> UNO DE LOS EDITORES DE LA NOVELA CUENTA EL BACKSTAGE
› Por Gabriel D. Lerman
Nicolás Casullo escribió la novela Orificio a comienzos de los ’90, en pleno auge menemista. En esa escena política desoladora, mientras Ricardo Piglia escribe La ciudad ausente y el guión de La sonámbula –película de Fernando Spiner–, Osvaldo Soriano aborda Una sombra ya pronto serás y José Pablo Feinmann la emprende con La astucia de la razón, Casullo escribe, en voz baja, sin aspavientos, Orificio. Fue, según él, un ejercicio estilístico para escapar de la escritura acaudalada, de oraciones prolongadas, de su novela anterior, El frutero de los ojos radiantes (Folios, 1984). Pero decide no publicarla, al parecer porque el final no lo convencía. Sospecho que había en esa novela una suerte de fantasma encerrado, un misterio violento e innombrable que le devolvía una imagen ardua, difícil de ubicar literariamente en el contexto nacional. Era la proyección de un Apocalipsis social en medio del silencio, que presagiaba como horizonte una demolición áspera. Luego escribe La cátedra, novela menos ríspida, más exquisita. Sobreviene la crisis de 2001, y entonces el reloj empieza a correr nuevamente con rapidez. Todo el énfasis de la crisis, los esfuerzos intelectuales y políticos por comprometerse con la realidad, por hallar caminos comunes, espacios de reflexión y acción, repone al Casullo que, una vez más, pone desde el ensayo su luz en el panorama contemporáneo de las ideas. Desde el diario, desde la revista, desde la cátedra, el intelectual sartreano despliega sus talentos. Orificio queda en el cajón por mucho tiempo, hasta que en 2008 el reloj de la vida le impone una final adelantado, y el Casullo escritor retoma la corrección de la novela pendiente.
Conocí personalmente a Casullo a mediados de 2003, cuando evaluó mi tesina de Comunicación sobre Plaza de Mayo y, al terminar, me propuso anotarme en la Maestría en Cultura y Comunicación de la UBA, que empezaba a dirigir. Con todo lo que me había costado llegar hasta allí, pensar que alguien como él pudiera aconsejarme seguir era mucho más de lo que jamás hubiese esperado. Desde entonces me abrió las puertas de tantas cosas que sólo guardo gratitud. Pero además, y esto realmente es más de lo que nunca había anhelado, me devolvió una sorpresa y una provocación constante, un presenciar y convivir no tanto con la obra del maestro consagrado que mira quieto y satisfecho desde la torre sino con un tipo con los brazos arremangados que te interpela con nuevos libros, con intervenciones públicas por arriba de lo común, con alguien que empezaba a sentir que el desenlace político de 2001-2003 con la emergencia de Kirchner era una vuelta de la historia que arremolinaba su vida y su obra, y lo arrojaba inesperadamente al centro del ring.
Hay caminos en la vida que nunca se cruzan, que transcurren de forma paralela e independiente, y aunque si se las busca uno puede hallar relaciones y resonancias entre unos y otros, cierta prevención o incluso ciertas reglas del decoro y las incumbencias específicas, recomiendan no mezclarlos. Hasta que algún acontecimiento, como se dice, opera en contrario. Conocí a Claudio Zeiger una tarde de septiembre del año 2000 cuando le llevé mi primera novela, recientemente publicada, en busca de una reseña bibliográfica. Tenía fama de duro, de crítico literario exigente. Lo seguía desde mucho tiempo atrás en Página/12 y en V de Vian. Sabía de su novela Nombre de guerra, pero no le conocía la cara, ni mucho menos había conversado con él alguna vez. Me recibió en el hall de la histórica redacción del diario de la avenida Belgrano, tomó en sus manos el libro, escuchó algún tartamudeo mío sobre no sé qué y en pocos segundos me saludó y se fue. Recuerdo que ya entonces solía paralizarme el vértigo arrollador de los medios, la rapidez con que la gente habla y toma decisiones, frente a mi lentitud resfriada y mi parsimonia de otro mundo. Un mes y pico después recibí un llamado donde me preguntaba si tenía una foto mía y, con ese tono halagador de la inminencia periodística, me avisaba que esa semana iba a salir la reseña de Rutas para cuatro viajeras. Pasó el tiempo, sobre todo ese 2001 tan demoledor y desestructurante de hace diez años. En algún momento comenzamos un diálogo esporádico, luego nos encontramos a cenar un par de veces y fue naciendo una amistad. En mayo de 2002 escribí mi primera nota para Radar cuyo título era “Plaza llena, corazón contento”, y en la cual recuperaba algunas notas sobre la historia política de Plaza de Mayo, que había reunido para la muestra 2010 Plaza de Mayo, que por esos días se presentaba en el Museo Nacional de Bellas Artes. A partir de allí me interné durante meses en el laberinto de la Plaza, y debo a esa muestra y a esa nota el origen de la tesina que presenté con la dirección de Eduardo Rinesi, y que Casullo evaluó.
