Domingo, 6 de noviembre de 2011 | Hoy
Usted llega a Francia en 1966. ¿Qué representó para usted Lacan?
–Un acontecimiento que, como el psicoanálisis, fascina y perturba. Por entonces, preparaba una tesis sobre el Nouveau Roman y conocí a Philippe Sollers, que me llevó a los seminarios de Lacan. Lévi-Strauss había “estructurado” los mitos y el intercambio de mujeres en las llamadas sociedades primitivas. Benveniste cotejaba la lingüística estructural y generativa con el inconsciente freudiano y con el panteón indoeuropeo; Goldmann trepaba de Marx a Hegel; mientras que la delicadeza de Barthes, atento a Tel Quel, ponía muy nerviosa a la Sorbonne; también Derrida, a la escucha de sus experiencias de lenguaje, reescribía la fenomenología de Husserl y Heidegger en Gramatología. Pero el acontecimiento era Lacan. El no profesaba a los clásicos, ni recitaba nada prefabricado, sino que prestaba su presencia y su palabra a los sueños y angustias de su auditorio para transformarlos en pensamiento. Y ese pensamiento se construía en voz alta y delante de nosotros en la carne de una lengua francesa tan exigente como onírica. Confieso que, al principio, el rito teatral, algo surrealista y algo católico, de ese gran burgués, me mareaba un tanto. Pero sólo tengo un vicio, la curiosidad, y traté de entenderlo. Entonces me cautivó. Siempre con la guía de Sollers, seguí su seminario en la Escuela Normal y luego en la Facultad de Derecho.
Lacan se volvió amigo de la pareja que usted formó con Philippe Sollers. ¿Qué le provocaba eso a la joven intelectual que, por ese entonces, usted era?
–“Amigo” es demasiado decir. Y en cuanto a la “pareja”, sufrió una perpetua refundación por el psicoanálisis. Cada uno de nosotros mantenía con Lacan vínculos de afecto fundados sobre una genuina seducción intelectual. La mía empezó a partir de una entrevista que tuve que hacer para una revista de semiología: como su teoría del inconsciente “estructurado como un lenguaje” parecía oponerse al inconsciente freudiano, comprendido como un reservorio de pulsiones, era necesario que la investigación semiológica posterior a Pierce y Saussure aprovechara esa renovación. Cenamos juntos en la Calèche, su restaurante habitual, e inmediatamente se instaló entre nosotros una proximidad muy fuerte fundada sobre un respeto mutuo. Nunca hice la entrevista, pero nuestros encuentros se fueron haciendo cada vez más habituales.
Sin embargo, usted no quiso que él fuera su analista.
–Nos conocíamos demasiado como para que él fuera mi analista. A la vuelta de nuestro viaje a China, al cual él renunció a último momento por razones personales, fui a verlo para que me recomendara a alguien de su escuela. Y el nombre que me sugirió era el de una amiga íntima que tenía en esa época.
¿Por qué?
–También me lo pregunté yo. Quizá porque quería hacerme entrar en su clan, en su círculo erótico, como si la adhesión a su pensamiento pasara por una suerte de incesto. O quizá consideraba que todo eso no tenía la menor importancia. Siempre me negué a participar de eso que Lacan me proponía, a tal punto que elegí otra formación, la de la Sociedad Psicoanalítica de París (afiliada a la IPA). Pero me parece que Lacan respetaba mi necesidad de libertad. Luego de la publicación de mi libro Polylogue, en 1977, a él le asombró la tapa: un enjambre de ángeles de Giotto. Le contesté que eso representaba la lógica plural del imaginario: el que se dice “individuo” estalla en las variantes de sus sublimaciones. “Ya veo –me dijo sonriendo–, al revés de los miembros de una escuela, que no son lamentablemente singulares... Pero usted no tenía necesidad de todo eso.” Por esa época disolvió su escuela. Tenía miedo de que transformaran en un dogma su pensamiento.
¿Pero usted se vio influida por él en su práctica analítica?
