› Por Pablo Schanton
En una parte de este libro, veremos a su autor camino a Londres en 1980, yendo a entrevistar al grupo de post-punk Gang of Four para la revista Rolling Stone. Su lectura de cabecera para ese trayecto periodístico sería la biblia del situacionismo: La sociedad del espectáculo (1967) de Guy Debord. En la mente de Greil Marcus (San Francisco, 1945), sendas críticas del capitalismo –la del activista francés, la de los roqueros ingleses– se intersectaron automáticamente. Ambos apuntaban contra el mismo target, la alienación que produce vivir indirectamente a través del fetichismo de las mercancías y los medios de comunicación, es decir, vivir “mediados” por el “espectáculo” (justamente, el disco de los Gang se llama Entertainment!). “La crítica de Debord sigue insatisfecha en 1980 como en 1967, o como lo sigue estando hoy”, escribió Marcus en 1993, dentro del artículo “Riesgo de contagio” que se incluye en El basurero de la historia. Y detengámonos ya en ese “hoy”.
Marcus –hoy como entonces, crítico de rock, pero también profesor universitario– confía en la potencialidad performática del “hoy”. Porque “hoy” puede quedar en el 1967 del Marcus adulto e incluso en nuestro 2012. Aprendió de las idas y vueltas del rock que una demanda que logró ser acallada en un momento puede ser reactivada cuando menos se la espera. Es el retorno de lo reprimido de la Historia en la historia lo que Marcus quiere escribir. Digamos, la capacidad de volver a irrumpir que tiene lo que en 1989 definió como “inconsciente cultural”, aquel que va tramando su propia historia a la sombra. Cuando reivindica a Bob Dylan en tanto historiador, porque “su talento más grande es traer hasta el presente el pasado, dotado de espesor”, Marcus habla de sí mismo. Y al autorretrato le suma otra voz, la del soviético Mijail Bajtin, cuya concepción de la historia se sintetiza en una especie de aforismo que Marcus usa de acápite: “Nada está muerto para siempre; todo sentido tendrá su fiesta de retorno”. “Debord escribe para mantener esas demandas sueltas en el mundo, para dejar que el mundo sea juzgado por ellas”, asegura, rematando que los situacionistas liderados por el francés fueron “unos delirantes, condenados a los bajos fondos de la historia”, es decir, echados al basurero.
Vamos comprendiendo que, para Marcus, la historia no es un pasado cerrado. Suelta demandas insatisfechas que el crítico cultural tiene la responsabilidad de reactivar en su “hoy”. Al basurero de la historia le opone su reciclaje de la histeria, la actualización de las promesas de felicidad y los deseos sin cumplir que laten desde el pasado.
La meta es despertar con un nuevo beso a la Bella Durmiente de la Historia.
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Marcus se especializa en el análisis prismático de un detalle musical, sonoro o fonético (escribió más de doscientas páginas sobre una sola canción, “Like a Rolling Stone” de Dylan), por eso en el grano de la voz de Rotten puede “sentir” esa demanda insatisfecha de las subculturas previas. Aquí, en nuestro libro, se preguntará: “¿Cuántas historias pueden contarse tocando la cuerda de una guitarra?”, y se responderá: “Más de lo que suponemos”. Es trabajo del crítico multiplicar las suposiciones. Sus dos últimos libros, sobre The Doors y Van Morrison, llevan al extremo la posibilidad de contar historias a partir de una canción o una subversión fonética. En el ensayo sobre el Guernica de Picasso, homenajea al profesor Herschel Chipp, quien le enseñó a armar una “matriz de causalidad y posibilidades” a la hora de analizar una obra de arte montando relaciones y relatos con otras. Esa “matriz significativa” permite “jugar con los detalles”. Detrás de este método, subyace una gran confianza en la sobredeterminación cultural del rock.
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“¿Cómo vas a comparar un puñado de canciones de dos minutos y medio con los libros de Melville o solo con Moby Dick?” Marcus se figura la objeción que podrían hacerle a su método crítico. Este es capaz de detectar microscópicos “laberintos profundos y retorcidos” en la canción “Stones in my Passway” del blusero Robert Johnson, para luego superponérselos a los panorámicos que se reconocen, con menos lentes de aumento y más unanimidad, en las páginas de El sonido y la furia de William Faulkner. En “Cuando entras a un lugar”, Marcus eleva a Johnson como un objeto de estudios, desestimando tres tentaciones tan académicas como periodísticas: la sociología, la musicología y la biografía. “Hay material suficiente como para completar una biografía... Y aun así, la música de Robert Johnson no ha logrado ser reducida, contenida, ni siquiera comprendida”, concluye. Sucede que Johnson superó las expectativas históricas donde lo enmarcaba el corsé de la tradición (el blues del Mississippi). Si al crear su obra un artista logra sacudirse la crisálida de ese determinismo histórico, entonces no queda remachado a su época y la sobrevive. Por eso, Marcus puede hilvanar a Johnson con los trágicos griegos y con Melville. La trascendencia histórica de una obra depende de su apertura, de su incompletud, de la histeria, del misterio que lega: “Una nota musical (en la voz de Van Morrison) tan inconclusa e insatisfecha que podés comprender por qué la eternidad parece estar cabalgando sobre su espalda”, escribió Marcus en su libro reciente sobre Van Morrison.
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En el libro acerca de The Doors, Marcus cita la definición que daba Jim Morrison sobre un concierto de rock: “Un encuentro público al que convocamos para una clase especial de discusión dramática”. Cuando lo vemos al crítico polemizando particularmente con cada una de las reseñas que glorificaron a Ragtime y Nashville, no es difícil imaginarlo organizando ese meeting público como un teatro para la discusión, nada muy lejos de la descripción de Morrison ni de la clásica ágora. Influido por su ídola, la crítica del cine de The New Yorker Pauline Kael, Marcus confía por completo en la capacidad de una rutinaria review (una versión con velocidad periodística del ensayo) para abrir una visión del mundo, virtud que también le atribuye a una mera canción radial. Una reseña no solo funciona como plataforma de opinión sobre tales contenidos, sino también para inventar nuevas formas de argumentar, criterios propios para armar cánones, modos de ubicarse en la cultura que no son los que instituyen ni el mercado ni la academia.
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