Domingo, 11 de enero de 2009 | Hoy
Por Raúl Santana
La palabra es un ser viviente, más poderoso que aquel que la usa; nacida de la oscuridad, crea el sentido que quiere; la palabra es mucho más todavía de lo que el pensamiento, la vista y el tacto externos pueden dar; es color, noche, alegría, sueño, amargura, océano, infinito, es el logos de Dios.
Victor Hugo
No Saber, este nuevo libro con el que Jorge Alemán –después de treinta y dos años– vuelve a la palabra poética, no es una celebración; es un merodeo espléndido y oscuramente luminoso, donde la lengua busca desentrañar ese lugar que acecha desde el desván del tiempo y hoy le hace decir al poeta “No puedo escribir / la palabra llega siempre rota”. Afirmación aparentemente amarga que se impone en el comienzo del otoño de una vida dedicada al lenguaje, cuando se hace carne que lo posible es la imposibilidad de la palabra o como dice el poeta “... De quién ya no / logra sentir poesía-poema-poeta y sin / embargo quiere continuar con el juego / de los nombres previos del / desvanecimiento de la palabra...”. Certidumbre que adquiere una resonancia casi escandalosa, por provenir de quien ha escrito innumerables libros en el campo del psicoanálisis y el pensamiento trasmitiendo un acendrado saber en secuencias privilegiadas de la lengua. Alemán hace honor a la necesaria vecindad del pensar con el poetizar, tal como proclamaba Martin Heidegger, pensador que ha sido a lo largo de su vida una voz fundamental en sus indagaciones filosóficas.
El no saber de este libro no es condición temporal que en algún momento podría resolverse en saber. Es un soliloquio obstinado que interpela al poeta, lo habita y lo atraviesa desbaratando cualquier intento de establecer un horizonte; éste siempre se corre de lugar como en una vertiginosa caminata, a veces iluminada por el día, otras borrada por la noche.
El motivo del poema es el poema que se hizo cuerpo en la singularidad irreductible de una existencia que no supo, y tal vez no sabrá ya, cómo habrá sido aquel llanto, cuando sus ojos recién abiertos tuvieron el primer contacto con la luz. Momento en que se fundó un sentimiento único que –como la impresión dígitopulgar– no tuvo, no tiene nombre y siempre reaparece con la insistencia de un bajo continuo de la vida.
¿Será la búsqueda de ese sentimiento, especie de templo inabordable, lo que impulsa al poema? Dice el poeta “¿Por qué indagar la cicatriz fundante? / y entonces aún derrotado / desear ver aquel instante / ese lugar que nunca va a ser vencido”.
Más que aliada con el logos, aquí la palabra está aliada con la manía: diseña frases musicales, ritmos, diálogos íntimos, sentido –si podemos agregar– dirección sentida. Inventa su propio lugar para ser habitado no sólo por la palabra, sino también por la belleza, si tenemos en cuenta aquellas extraordinarias palabras de Jean Genet: “No hay para la belleza más origen que la herida, singular, distinta para cada uno, o visible, la que todo hombre guarda en su interior, preserva y a la que se retira cuando decide abandonar el mundo por una soledad temporal pero profunda”. Magníficas palabras que no se refieren al equilibrio y las proporciones. Lejos de nombrar aquel concepto canónico, nombran la belleza como puerta abierta a la verdad del ser.
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