–No. Yo propongo sesiones largas, en el mejor de los casos de tres veces por semana, con interpretaciones de tipo freudiano. Pero, ¿no es acaso la atención freudiana sobre el lenguaje, aquella que el fundador del psicoanálisis empleó en sus primeros análisis sobre los sueños, lo que Lacan retomó y amplificó en el contexto de la lingüística estructural? Ese poder del lenguaje para bloquear –pero también para desbloquear– la inhibición, el síntoma y la angustia, fue lo que Lacan puso en el centro de la escena, pretendiendo que sólo se trataba de un simple “retorno a Freud”. ¿Modestia retórica o desviación con la cual se protege? Yo veo ahí, sobre todo, una extrema atención dedicada a la lengua materna, el francés en su producción, que Lacan instaló en el corazón de la escucha psicoanalítica. La lengua maternal, insiste, es la vía regia para entender lo singular de cada paciente. Y para hacer de cada cura una experiencia “poiética”, en el sentido inconmensurable de esa palabra, que revela lo inconmensurable de cada ser hablante. Esas aproximaciones encuentran sus límites cuando la interpretación psicoanalítica se enferma con juegos de palabra, puras reconstrucciones formalistas de sentido, vocales y sílabas, ignorando los afectos y las pulsiones. Al contrario, la originalidad específica del psicoanálisis reside precisamente en la concepción heterogénea de la actividad significante del ser humano: energía y sentido a la vez, pulsión y significante.
¿Usted ha ido entonces más lejos en el análisis del lenguaje que Lacan?
–¡La investigación en psicoanálisis continúa después de Lacan! Comporta por ejemplo la idea de la convivencia, en el lenguaje, de la sexualidad y del pensamiento. Sobre todo a partir de Melanie Klein, Winnicot y Bion en Inglaterra. En Francia, los trabajos de Piera Aulagnier, y sobre todo los de André Green sobre la heterogeneidad del significante, orientaron también mis propios trabajos de semiótica y de psicoanálisis. Me interesa particularmente esa dimensión del sentido que llamo “semiótica” y que es del orden del pre-lenguaje, melodías y entonaciones, en las cuales se imprimen las sensaciones y afectos propios a las relaciones pulsionales precoces entre madre y niño. Los analistas lo perciben también en la palabra de los depresivos y en aquellas personas que, en la sociedad de la imagen, reducen su expresión verbal a partículas del lenguaje, mientras que la verdad de su inconsciente se esconde en ese registro arcaico.
Desde una perspectiva teórica, ¿qué queda hoy de Lacan?
–Tres propuestas que todavía no pudimos dimensionar en su justa medida. Volvió a comunicar los pasillos que unen el psicoanálisis con el vasto continente del pensamiento: la filosofía, pero también la teología, evidentemente las ciencias humanas y las otras ciencias también. Sin ese aliento en el que se originó el psicoanálisis –no olvidemos que Freud es un hombre de las Luces y de su enciclopedismo– el psicoanálisis se vería condenado a reducirse a un régimen psicologizante. Invitando a los analistas a leer la inscripción de traumas, alegrías y dolores en los pliegues del habla infantil, él vuelve a otorgarle un vigor inesperado a una diversidad cultural, y hoy se tiene gran necesidad de eso: la verdad de nuestros cuerpos banalizados y globalizados pasa por la lengua nativa, es ahí que se inscribe la huella singular de cada sujeto parlante. Y es a partir del multilingüismo que podrá desarrollar una creatividad inesperada. Sin haber sistematizado su pensamiento sobre lo femenino ni sobre las religiones, los aportes de Lacan sobre el “goce femenino” o el “goce del otro” se suman a su insistencia sobre la “función paternal” y el “Nombre del padre”, constituyendo valiosos fundamentos para pensar la historia de las religiones, pero también la religiosidad (no sólo aquellas monoteístas), y hasta esa necesidad de creer como componente universal y esencial de los seres parlantes. Sus avances le hicieron recuperar al psicoanálisis su alcance histórico y político, que me parece una apuesta esencial del descubrimiento freudiano, pero que el psicoanálisis actual tiende a ocultar o a ignorar cuando se vuelve demasiado esotérico o simplemente vulgar.
El filósofo Slavoj Zizek presentó a Lacan mediante el prisma del cine de Hollywood. ¿Usted apreció ese gesto?
–Como todos los “ismos”, el lacanismo se deja estrangular por sus escuelas y disciplinas. Pero el acontecimiento Lacan invita también a ser leído en el texto y es importante que la investigación en psicoanálisis, por más de lejos que provengan sus analistas, desarrolle la polifonía de su enseñanza. Con el riesgo de que esas voces se apilen en el shopping del merchandising psicoespiritual, donde todo vale y entonces nada vale nada. El rigor existe: consiste en sujetarse a los fundamentos de la teoría freudiana, bajo los cuales la sexualidad –sea esto una tragedia o una divina comedia– resulta accesible al lenguaje, a condición de respetar el juego de transferencia y contratransferencia. Un solo criterio: la clínica. Es lo que nos protege de divagaciones funambulescas y de los nuevos gurúes.
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