El jardín de bronce comienza con un intrigante relato de diario íntimo que, a modo de El extranjero revisitado por el género negro, confiesa: “Tuve que matar a papá”. Ese testimonio, detallado y denso, es el prólogo de la novela y le imprime un tono que se mantiene a lo largo de las páginas, si bien luego de la antesala nos sumergimos en otra historia: la de una pareja cuya hija de cuatro años desaparece de un día para el otro. Su padre, Fabián Danubio, desesperado y desanimado, no puede lograr que la policía le traiga información relevante, hasta que se le acerca un exorbitante detective privado que lo involucra al mismo Fabián como socio de la investigación. A la nena –y a su niñera, que desaparece con ella– parece haberlas tragado la tierra. Y sin embargo, en una trama que es completamente magnética para el lector, este dúo va encontrando datos fundamentales. En un tono cotidiano, realista y aporteñado, por momentos la historia da lugar a una zona más oscura. El caso, a su vez, devela una geografía familiar de tristezas y resentimientos, y la propia situación límite va tallando un personaje imbatible: el de Fabián, un arquitecto regular en la Argentina derrumbada de fines de los ’90 que deviene en sabueso intuitivo y sensible. Ahora, este rastreador espera sus próximos casos.
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