Dom 11.12.2011
libros

París Munro

› Por Carlos Rivas *

La cosa en sí empieza en 1964, quizás. O 1966. Yo tenía 14. O 16. Colectivo línea 41. El Azul, decíamos. “Me tomo el Azul.” De ida al secundario hasta Belgrano y de vuelta a Munro. Todos los días. Mezclado con la carpeta negra de tres anillas, Julio Cortázar. Llevaba a Cortázar a Belgrano abajo del brazo y lo traía de vuelta, un poco más leído. Siempre sentado en el Azul (llegaba casi vacío a esa hora), con una birome roja en la mano y el sabor reciente de la tortilla de mi madre en la boca. “La salud de los enfermos.” “La señorita Cora.” “La autopista del Sur.” El Azul se iba llenando de pasajeros. Subían caras familiares desconocidas. Se mezclaban las conversaciones. Mi birome roja subrayaba fragmentos. Por la ventanilla pasaba el cruce de la Gral. Paz. Alguien hablaba en francés. ¿En el Azul? Y doblaba en una esquina de Montmartre, para agarrar Congreso. Frenadas. Subían chicas divinas con sus delantales medio metro por arriba de las rodillas. El Azul corría por los túneles de Quartier Latine. Sonaban palabras como “no somos vacas”, “chivo”, “Frondizi”, “tortuga”. Con cada línea subrayada, me sentía crecer. Gauloises, sin filtro. ¿Debo fumar, como Ricci, que ya debutó? La Señorita Cora subía todos los días en Acha y Republiquetas (hoy Crisólogo Larralde). Morocha, bajita, pollera tableada, dos piernas. Dos piernas. Capaz que iba al Pirovano. Se bajaba en Sacre Coeur, con la carterita colgando y me miraba. Yo doblaba la esquina de la hoja, áspera. (¿Por qué no usé los boletos como señaladores hasta más grande, con Borges o Balzac?) y la miraba mirarme de reojo cuando se iba caminando por Roque Pérez. Afuera lloviznaba a veces, en el Sena, y ella abría su paragüitas y corría con sus piernas torneadas de Moulin Rouge.

No tenía 14. O 16. No podía tenerlos. El olor a tabaco, a alcohol, a rouge, a sexo, que Julio me ponía entre las manos, me engrandecía. La lengua coloquial de Julio que no se hablaba, en verdad, en ningún lado, se me hacía un código secreto. Entre él y yo. Sus sintagmas armaban mi pensamiento como un “Mis ladrillos”. Y el mundo (el mío) empezaba a tomar la forma de ése, por no tenerla aún. No el de Cortázar; el de sus palabras. El amor lo aprendía de él. Y la angustia. (Muchos, muchos años después, iba a ser mi propio Julio fumando Parisiens fuertes en La Academia, escribiendo entre el bailoteo de los dados dentro del cubilete y el choque exquisito de las bolas de marfil en los billares). Pero en el ’64, arriba del Azul, cruzando Champ Elysèes, con una erección debajo de la carpeta negra y diciéndome que alguna vez tendría que conocer Agronomía, mi cerebro iba copiando la forma. (También descubrí, cien años después, que Chabrol o Truffaut habían viajado en el Azul leyendo a Julio. Y doscientos años después de eso, entendí que El último tango en París lo había escrito él. Y a Bertolucci, también.)

Cuando el Azul llegaba a Congreso y Cabildo, donde bajaban algunos conocidos y subía mucha gente de saco y corbata, bancarios o empleados de Seguros, yo ya los despreciaba. Esos tipos no entenderían jamás las persecuciones melancólicas por calles empedradas que yo venía haciendo trece, quince, veinte paradas atrás. Y yo las había subrayado doble, porque un hombre corriendo desesperado a la orilla de un río, de noche, con el sobretodo desabrochado y un Gitane colgando de los labios, cruzando entre los Citroën, porque su novia prostituta había muerto atropellada, mamita. Por favor. No es para bancarios o vendedores de sedería de Cabildo y Blanco Encalada. Y en esa parada, yo ya tenía, por lo menos, veinticinco años.

Y así fue siempre, desde esos días. Si vivir en Munro no fue la verdadera causa de mi afición a los libros, vivir en Munro fue la verdadera razón de mi hábito de lectura “móvil” que conservé durante largos años. Otros colectivos quizá, aunque El Azul siempre terminó siendo la última y fiel diligencia que me depositaba en la aldea. Con los años descubrí que el único colectivo que existió, para mí, fue El Azul, el 41. Y el único chofer, Cortázar.

El gran Antón (tiene nombre de micro, al fin y al cabo) Chejov ya no es de colectivo y el colchón se había subido a una cama. Y ahí se empezó a pudrir todo: Freud, Shakespeare, Paulo Freire, Walsh, un quilombo. Había que ir al cine, leer en La Giralda hasta enganchar algo, pelearte con la JP, dejarte la barba, subrayar a Lacan, en fin. Un laburo infernal ser medio bolche. Y encima te puteaban los amigos. Para colmo, perdimos.

Pero la verdad, la pura verdad, se armó en el 41. El Azul. Si no fuera por él, a lo mejor yo sería canillita o quiosquero, como mi viejo. ¿Quién te dice?

Ironías de la vida: hoy se sigue llamando “El Azul S.A.” y hace el mismo recorrido. Pero parece que se confundía con otro. ¡Y ahora el azul es totalmente amarillo! ¿Podés creer, Julio?

* Carlos Rivas es actor y director de teatro.

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