Domingo, 17 de febrero de 2013 | Hoy
> DE POR SU PROPIO CUENTO
Esa mañana Frank amaneció sin una mosca. Después de todo, ¿por qué no? ¿Acaso no era un ciudadano responsable con esposa e hijo? Como cada mañana, Frank saltó con indescriptible agilidad de la cama al cuarto de baño para caer en la báscula y errorizado, descubrió que había engordado doce pulgadas más. ¡No lo podía creer! La sangre le subió a la cabeza causándole una gran coloración roja.
Soy incapataz de creer este increíble hecho verídico referido a mi cuerpo, que no engorda ni un grado desde que mamá me dio alud en el parto. ¡Ca! Pues aunque deambucle por los depiladeros de tu grumoso corralón, no alberto ninguna inquilina. ¡En qué A. Prieto tan gordo me han metido mis esdrújulos!
Frank bajó la vista y volvió a contemplar la horrísona visión que le nublaba los ojos con su temible peso.
¡Ved: doce pulgadas más pesado! ¿Soy por verdura más gordito que mi hermano Geoffrey, cuyo padre Alec vino a Kenneth a través de Leslies, que engendró a Arthur, hijo de Eric, de la casa de Ronald y April, tutores de James de Newcastle, que pagó 2 a 1 por Madeline vs. Silver Flower (102), tercero Wottowot a 4/3 de penique la libra?
Alicatado y ablativo, Frank viajó las escaleras abajo con el gran pesto sobre los hongos. Ni siquiera la cara batida de su mujer pudo arrancarle una sonrisa a la cabeza del pobre Frank que, como sabéis, no tenía mosca. Su mujer, que había sido reuma de la belleza, lo miró entre extrañada y forzuda.
¿Qué os acontece, Frank? preguntó ella arrugando el leño. Parecéis recepcionado, por no decir informe arañó luego.
Nada es, salvo por helecho de que estoy doce pulgadas más pestado que ayer a la misma hora. ¿Soy o no soy el más miserable de los hombres? Permaneced encallada si no queréis que os infiera una harina mortal: debo supurar este trago yo sólo.
¡Ved, Frank! Vuestras graves paladas han hecho mecha en mí. ¿Tengo yo la culpa de que carguéis con ese pesto?
Frank contempló a su mujer con tristeza, olvidando por un instante el motivo de su desgracia. Se dirigió hacia ella lenta pero lentamente, le sujetó la cabeza y con unos pocos y certeros mamporros la derribó piadosamente, dejándola muerta en el suelo.
No conviene que me vea así farfulló, todo gordo y encima en su trigésimo segundo cumpleaños.
Frank tuvo que procurarse el desayuno por su cuenta esa mañana y también las otras.
Dos (¿o fueron tres?) semanas después, Frank seguía amaneciendio sin moscas.
“El bueno de Frank no tiene ni una mosca”, pensó; pero para su sorpresa, su mujer, que seguía yaciendo con el suelo de la cocina, tenía un montón.
No puedo dar cuenta del pan y demás mientras ella yace en el suelo musicó al tiempo que escribía. Debo expedirla a su hogar, donde se le dará la bienvenida.
La introdujo en un pequeño saco (pues no llegaba al medio metro) y la acarreó hasta su dulce hogar. Frank llamó a la puerta de la casa de la madre de su mujer y ésta abrió.
Le traigo de vuelta a Marian, Sra. Sutherskill (nunca consiguió llamarla mamá); luego abrió el saco para depositar a Marian en el umbral.
¡En casa no entran moscas! gritó la Sra. Sutherskill (que era muy hacendosa), y cerró la puerta. “Al menos podría haberme invitado a una taza de té”, pensó Frank, y volvió a cargar el problema sobre sus hongos.
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