Nuestra hija de catorce años ha empezado hoy el instituto. Por primera vez en su vida, ha ido en el metro desde Brooklyn a Manhattan, sola. No vendrá a casa esta noche. El metro no funciona en Nueva York, y mi mujer y yo hemos conseguido que se quede con unos amigos en el Upper West Side.
Menos de una hora después de que pasara bajo el World Trade Center, las Torres Gemelas han caído.
Desde el último piso de nuestra casa, todavía vemos el humo que llena el aire de la ciudad. El viento sopla hoy hacia Brooklyn, y los olores del fuego se han instalado en todas las habitaciones de la casa. Un hedor terrible, hiriente: plástico quemado, cable eléctrico, materiales de construcción.
La hermana de mi mujer, que vive en TriBeCa, a diez manzanas de distancia de lo que fue el World Trade Center, ha llamado para hablarnos de los gritos que ha oído cuando ha caído la primera torre. A amigos suyos, que viven en John Street, todavía más cerca del lugar de la catástrofe, los ha evacuado la policía después de que el impacto haya volado la puerta del edificio. Han caminado hacia el norte entre los escombros y los cascotes, que, según le han dicho, contenían restos de cuerpos humanos.
Después de ver las noticias en televisión durante toda la mañana, mi mujer y yo hemos ido a dar un paseo por el barrio. Mucha gente llevaba pañuelos sobre el rostro. Algunos llevaban máscaras de pintor. Me he detenido y he hablado con el hombre que me corta el pelo, que estaba delante de su barbería vacía con una expresión de angustia. Unas horas antes, me ha dicho, la mujer que posee la tienda de antigüedades que hay al lado había hablado por teléfono con su cuñado, que se había quedado atrapado en el piso 107 del World Trade Center. La torre ha caído menos de una hora después de que ella hablase con él.
Durante todo el día, mientras observaba las horrorosas imágenes en la pantalla de la televisión y miraba el humo por la ventana, he estado pensando en mi amigo, el equilibrista Philippe Petit, que caminó entre las torres del World Trade Center en agosto de 1974, justo después de que terminara la construcción de los edificios. Un hombre pequeño bailando sobre el alambre, a más de cuatrocientos cincuenta metros de altura: un acto de indeleble belleza.
Hoy, ese mismo lugar se ha convertido en un lugar de muerte. Me asusta imaginar cuánta gente ha muerto.
Todos sabíamos que esto podía ocurrir. Hemos hablado de posibilidad durante años, pero, ahora que ha sucedido la tragedia, es mucho peor de lo que nadie había imaginado. El último ataque extranjero en suelo estadounidense ocurrió en 1812. No tenemos precedentes de lo que ha ocurrido hoy, y sin duda las consecuencias de este asalto serán terribles. Más violencia, más muerte, más dolor para todo el mundo.
Y así empieza por fin el siglo XXI.
11 de septiembre de 2001
Estos textos están incluidos en Ensayos Completos de Paul Auster, ediciones Booket.
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