En la pantalla se lee el cartel “No trespassing”. La música de Bernard Herrmann comienza a fluir como las imágenes de Xanadú, la mansión del magnate Charles Foster Kane. Inesperadamente, en la sala oscura se sienten murmullos y casi imperceptibles movimientos. En la sala Leopoldo Lugones del Teatro General San Martín, no siempre las cosas funcionan de un modo ideal: a veces la película se interrumpe, los rollos están cambiados, o un jubilado que prefiere dormir la siesta en el cine, ronca en la fila de atrás. Pero esta vez no se trata de un error sino de un acontecimiento: lo que a primera vista son unos bultos que se tambalean por el pasillo, comienzan a ser dos cuerpos acompañados por el ruido de un bastón. Jorge Luis Borges, con María Kodama que lo lleva del brazo, entra al cine para ver El ciudadano (Citizen Kane), de Orson Welles.

En 1941, Borges se sintió abrumado por el film y dejó constancia de ello en una reseña en la revista Sur: la historia de Charles Foster Kane le había recordado a El Eclesiastés, a Franz Kafka, a Macedonio Fernández.

Pues bien, cuarenta años después, Borges ha vuelto. Ciego, con ochenta años, se interna otra vez en ese “laberinto sin centro” que era para él El ciudadano. Borges, que casi había nacido con los primeros films mudos, nunca –ni aun habiendo perdido la vista– dejó de ir al cine. Todas las semanas, a veces en días consecutivos, vidente o ciego, fue un espectador de un fervor constante, indeclinable, épico.

Una tarde de principios de los ochenta, entonces, le leen en un periódico que en la sala Lugones exhiben El ciudadano, de Orson Welles. Cuarenta años antes había afirmado que la perduración de El ciudadano sería similar a la de una antigualla venerada que nadie se resignaría a rever. Ahora, sin embargo, está entre nosotros, sentado en la butaca, con una pasión por las imágenes cinematográficas que supera la mera imposibilidad de verlas.