Domingo, 11 de diciembre de 2011 | Hoy
Por Pablo De Santis *
En los primeros ‘70 Borges publicaba sus poemas en el suplemento cultural de La Nación. Mi madre los recortaba y los ponía bajo el vidrio de su mesita de luz o bajo el vidrio de la cómoda, entre fotos familiares y estampitas de bautismo y comunión. Yo me detenía a leer esos poemas, entre los que recuerdo Lo perdido, El pasado y, sobre todo, El desdichado: “He cometido el peor de los pecados/que un hombre puede cometer. No he sido/ feliz. Que los glaciares del olvido/ Me arrastren y me pierdan, despiadados.” Este era el que más me llamaba la atención, tanto que es uno de los pocos poemas que sé de memoria junto con alguno de Rubén Darío. Era un poema triste, y a la vez una invitación a la vida y a la búsqueda de la felicidad; al leerlo intuí que había siempre en la gran literatura algo que desafiaba el sentido común, la primera impresión que uno se hacía de las cosas. Después los poemas de Borges aparecían en libros, en esos volúmenes de formato grande de la editorial Emecé, ilustrados por grandes plásticos argentinos. Unas ediciones bellísimas. Mientras tanto, bajo el vidrio, los poemas que mi madre había recortado iban amarilleando. Como mi madre ya tiene nueve nietos, hay tantas fotos y estampitas bajo el vidrio que no sé si los poemas de Borges siguen estando allí.
A los 15 años vi por primera vez el proceso de composición de un libro. Una amiga de mi madre, María Elena Molina, médica como ella, publicó un delgado volumen titulado Autorretrato. Los poemas eran lindísimos y aún hoy los leo de vez en cuando. No había publicado nada antes y no volvió a publicar nada después. Mi madre me mostró la carpeta negra que le había enviado su amiga con las pruebas de galeras. Había algunas correcciones, con los signos que habitualmente se usan para la corrección, y yo pensé: “Si me voy a dedicar a esto, tendré que aprender cómo se usan esos signos”. Tantos años y veintitantos libros después, todavía no los aprendí.
* Pablo De Santis es escritor.
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