Domingo, 8 de enero de 2012 | Hoy
> LA POESíA DE HUGO FOGUET
Por Javier Foguet
Teodosio Weiger, un personaje abocetado con maestría en tres o cuatro páginas de Pretérito perfecto, es una clave inestimable para apreciar la noción viva del arte en la que se movió Hugo Foguet. Las pinceladas están a cargo de Furcade –el heterónimo más explícito del autor en la novela– y son, reducidas al mínimo, las siguientes: de origen incierto, medio francés, medio alemán, viaja a Tucumán en 1876, en el mismo tren donde vienen otros hombres que ocuparán un papel central en la historia de la industria y el progreso de la provincia. Lector de Baudelaire y Lautréamont, de Heine, Hölderlin y Novalis, Weiger reserva para sí un porvenir diferente: ocupa una pobre casa en la falda del cerro, dedica su vida a pintar desnudos y a inseminar el harén de mestizas que le sirven de modelo. Hasta aquí las notas sobre Weiger destilan un romanticismo corriente: el retrato de un europeo cultivado que rechaza un sitio de privilegio a favor de un proyecto exótico y salvaje. Pero si Weiger tiene lugar en la novela no es con relación a la avanzada de empresarios de fines del ochocientos sino como figura opuesta a un malogrado grupo de poetas jóvenes –una seguidilla de suicidios– prosélitos todavía en 1920 de Jaimes Freyre y esa corriente más estrafalaria, mística y estéril del modernismo. Desde esta perspectiva, el destino de Teodosio Weiger es exactamente lo contrario a un destino literario: no supone el reemplazo de un ideal (el Orden, el Progreso) por otro (la Aventura); representa mucho más sencillamente la decisión privada, doméstica y genuina, de un hombre que escruta su deseo. Es el artista despierto, capaz de identificar un discurso vigoroso (Weiger lee La Vogue, la revista de Gustave Khan donde colabora Jules Laforgue y donde aparecerá Illuminations de Rimbaud) y de apropiárselo en un modo idiosincrásico y orgánico, en contraposición a los jóvenes del ’20 sobre quienes la literatura ha crecido como una enfermedad que arruina tanto los intentos de escritura como sus vidas. Por eso Furcade-Foguet puede afirmar de él: su obra es auténtica y la persona Wieger no se entiende sin la obra, como la obra sin la persona Wieger. Para decirlo con pocas palabras: Wieger era un artista y de un artista siempre se aprende. Y también: cuando se decide y abandona la Europa de las viejas paredes, no lo hace pensando en una nueva patria (...) “sino en el paraíso que es el nombre (...) que damos a la única patria verdadera –distante, imposible y por eso anhelada–”...
No hace falta aclarar que esa patria inasible es también la patria que alimenta la poesía de Foguet. Que la alimenta y la tiñe con un aire desencantado, melancólico, característico. Un desencanto, en todo caso, que tiene origen más en la avidez inapagable que en una falta de interés por el mundo. Aunque su poesía repase “la crónica desconsolada de la historia universal”, el sustrato de su desconsuelo es más profundo que circunstancial: su sed es más vieja que el agua. No se explicaría de otro modo la riqueza de paisajes contenida en el centenar de poemas que constituyen su poesía completa. No se explicaría tampoco que el sarcasmo, vía regia para la expresión de la desesperanza, no haya disminuido ni un semitono la inflexión lírica de su poesía, única por su mezcla de fuerza y refinamiento, en el panorama poético argentino de los últimos cuarenta años:
Vanamente el poeta ha interrogado el ciego espejo
que la apretada espesura de la muerte
simula en sus órbitas vacías.
Tokugawa Ieasu ha sonreído.
En espíritus sedientos como el de Foguet, el pesimismo suele tener efectos más propiciadores que anuladores. En primer lugar porque puede proveer a la palabra de una precisión y una afectividad milagrosas, explicables como resistencia frente a la perspectiva del desplazamiento del amor. En segundo lugar, porque al impedirle abandonarse en el entusiasmo de espejismos escatológicos y edades de oro, dota a la poesía de una perspectiva compleja y abarcadora, siempre descentrada del discurso crudo de las partes; en una palabra, de una visión genuinamente lírica.
A Guillermo Siles –por su gestión y su exhaustivo trabajo introductorio– y a Santiago Sylvester –por su generoso interés para recuperar una obra cuyo peso ponderó con justeza– corresponden íntegramente el crédito por la reedición de la Obra poética de Hugo Foguet.
A ellos, en nombre de los lectores, se les agradece a través de las páginas de este diario.
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