Domingo, 10 de noviembre de 2013 | Hoy
Su lectura de la literatura argentina no ha sido superada y la zarpa de sus logros alcanza aun a sus enemigos. El método es bipolar (Criados y favoritos, Negreros y literatos, Mitristas y roquistas), rico en iluminaciones que invitan a la complicidad risueña; radica más en explotar instrumentos de eficacia lograda que en explorar remoces cosméticos o vueltas de tuerca bajo nuevas lecturas, como quien ha adquirido algo de una vez y para siempre y deja que se someta solo a los cambios propios de la práctica. David Viñas usa el marxismo como una heráldica. En la intervención mediática, Viñas argumenta menos de lo que increpa, no exhuma archivos para otra justicia, ocupa una posición y procede por ráfagas retóricas. Lo que va a decir se sabe de antemano, lo que importa es el estilo. En ese sentido, tiene razón Guillermo Saccomanno al remarcar cómo la figura del polemista ha empañado la del escritor de ficciones. Hijo del Yo acuso de Zola, ejerce su mismo totalitarismo del nombrar con el que señala a los de la parroquia al mismo tiempo que distribuye penitencias. Su arte de la injuria es notable: llama a Neruda “un boludo con vista al mar”.
Como muchos miembros de la izquierda, es fóbico al otro en cuerpo presente –proletario, “cabecita”, gay, homeless, tilingo, cualquiera– y prefiere moverse en el campo de las ideas. Es debido al fantasma viril de la humillación a ese otro o por parte de ese otro a cuyo servicio imagina su pluma. Es que espontáneamente se ofende como un señorito, por eso su obra adquiere valor precisamente en su condición de conjuro –una de sus palabras favoritas– y sobreponerse de la razón.
No es grupal, hace lo que quiere, puede comportarse como Silvio Astier. Sus enemistades suelen ser ex amistades. En la cátedra seduce con la puesta en escena de sus pasiones a través de los gestos de la Comedia del Arte, cuya escuela no ignora: grandes paseos por la escena hasta conquistarla, movimientos de cejas, oportunos “morcilleos”, remates espectaculares. Los personajes más antípodas se confiesan fascinados por él, incluso los más radicales posmodernos, que lo festejan como excepción. Es por eso que en un blog de fans de la facu, su nombre puede convivir con el de Daniel Link o el de Tomás Abraham.
En la parroquia su huella furiosa es visible aun en las cortesías barrocas de Horacio González, tajea el Martínez Estrada de Christian Ferrer, es homenaje declarado en María Pía López, tal vez su mejor discípula; puesto que el maestro eficaz transmite sobre todo lo que le falta, esta joven intelectual es comprensiva y hasta curiosa de lo que la pone en cuestión, orejera de las diferencias.
Muchos que lo han leído poco agradecen devotamente su parada en diversos bares de la calle Corrientes. No hay que equivocarse por la cabellera que adelantó en canas como la de Andy Warhol, no encarna el mito del padre sino el del hombre solo, de cuño militar o curial, más allá de las queridas, los favoritos y las izquierdas, que se identifica con la Patria y no con la familia. Alguna vez se lo vio en Plaza de Mayo disponiendo granos de maíz sobre sus brazos. Las palomas no tardaron en posarse como si él fuera una estatua. La escena es candorosa pero significativa.
Este texto de María Moreno pertenece al libro Subrayados (Leer hasta que la muerte nos separe), que acaba de distribuir Mardulce.
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