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Domingo, 18 de julio de 2010

Cuando la Historia también se inventa

Por qué la ficción histórica sigue siendo una de las líneas más destacadas de la narrativa latinoamericana.

 Por Maria Rosa Lojo

La ficción histórica literaria es una de las líneas más importantes y productivas de la narrativa latinoamericana en el siglo XX. Está en la médula del boom con autores como Alejo Carpentier, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Miguel Angel Asturias. Ha conmovido y desestabilizado las historiografías “oficiales”, ha hecho estallar las imágenes anquilosadas del pasado con las mejores armas estéticas de su propio tiempo.

Walter Scott, paradigma del siglo XIX, inaugura la novela propiamente histórica, donde el pasado deja de ser un mero “ambiente” o “telón de fondo” para convertirse en proceso colectivo que modifica y construye las vidas humanas. La novela histórica latinoamericana de mediados del siglo XX (que Seymour Menton calificó como “nueva”) se aparta de Scott y de la clásica narrativa histórica decimonónica en varios sentidos: reemplaza al narrador omnisciente por la multiperspectiva y la polifonía, exhibe el carácter problemático del conocimiento del pasado, cuestiona la construcción de los relatos historiográficos fundadores de las naciones hispanoamericanas (en tanto ellos han ocultado o legitimado, las más de las veces, un orden injusto).

Al tiempo que erosiona los estereotipos convencionales de los próceres y los muestra también en sus defecciones y debilidades, o abre en ellos un rico espacio de subjetividad, intimidad, sexualidad, la “nueva novela” suele recolocar en los primeros planos las voces de los silenciados y los subalternos (de clase social y de género sexual). Asume una enorme variedad posible de modalidades expresivas. Admite rupturas del “contrato mimético” que introducen, incluso, elementos fantásticos y maravillosos. Puede llegar a la distorsión deliberada de los hechos con omisiones, hipérboles o anacronismos que buscan provocar determinados efectos estéticos y conceptuales. Utiliza la parodia y el pastiche, la autoironía o la sátira, el impacto lírico, la escenificación dramática. La asedia una refinada preocupación por el lenguaje y por los procedimientos narrativos. Esta ficción no deja de ser profundamente literaria por el hecho de tematizar la Historia. Sin duda la enciclopedia del lector, su conocimiento previo de ciertos hechos y personajes empíricos, incide en su recepción (lo mismo ocurre con tantas otras obras que no son históricas, pero requieren de un considerable bagaje de referencias culturales: los relatos de Borges, entre tantos otros ejemplos). Pero por más que se refiera a hechos que han ocurrido y han sido relatados por los discursos historiográficos, la Historia no está “afuera” sino “adentro” de la ficción. No hay, obviamente, un “relato” que ya viene hecho y que el autor se limita a tomar y repetir. Cada escritor “construye” la Historia y su historia con una mirada original, en el interior de la narración. Configura las escenas, los personajes, los climas, la intriga; marca el tiempo y el espacio de una experiencia imaginaria del pasado, que además nunca es “sólo” del pasado. La narrativa histórica es en algún sentido no menos prospectiva que la ciencia ficción. En Latinoamérica, al menos, lejos de la mera evasión hacia otro tiempo mirado como territorio exótico, la ficción histórica, lanzada hacia la reinterpretación incesante, busca allí la raíz de los males del presente y no deja de proyectar hacia un futuro las líneas truncas de las utopías.

A partir de los años ochenta se produce en la narrativa argentina un resurgimiento de la ficción histórica, con obras como Respiración artificial (Ricardo Piglia), Juanamanuela, mucha mujer (Marta Mercader), Río de las congojas (Libertad Demitrópulos), que muestran, con diferentes matices, esta renovada concepción del género. En los años noventa, la fuerte demanda del público estimula la producción y publicación de textos que se postulan como novelas históricas, aunque la mayoría de ellos no alcanza la calidad ni la complejidad estética que caracterizó las obras fundamentales de la nueva novela histórica en América latina. No obstante, más allá de los desniveles en los logros literarios, pueden señalarse ciertos rasgos comunes interesantes (cuyo grado de elaboración depende, claro está, de los dispares talentos y esfuerzos de los autores): la “desconstrucción” de los próceres del aparato didáctico escolar, la “(re) invención (hallazgo)” de las “heroínas”, reposicionadas en el espacio público (y también épico), de la cultura y de la Historia donde actuaron, el (re) conocimiento de las etnias no blancas (pueblos originarios, afroargentinos) como sujetos activos de los procesos que desembocaron en la Argentina actual.

Existen ciertamente ficciones históricas instrumentales: vehículos para la divulgación didáctica, marco para la eclosión de romances tempestuosos en las novelas erótico-sentimentales, formas varias del entretenimiento. No es malo entretenerse ni aprender algo. Pero la narrativa histórica puede dar mucho más: un inquietante replanteo de la existencia desde una construcción estética y conceptual valiosa por sí misma, donde (dando vuelta la definición de Aristóteles) lo “particular” (“Historia”) se torna “universal” (esto es polisémica “Poesía”) porque involucra simbólicamente las coordenadas de nuestro destino y de todo destino humano en los sueños sucesivos de las culturas.

El último libro de María Rosa Lojo, de reciente reedición, es La Princesa federal (El Ateneo), sobre la vida de Manuelita de Rosas.

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