Dom 20.05.2012
libros

El que muerde es el poeta

› Por Jorge Monteleone

Un poeta, todo poeta verdadero y exacto, ni llega tarde o temprano, ni es hermético ni es desconocido. Un poeta sabe por anticipado que la muerte simplemente lo confirma, porque toda literatura es testamentaria, y antes aún supo que “hay un exilio hacia adentro: el que comienza en la soledad que tiene el atrevimiento de asumirse y que, a veces, el olvido y la indiferencia de otros perfecciona”. Eso lo escribió Mario Trejo y también: “¿qué es entonces la poesía sino una fanática / consigna, una tensión entre los muertos y las profecías?”. Escribir ahora, acaso tarde y mal, sobre él, que se ha desplazado para ser su puro nombre e inscribió el verso “He muerto con mis muertos y estoy vivo”, ni siquiera inquieta la contundencia de ese libro único que precisó y amplió a lo largo del tiempo: El uso de la palabra.

Trejo se halló en la encrucijada de todas las neovanguardias argentinas de los años ’50 y su nombre se inscribe en la revista Poesía Buenos Aires, donde el invencionismo se expandía, pero también en Letra y Línea, una de las revistas argentinas del surrealismo, para frecuentar luego Zona de la poesía americana. Urondo recordó que César Fernández Moreno hablaba de un polo hiperartístico del vanguardismo –el grupo invencionista– y del polo hipervital –el grupo surrealista–, pero había “otro centrista, intermedio entre uno y otro, y del que será un buen representante Mario Trejo”. Muchos años después Alberto Cousté, en el prólogo a la última edición de El uso de la palabra (Buenos Aires, Colihue, 1999), apuntó que fue el más moderno de los poetas argentinos, y que su obra abundaba en un rasgo que consistía en admitir en cada formulación, en cada imagen, en cada orden su contrario especular: la ambigüedad. Guillermo Saccomanno lo recuerda en el prólogo a la antología Los pájaros perdidos (2010) y, al enumerar su sorprendente actividad, que iba de los happenings callejeros a su labor como periodista y corresponsal (entre cuyos entrevistados estuvieron el Che Guevara, Yasser Arafat y Salvador Allende), de su dramaturgia y sus textos teatrales y sus psicodramas proyectivos a sus guiones de cine y televisión y sus traducciones y sus poemas musicalizados, de sus contactos con los poetas concretos de Brasil a su colaboración con Bernardo Bertolucci, entre tantos actos vitales, por todo ello habló de la “Leyenda Trejo”.

Era ubicuo y a la vez intersticial y también inclasificable, inapresable y por ello un poco excéntrico, extemporáneo, exiliar. Escribió esa poesía que en Latinoamérica sólo pudo existir después de César Vallejo –al que llamó “el hechicero de la tribu”– y luego de Nicanor Parra o Drummond de Andrade, en esa lengua de oralidad inventiva y extrañada que parece decir un individuo común pero que se vuelve otro a la intemperie (“el poeta y yo / viviremos siempre a la intemperie”) o baila “sobre las aguas del vacío” o gira en el desmesurado vértigo del “combate verbal”. Y si, al cabo de ese combate con el lenguaje, “sentimos que ya no somos el mismo de antes, que algo ha cambiado en nosotros (no importa si creencias, sentimientos o actitudes), entonces quiere decir que la poesía ha tenido lugar”, escribió. Como los místicos, el sujeto del poema de Trejo quiere nombrar lo imposible, lo indecible de esa otredad: “Espiar por el ojo de la cerradura, que es el ojo de Dios (que nos estaba esperando) y descubrir al Otro, que también espía, hacia atrás, hacia el fin de los tiempos”. Pero como lo predicaba sobre Juan L. Ortiz –del cual escribió que fue mordido por la palabra tigre–, acaso Trejo también es un “realista de la mística”. Lo inefable, lo no verbal, se dice inesperadamente con giros muy concretos, nombres y cuerpos de mujeres, de lugares, la historia y la política y la violencia y la ironía, la agitada vida que ladra como un perro, la frontera delgada del delirio, los objetos que se tornan otra cosa y otra cosa y otra junto a sonetos truncos, metamorfosis, bestias sagradas, fosforescencias de lo banal. Ritmo invulnerable del poema en esos entresijos de la lengua de Trejo, las duplicidades de la frase hecha que se torna una revelación, un oráculo rápido: “La palabra lobo no muerde. / El que muerde es el lobo. // La palabra no muerde. / El que muerde es el poeta”. O también: “Proposición: / pasar de la poética de la moral / a la moral poética”.

Léase a Mario Trejo: no hay olvido.

Nota madre

Subnotas

  • Fundido en el cielo
    › Por Liana Wenner
  • El que muerde es el poeta
    › Por Jorge Monteleone

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