Nada. Los muertos ya no quieren nada. Somos los vivos. Por eso mi padre sabrá entender que luego de un año de trabajo sobre su vida y obra y sintiendo que ya he delegado en las personas más pertinentes su trabajo póstumo me libero de todo. La herencia es aquello que no me podré sacar de encima. No quiero nada, lo dije siempre. Supongo que si mi padre fuera empresario estaría heredando tierras, peleando por dinero, porque sí me hubiera enseñado que vale, o quién sabe llorando las quiebras y sorpresas de nuevos hermanos, mujeres, familias en el extranjero. Pero sale la sucesión y se reparte y a otra cosa. Pero me digo, no. No debe ser así, es muy simple. Ninguna muerte simplifica. Ahí somos todos iguales, los hijos y los padres. Los que se van se van igual y los que quedan quedan con problemas de la misma intensidad y diferente tenor. Pero quedan. Siempre queda algo. Aunque sea un acto último en un pedazo de pan mordido. Y a veces alguien vive la vida que el otro dejó. ¿Cuándo se termina y muere?... Creo que depende de nosotros. La otra muerte no. Esa es circular. Como decía mi padre, estoy acá temporariamente. Por eso alquilaba y no compraba nada. Miento. Después de enterrarlo en un cementerio público suponiendo que el mercado capitalista de la muerte iba en su contra y aunque él me decía siempre que lo tire al tacho de basura (cosa que no pude hacer porque me ganó la morgue de mano), encontré, casi año después, el contrato de 1998 con la parcela de color naranja en el sitio Q de un cementerio privado de Quilmes que había comprado. Quizá para recalcar que su única compra fue su muerte. Que eso sí lo sabía. Y, de paso, me dejó una comprada a mí en cuotas, pero por suerte la dieron de baja por falta de pago. Qué lindo, ¡gracias pa!
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