Supe de Orificio por Mariana Casullo. Tras la muerte de Nicolás intenté escribir algunas cosas sobre él, condensar cosas sueltas. Un día, Mariana me dice que hay una novela inédita. Que es una novela distinta, potente, con la que su padre tuvo desavenencias, idas y vueltas, pero que estaba ahí, sin publicar. Cuando recibo ese manuscrito, fotocopia de un original escrito a máquina con enmiendas de puño y letra de Nicolás, me produjo una conmoción. Allí había un Casullo desconocido, de una literatura muy jugada, encriptada y bella, alejado de sus otras novelas y de su ensayismo, pero no porque algunas de las líneas profundas de Orificio no pudiesen leerse en el reverso de sus reflexiones sobre estética y política, sobre todo las de los últimos años en la revista Confines, sino porque aquellas intempestivas contra la cultura y la política sembraban la esperanza o el deseo de que algo de todo aquello fuese volcado finalmente al propio arte. Como aquella máxima algo demencial de Steiner que sólo admite como respuesta válida a una obra de arte, otra obra de arte. Y la sensación al tener Orificio en la mano fue que ahí estaba la respuesta que Steiner reclamaba.
Una de las veces en que más hablé de literatura con él fue cuando surgió una especie de intercambio sobre los ‘80. En aquel momento organizó un dossier sobre “País y Literatura” que se publicó en junio de 2006. Quise saber qué pensaba de la literatura argentina de entonces. Lo noté muy incómodo, casi como si se tratara de un tema inaccesible. Había en él un barruntar de extrañeza con el grupo Shanghai y la revista Babel. Recordó con pudor, porque no era alguien que se pusiera de ejemplo de nada, que su novela El frutero de los ojos radiantes había sido premiada en 1984 por Enrique Pezzoni, Héctor Tizón y, remarcó, Beatriz Sarlo. Como si extrañara una posición, acaso un reconocimiento que habían amagado darle en el terreno literario y luego, había pasado de largo. Enseguida dijo que si bien estaba acostumbrado a que tanto él como Horacio González aparecieran permanentemente en Crisis, Fin de Siglo y Babel, encasillados y convocados en calidad de peronistas setentistas, no los habilitaban para opinar de tantos otros temas y formas.
De alguna manera, la novela Orificio y la editorial Astier vieron la luz juntos. El proyecto editorial empezó a ser un boceto. Se supone que un escritor se pone a editar cuando necesita decir algo más de lo que encaja en las dimensiones de una novela o un cuento. Cuando necesita acompañar, empujar una corriente de ideas. Algo del orden de la inconformidad, respecto de ciertos abordajes de lo literario nacional, está en el fondo de todo esto.
Le pusimos Astier como un homenaje directo a Roberto Arlt, particularmente a Silvio Astier, el protagonista de El juguete rabioso. Pero no fue de un día para otro. Cuando decidimos arrancar y nos tocó elegir el primer título, Orificio volvió a posarse como emergente de una erupción volcánica. Después vinieron las largas conversaciones con Ana Amado, su sensibilidad y su testimonio directo del trabajo que había invertido Nicolás en el texto, de sus diálogos sobre la ficción, sobre la posibilidad de imaginar una civilización en un terreno conocido. Cuando la novela ya marchaba a imprenta, conocimos la obra de Liza Casullo y su aliento joven, desprejuiciado, nos permitió pensar a Orificio desde lugares originales: el cine, la música, el teatro, la plástica. Es notable, pero si algo caracteriza a esta novela es un tipo de imaginación oscura, precisa, como si el autor fuese un dibujante del país de las últimas cosas.
Leí que los sabios y los poetas de todos los tiempos han exaltado siempre la amistad. Que, para los griegos, la amistad expresa virtud y que es un regalo de los dioses. Cicerón dijo algo así como que “sólo en el peligro se conoce al verdadero amigo”. Pues en todos estos años tengo para mí que, por distintos caminos, tanto Claudio como Nicolás han cumplido todas y cada una de estas características, y no tengo la certeza, por mi parte, de haber empardado esa correspondencia. A lo mejor el proyecto Astier Libros se aproxime a la huella de un camino a veces olvidado, donde el placer y la rebeldía se dan la mano.
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