Domingo, 6 de noviembre de 2005 | Hoy
Por C. E. Feiling
Hace ya casi un año, a fines de 1993, la revista de cultura La Maga llevó a cabo una de sus habituales encuestas. En aquella ocasión, la idea era identificar a los tres escritores argentinos más importantes de todos los tiempos, por un lado, y por el otro a los tres más importantes que aún no hubiesen tenido el decoro de morirse. Las mentes refinadas, se sabe, huyen de las encuestas como de la peste o las listas de best sellers, pero semejantes cuestionarios, pese a sus defectos, resultan útiles para quienes creen que es posible pensar sin haber recibido la explícita anuencia del profesorado local.
La encuesta de La Maga fue contestada por sesenta narradores contemporáneos, todos más o menos indecorosos en su aferrarse a la vida terrena. Increíblemente, hubo consenso, que es casi lo peor que puede haber en temas culturales: Borges, Arlt y Sarmiento se quedaron con el top three de los difuntos, mientras que Bioy, Sabato y “No contesta” encabezaron el ranking de los que siguen vivos. Hay, sin embargo, una explicación para tanta democracia; histórica como la mayor parte de las buenas explicaciones.
Dejados a su pobre arbitrio fuera de la dialéctica Borges-Arlt, los narradores se ven obligados a escoger, para hablar de los vivos, entre la pesadumbre de Sabato, la levedad de Bioy y la certeza del Don Nadie, vale decir que eligen a un solo escritor, seguido de una persona que firma ejemplares del Nunca más. Así también ocurre que muchos narradores, en su propia obra, prefieran hacer crípticas referencias a Macedonio Fernández que citar a Pushkin, como si nunca los fuesen a traducir a otro idioma (o, a la inversa, que prefieran aburrirse con una mala traducción de Handke que divertirse con Cancela).
El gran ausente de la encuesta de La Maga y la versión Piglia de la literatura argentina se llama José Bianco. Con la reedición de La pequeña Gyaros, su primer libro, Seix-Barral ha reparado una injusticia cometida por el propio autor, que nunca había querido que se volviese a publicar. La pequeña Gyaros apareció originalmente en 1932, hace sesenta y dos años y cuando Bianco tenía veinticuatro. El público no debe esperar de los seis pequeños relatos del libro algo de la importancia de Sombras suele vestir (1941), Las ratas (1943) o La pérdida del reino (1972). De hecho, hay que recordar en cada página que cuando Bianco dice “la guerra” se refiere a la del ’14, y no hacer una lectura anacrónica de ciertos detalles que hoy en día serían políticamente incorrectos. Los relatos de La pequeña Gyaros, sin embargo, son de una tersura notable, y revelan que Bianco ya era a los veinticuatro años uno de los mejores prosistas argentinos. En sus personajes que se repiten, sus viajes a Europa en barco y sus diálogos asordinados se esconde una crueldad comparable con la de Saki, pero a la vez mucho más moderna, como lo prueban las escasas diferencias entre la versión del cuento “El límite” corregida en 1983 (e incluida como apéndice) y su versión original.
Suele decirse que Bianco fue sobre todo un crítico. Cierto, pero hay que subrayar también que Bianco hace crítica fuera de sus ensayos, cuando traduce The Turn of the Screw como Otra vuelta de tuerca o dice en una entrevista que en la Argentina abunda la literatura fantástica porque la mayor parte de los escritores son de clase media. Y en especial hay que subrayar, parafraseando la archiconocida frase de un militar germano, que toda la narrativa de Bianco es una continuación de la crítica por otros medios. Así como sus actitudes políticas fueron siempre irreprochables, no existe página suya que no denuncie la jerga, los propósitos extraliterarios y el abuso de la lengua que tentaron y tientan a muchos intelectuales argentinos.
Tuve la suerte de conocer a José Bianco poco antes de su muerte, y la desgracia de haberlo tratado muy poco y en ocasiones más bien sociales. Una de ellas fue la presentación del Atlas de Borges, en el patio de Editorial Sudamericana. Como suele ocurrir en esos eventos, después del acto un grupo de personas decidió ir a cenar. Se optó por el Tres Coronas de Independencia y Defensa, un restaurante escandinavo que ya no existe; si no recuerdo mal, integraban la comitiva Enrique Pezzoni, Jorge Panesi, Aurora Bernárdez, Alberto Girri, María del Carmen Porrúa y Osvaldo Guariglia, pero puede que esté dejando a alguien afuera, porque había mucha gente. Algunos se adelantaron para reservar mesa, mientras que otros caminamos muy despacio las cinco cuadras que separaban al restaurante de la editorial, ya que Bianco tenía dificultades con las espantosas veredas de San Telmo. Cuando estábamos por llegar al Tres Coronas, vi que un mozo salía, depositaba un cajoncito vacío –uno de esos de Coca-Cola, amarillos con letras rojas– junto al pronunciado escalón de la entrada, y volvía al interior del local. Pregunté qué significaba eso, y me contestaron que era “el cajoncito de Pepe”. La persona que me contestó, que puede haber sido Enrique Pezzoni, lo hizo con absoluta naturalidad, como si fuera normal que el mozo estuviese mirando por la ventana y aguardando la llegada de Bianco, como si fuera obvio que hubiese previsto los problemas que tendría con el escalón. A varios años de distancia de los eventos triviales que conforman esta anécdota, ella ha cobrado para mí un valor simbólico. La escritura de Bianco tiene la virtud de persuadirnos, mientras la leemos, de que su belleza y fluidez son algo rutinario y esperable, no un hecho tan inusitado como aquel cajoncito de Coca-Cola. A eso hay que aspirar, no al fatigoso canon que revela la encuesta de La Maga (1994)
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