› Por Cesar Fernandez Moreno
El enamorado ama las cualidades que percibe en el objeto de su amor: algunas de estas cualidades son reales, otras no son más que imaginarias de su subjetividad amorosa.
En lo que concierne a nuestra patria, nosotros los argentinos somos particularmente proclives a adoptar esta actitud arriesgada. Siempre se juzgó que no estábamos demasiado orgullosos de la Argentina: tal vez los que así nos juzgaban tenían razón, tal vez muchas de las virtudes que le atribuíamos eran subjetivas, ilusorias.
Frente a la situación actual de la Argentina, nuestra doble condición de vencidos más o menos participantes y exiliados más o menos voluntarios, nos ubica en una posición peligrosa, donde nos es difícil hacer la distinción entre las cualidades reales e imaginarias, en esta Argentina que, contra todo pronóstico, continuamos amando.
¿Y si “ellos”, los vencedores, formasen, fuesen, la verdadera Argentina? ¿Si “nosotros”, los vencidos, no fuésemos más que un montón de amantes soñadores, rechazados por nuestra tan amada Argentina por la sencilla razón de que ella es en realidad algo fundamentalmente diferente de lo que creemos, de lo que creíamos? ¿Ella no ama a los otros, los vencedores, no solamente porque lo son, sino incluso debido a las condiciones que les son suyas y que los llevan a la victoria?
Sería desde luego imposible pretender que únicamente los acontecimientos de la última década, por no decir los de los últimos cincuenta años, hayan podido hacer nacer esta duda. Muy por el contrario, está enraizada, tan enraizada como es posible estarlo en la historia argentina.
Esta historia está asociada a la de Occidente en el momento del descubrimiento y de la conquista del Río de la Plata, y comenzó con la amarga desi-lusión de los invasores: nada del mítico El Dorado, ningún metal precioso... Hasta que descubren nuestra verdadera e inaudita sorpresa: la Pampa Húmeda, donde los pastos crecen por sí solos, donde la hacienda se desarrolla sola, con la sola y única condición de que guarde la posesión de sus tierras.
Y ahí no se trata de ilusión. Los intentos por hacer “otra cosa” de la Argentina, desde el virrey “progresista” Vértiz hasta unitarios utopistas que lograron hacer partir al tirano Rosas, desde el muy puro, Mariano Moreno, hasta el pícaro, Juan Perón.
La historia argentina se presenta ante nuestros ojos, de algún modo, como una sucesión de falsas partidas, como un elástico del cual se puede tirar, pero que retoma irremediablemente su posición original.
Los agentes de tensión, por supuesto, cambian con el tiempo. A la cabeza del imperio metropolitano tenemos a España hasta el siglo XVIII, Inglaterra en el XIX y desde luego Estados Unidos en el XX. Esos son los centros a donde va a parar la mejor parte de la producción gratuita de la Pampa Húmeda, por intermedio de la oligarquía local que la detenta. Y siguiendo las modalidades impuestas por cada uno de los imperialismos. España, el monopolio comercial; Inglaterra, los frigoríficos; Estados Unidos, las multinacionales.
Este número de Les Temps Modernes dedicado a la Argentina aplica su análisis a un período de quince años que va de 1966 a 1981, aunque ese marco a veces sea sobrepasado para remontarse hasta 1930 y a veces incluso hasta el siglo XIX. La publicación de este número es, además, ciertamente la mejor prueba de que todos los que aquí colaboramos estamos enamorados de la patria por la que tenemos un irrevocable “metejón”. Nuestra participación prueba también que estamos asaltados (la palabra tiene siniestras resonancias actuales), asaltados, digo, por las dudas propias de todo enamorado.
¿Es la Argentina con la que soñamos todos, con la que hemos coexistido en tiempos y espacios parciales? Este número especial no nos servirá solamente de catarsis, sino también tal vez de clave, permitiéndonos resolver el problema capital que nos plantea nuestra patria amada: seguir amándola tal como creemos que es, o si no es tal como la soñamos, sacar las conclusiones y tratar de olvidarla, es decir, asumir así nosotros mismos nuestro error afectivo. Un desenlace de tango, tragicómico, así como lo expresó anticipadamente el (metafóricamente) visionario Enrique Santos Discépolo:
“Entre todos me pelaron con la cero
tu silueta fue el anzuelo donde yo me fui a ensartar.
Se tragaron vos, ‘la viuda’ y `el guerrero’
lo que me costó diez años de paciencia y de yugar”.
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