› Por Tamara Kamenszain
Ungaretti, en el El cuaderno del viejo, lo sintetiza así: “Agrupados hoy/ los días del pasado/ y los que llegarán”. Ese sería el estado poético de la vejez consignado en tiempo presente en un cuaderno de notas. Juana Bignozzi, en si alguien tiene que ser después, llama a ese estado de cosas “la luz de la edad”. Porque la edad ilumina el tiempo agrupando, en el presente de una anotación, lo que del pasado tiene que ser después. Con esa inspiración actual de lo premonitorio, la poeta se pone en edad y nos lo avisa: “nadie sabe que una mujer que ha entrado en la vejez/ vuelve a sentir”. Queda claro que la poesía, como ningún otro género, permite mostrar sin retoques la foto más actualizada y que esa foto va a ser siempre la mejor. Bignozzi la llama “El retrato moral”, un retrato que no miente su edad (“pongo sobre la mesa los años de mi vida”) pero que tampoco mistifica las glorias del pasado (“me saco los anillos de los símbolos y las fechas”). Porque el estado de vejez que distraídamente aloja en el día a día lo que vendrá, es en Bignozzi un ejercicio de rejuvenecimiento del oficio. Aquella alta poesía cargada de símbolos, situada en el extremo más reaccionario de la sacralización del género, fue siempre blanco de sus versos-dardos. Incluso con sus compañeros de generación, las políticas de la lengua marcaron complicidades pero también divergencias: “había un mundo infalible para escribir poemas intensos/ los mitos más cursis eran palabra santa”, decía ya en 1989 en Regreso a la patria. Es que la militancia del decir para una mujer que avanza “letra a letra ganando una guerra”, no tiene nada de estetizante. Sobre la mesa en la que arroja los años de la vida, ella dice: “no hablo de la soledad del alma/ ésas son cosas de poetas/ llamo soledad a cenar sola en mi ciudad”. Esta denuncia, que deja a otros a cargo del alma mientras una mujer que cena sola queda como único sostén de la experiencia poética, es toda una declaración de principios. No más la poesía como maquillaje retórico para transmitir lo que le pasa o le deja de pasar a alguien. Ahora, lo que permite que el decir toque por fin lo real es el cruce sin ambages entre lo íntimo y lo público. Es esa posición guerrera que avanza haciéndole lugar a la verdad la que los jóvenes leen hoy en Bignozzi. Se trata de un estado de vigilia crítica que pone las cosas en su lugar incluso con la risa de la rima: “mientras mis colegas escriben los grandes versos de la poesía argentina/ yo hiervo chauchas ballina”. Es por eso que en la obra de esta poeta grande no hay grandes versos destinados a quedar arrumbados en el museo. Y si es que efectivamente alguien tiene que ser después, la luz de la edad ya parece estar dedicándole, en tiempo presente, un futuro nuevo: “escribir unas palabras fuera del ruido/ para que alguien borre la inmediatez/ y recupere una ausencia, una ciudad, una calle/ en la que pueda ser eterno”.
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