> UN RECUERDO DE ANDREA RABIH
› Por Sergio S. Olguín
Andrea y yo nos conocimos a mediados de 1991. Eduardo Hojman me la había recomendado. Por entonces, íbamos por los primeros números de la revista V de Vian y buscábamos cuentistas de “nuestra generación” para publicar. Andrea era profesora de Semiología del CBC, estaba terminando la carrera de Letras y escribía cuentos. No recuerdo si la primera vez nos reunimos en el bar Boquitas Pintadas de la Facultad de Filosofía y Letras o en algún boliche del Centro. Pero a partir de entonces comenzamos a vernos con frecuencia. Yo había quedado fascinado con los tres relatos que me había dado a leer y los dos habíamos descubierto muchas coincidencias en nuestra forma de entender la literatura, especialmente la escritura. Ambos estábamos escribiendo nuestros primeros cuentos y eso generaba entre nosotros una complicidad que se mantendría en los años siguientes.
El primer cuento que publiqué de Andrea fue “Claramente dormida” en el número 5 de la revista (noviembre de 1991), un relato breve en el que, sin embargo, se encuentran condensadas varias obsesiones de su narrativa: la descripción minuciosa de sensaciones, los desencuentros de parejas, esas jóvenes dignas y descreídas que jamás querían ser crueles.
El cuento lo ilustramos con una bellísima fotografía de un gran amigo mío que se había ido a vivir a Italia, Brenno Quaretti. Como una estúpida coincidencia del destino, Brenno moriría de cáncer en 1995.
En los años siguientes publicamos otros tres relatos de Andrea: “Cera negra”, “La diferencia” y “El polaquito”. El trabajo con el lenguaje cotidiano, su oído para captar el tono y el ritmo de los jóvenes de los ’90 la convertían en una autora favorita de la revista. Sus cuentos eran el tipo de literatura que queríamos publicar y, muchos de nosotros, escribir.
Con Andrea nos vimos bastante en esos primeros años noventa sin llegar nunca a un grado de intimidad que pudiera definirse como amistad. Había mucho cariño en nuestro trato, aunque muy rara vez hablábamos de nuestra vida “fuera de la literatura”. Sabíamos, sí, los detalles generales de nuestra existencia (noviazgos, trabajos, proyectos, algún desencuentro familiar), pero no mucho más.
Andrea fue una de las primeras lectoras de mi primer libro de cuentos, Las griegas. Nos reuníamos en su departamento de Palermo en un piso 20 y pasábamos horas corrigiendo cada relato. Agradecí siempre ese trabajo que ella se tomó por mi literatura. Lo hice explícito en el epílogo del libro. Pasamos varios años sin vernos. Nos reencontramos en 1999. Ella estaba buscando la posibilidad de publicar su libro de cuentos y necesitaba una carta de recomendación para presentarse a los subsidios del Fondo Nacional de las Artes. Nos encontramos en la oficina que por entonces tenía V de Vian en la calle Aráoz. Los dos nos sorprendimos porque en esos años sin que supiéramos nada del otro habíamos tenido una experiencia paralela: los dos éramos padres de bebés. Ella de Mateo y yo de Santiago. Tenían la misma edad. Creo que ese día por primera vez pasamos más tiempo hablando de nosotros que de literatura. Es decir, de Mateo y Santiago. Intercambiamos experiencias de pañales, de juguetes, de programas de televisión para ver en la madrugada mientras dormíamos a los chicos.
Casi al final, cuando la conversación aflojaba, me contó que tenía problemas de salud. Que ya había tenido un cáncer cuando era muy joven y que estaba de nuevo con esa historia. Yo le conté de mi hermana, que se había curado de un cáncer de pulmón, que habían sido días terribles, pero que mi hermana lo había superado. A Andrea se la veía segura en su lucha, se la veía hermosa, como siempre. Fue la última vez que nos vimos.
A comienzos del año siguiente hubo un intercambio de llamados telefónicos y de mails porque yo estaba preparando la antología La selección argentina y quería publicarle uno de sus relatos. Me dijo que iba a sacar su libro por Simurg. Salió la antología, salió su libro. Me llegó por correo una invitación a la presentación. No fui. Prefería encontrarme con ella un día a solas y tomar un café.
Fue Mariano Roca quien me llamó para contarme la noticia de la muerte de Andrea. La había leído en un diario y me preguntaba si sabía algo más. No, no sabía.
Muchas veces en estos años pensé en Andrea. Me gusta releer sus cuentos. Tal vez porque la experiencia paternal/ maternal me resulta más fuerte que la literaria, lo que más recuerdo de Andrea es esa charla sobre Mateo y Santiago. Por eso, siempre que pienso en Andrea pienso en Mateo.
En diciembre del 2004, hace ya más de ocho años, fue la fiesta de “egresados” del jardín de Santiago. Son esas fiestas en que los chicos se disfrazan de cualquier cosa y los padres lloran como tontos. Santiago estaba arriba del escenario y yo lagrimeaba. Miré hacia otro lado para retomar la compostura y vi una chica, la mamá de alguno de los otros nenes que estaban ahí, que se parecía a Andrea: flaca, alta, distinguida. Volví la vista al escenario.
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