› Por Alfredo Maximiliano Lescano *
Hacia los dieciocho años había leído unos diez libros, entre los que se destacaban Un capitán de 15 años, el dibujo de la tapa se parecía al principito de Saint-Exupéry que todavía desconocía; uno de Conan Doyle, El Challenger –imagino la frustración del traductor frente a la constatación que ninguna expresión española funcionaría como equivalente a challenger–, que era un poco un Jurassic Park para monomaníacos de los pterodáctilos –yo adquirí esa manía automáticamente–, y el Decameron, versión reducidísima, edición del Reader’s Digest, amarillo viejo, sucio, como si hubiera estado escondido por décadas como pornografía –suposición que confirmaba el cuento en el que un cura tenía que “meter el diablo en el infierno” ubicado en la entrepierna de una señorita. Pero mi lectura principal, constante, había sido el Diccionario Enciclopédico Salvat. La enciclopedia Fauna (completa, doce tomos), también de Salvat (un tigre en la tapa del tomo uno), estaba alojada al lado del Diccionario, pero el único artículo que leí fue el del fitoplancton, que es lo más chiquito que hay en el mar. Después de la escuela, antes de dormir, el domingo a la mañana, cualquier momento era bueno para deslizar un tomo del Diccionario, habitante de honor de mi habitación de niño. Ni siquiera tenía demasiadas ilustraciones, y ni siquiera estaba completo: llegaba hasta la palabra “peca”. Yo tenía sólo 9 de los 12 tomos, mis viejos habían comprado hasta el noveno en el supermercado Disco y el décimo no lo compraron, les pareció caro o no tenían plata (más o menos esto es lo que me dijo mi mamá cuando le pedí explicaciones), quizá cuando apareció el undécimo ni se plantearon la posibilidad, porque como no tenían el décimo, de qué servía tener el undécimo. Los nueve tomos eran, y lo digo sin ningún esfuerzo de memoria: “a-arre”, “arre-buru”, “buru-coqui”, “coqui-elec”, “elec-frai”, “frai-hugh”, “hugo-list”, “list-mun”, “muñe-peca”. El que más me gustaba era “muñe-peca” por su sonoridad y porque era el último. Todos me gustaban, aunque saber que no estaban los últimos tomos era un agujero permanente, algo insoportable.
Es hacia los dieciocho años que tomé conciencia –en una tarde con lluvia, en una librería de barrio– de todo lo que había para leer, además de mi diccionario. Los nombres de los autores se me aparecían cargados de misticismo, Kant, Lugones, Alighieri, nombres familiares, desconocidos, en la composición inaccesible de los estantes de la librería, estaban ahí significando su llamado. Estar frente al Mundo por primera vez, frente al Hombre, frente a la Historia, y lo peor (lo peor) no saber cómo dar el primer paso, desear frenéticamente apropiarme del todo, pero teniendo la certeza de que existía un cierto recorrido minucioso del que nadie me había hablado, del que no tenía noción. Me compré, sudando, el Ser y Tiempo de Heidegger, que me imaginaba como albergando una totalización del Universo –todavía ignoraba la Enciclopedia Británica–.
En realidad esa tarde se inscribe en una línea de angustias. Para el diccionario, la angustia es “un malestar psíquico y físico, nacido de un sentimiento de inminencia de peligro, caracterizado por un temor difuso que puede ir desde la inquietud al pánico y por sensaciones dolorosas epigástricas o laríngeas”. Y también “desde Kierkegaard y el existencialismo: inquietud metafísica nacida de la reflexión sobre la existencia”. En latín clásico la palabra angustia significaba sobre todo “estrechez” o “espacio estrecho”. Yo la asocio a un animal que me acosa. Por lo demás, todas estas acepciones se aplican al pie de la letra. Con una salvedad sobre el sentimiento de inminencia de peligro: eso, lo temido, siempre está, es. Una línea de angustias, recta, intensa, constante, inevitable, que cobró su sentido definitivo ese día, a mis dieciocho años, en la librería. En todo caso es una hipótesis: la hipótesis de que todo se me reveló un día, romántica. Otra posibilidad es que ese día haya efectivamente llegado y transcurrido de esa manera, pero que la angustia se haya gestado lentamente durante todos los años anteriores, por ejemplo, a partir del truncamiento del Diccionario Salvat (faltaba todo –todo– lo que venía después de “peca”). La tercera hipótesis es que nunca haya habido otra cosa más que esa angustia y que ese día sólo se me haya hecho evidente. La cuarta hipótesis es que ese día sólo se instaurara en simbólico post hoc, que en los hechos sólo se me haya presentado una molestia por no saber qué libro elegir en la librería. Voy a asumir que todas las hipótesis son verdaderas simultáneamente. Ese día llegó y algo pasó, esa tarde, después, antes, la angustia se presentó. El lugar estrecho estaba ahí. Y a pesar de las variadas vicisitudes que fueron pasando, cada nuevo libro que cae en mis manos, lo abro en medio de una imploración silenciosa por que el monstruo termine por irse.
Un día, hace unos años, encontré los tres tomos que faltaban en una librería de viejo de la calle Corrientes. Yo ya tenía mis propios diccionarios completos, diccionarios de sinónimos y antónimos, de colocaciones, diccionarios etimológicos, de nombres propios, diccionarios bilingües y monolingües en no menos de diez lenguas, ya les había comprado numerosos diccionarios a mis hijos, ya me había vuelto incluso doctor en lingüística y enseñaba ya esa materia en una universidad de un país lejano, pero ese día encontré en una librería de Buenos Aires los tres últimos tomos del Diccionario Enciclopédico Salvat, los que venían después de “peca”. Los tuve en mis manos –sentí el olor, que había olvidado, del plástico transparente que envolvía a cada volumen recién comprado, sentí en el cuerpo (en la piel, en los pulmones) el placer que sentía cuando traían el tomo del mes ¿corría a recibirlo?, ¿me lo traían a mí o simplemente lo traían para el futuro, para cuando hiciera falta que los chicos usaran un diccionario?, ¿quién lo traía?, ¿mi papá cuando volvía del trabajo?, ¿mi abuela?, ¿mi mamá cuando yo estaba en la escuela?, ¿mi mamá me llevaba a comprarlo?, ¿cuándo pasó todo esto? Miré los pares bisilábicos de los lomos para incorporarlos a la serie, para ver cómo se relacionaban con el resto –se relacionaban mal: eran verdaderos intrusos. Supe que no los iba a comprar. Ya no había placer en tenerlos.
* Alfredo M. Lescano es lingüista.
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