marica, la loca, el maricón, etc.) siempre ha discriminado por el grado de afeminamiento, y puesto que la masculinidad en la cultura gay es el valor por excelencia, el hecho de que Echavarren arme el objeto de deseo en función de la figura del andrógino es una apuesta más que interesante. Y esa apuesta se dobla cuando a la heterosexualidad que cimienta, en cierto imaginario, al deseo homosexual (Molina soñando enamorar a un hombre en El beso de la mujer araña, por ejemplo) Echavarren le opone el modo en que Tomás adora en el joven su lado femenino. Esa “naturaleza ambidextra” que lo regocija cuando un tipo se le acerca a Julián en un boliche a invitarlo a bailar creyéndolo una chica, o que también lo lleva a tener la fantasía de que le está “haciendo un hijo” mientras lo posee sexualmente. “Quiero a la mujer que existe en vos” es la frase que en El diablo en el pelo condensa la voluntad de Echavarren de celebrar la androginia. Su voluntad de plantear que, después de todo, ser afeminado también puede ser sexy. En este sentido, si de algo se ocupa la novela es de alborotar los encasillamientos de género. Así se entiende que a Juli-Julián-Julia-Julieta (tales los juegos con el nombre en los que el autor insiste, y que evocan los de Nabokov con el nombre de Lolita) le guste alternar los roles sexuales, acostarse con mujeres, e incluso se sienta atraído –más allá del dinero– por esos maduritos a los que corteja. Si bien puede pensarse que Echavarren sacrifica algo del verosímil del personaje para disolver en él ciertas clasificaciones (la dicotomía activo/pasivo en su relación con la masculinidad y el afeminamiento; o el reparto del deseo en la antinomia joven/viejo), la incomodidad que la figura del andrógino causa es coherente con sus reflexiones sobre el tema. “Un andrógino no está en busca de otra mitad, como en el mito de Aristófanes”, escribe Echavarren. Y en esa frase se asoma su idea de que la ambigüedad (sexual) puede trascender lo gay y lo travesti. De que en ella habría una vía posible, alternativa, de reinvención de uno mismo.
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