Quién educa
SOBRE LITERATURA
Umberto Eco
Trad. Helena Lozano Miralles
Océano
Barcelona, 2002
348 págs.
POR DIEGO BENTIVEGNA
En una entrevista de 1966, Pasolini afirmaba que Eco representaba algo así como la quintaesencia del intelectual italiano que “conoce todo aquello que se puede conocer y te lo vomita en la cara de la manera más indiferente. Es como si escucharas un robot”, contestaba Pasolini, de visita en Nueva York, a Oriana Fallaci. Sobre literatura es la última arcada de ese mecanismo filológico que lo ha leído todo, desde la Summa contra gentiles hasta Los misterios de París mientras escucha a Madonna, mira “Carramba, che fortuna!” u hojea viejos números de El Halcón Maltés y Charlie Brown.
Si hay algo que define las intervenciones ensayísticas de Eco es la apelación constante a la ironía y la capacidad de trabajar con registros y textualidades de diversa calidad y procedencia. Quizá como una permanencia de los breves e ingeniosos escritos que durante los años sesenta había publicado en la revista Il Verri –reunidos en el primer Diario mínimo–, libros como Il costume di casa o Dalla periferia dell’impero hacían proliferar, canibalizaban, amaneraban las regularidades del discurso académico, del periodismo, de la literatura, como en el “Pierre Menard” de Borges, ese texto que siempre retorna en los libros de Eco. Sobre literatura se instala en el umbral que conecta la producción teórica (Obra abierta, Tratado de semiótica general, Kant y el ornitorrinco) y la producción crítico-mediática de Eco. Con todo, probablemente como parte de la estrategia de construcción de ese personaje público que es desde hace décadas Umberto Eco –catedrático en Bolonia, profesor itinerante, escritor global, rico vecino de Milán, columnista de L’Espresso, monje part time del viejo monasterio que ha comprado en la campiña de Le Marche–, lo que se articula en Sobre literatura es discurso crítico y autobiografía, un poco al modo del Ecce homo nietzscheano. Es posible, en consecuencia, reconstruir el relato de vida desplegado en filigrana a lo largo de los diferentes artículos compilados en este volumen y rearmar un libro de memorias cuyos capítulos podrían titularse “Mis primeras lecturas” o “Yo también fui un joven militante católico”, o “El sueño americano” o “¿Cómo leyó la crítica el Péndulo de Foucault?” o “¿Por qué escribí Baudolino?” o “Mis autores predilectos”.
Predominan en Sobre literatura las consabidas afinidades electivas de Eco: Joyce, Borges, Nerval. Del primero, a cuyo estudio Eco dedicó la segunda parte de Obra abierta –publicada independientemente como Las poéticas de Joyce–, se examina sobre todo la etapa juvenil (el catolicismo, el tomismo, el medioevo: obsesiones que son también las de Eco). El artículo sobre Joyce es uno de los lugares del libro donde el robot filológico funciona más brillante y desquiciadamente: los escritos del autor del Ulises son puestos en relación no sólo con las más o menos obvias referencias a Dante (sobre todo con la teoría del lenguaje que se desarrolla en De vulgari eloquentia), sino también con algunas de las zonas más intrincadas del medioevo (del que Eco es, huelga decirlo, experto, como lo confirman su tesis de licenciatura sobre Santo Tomás y el tratado Arte y estética medieval), con especial referencia a la Irlanda de los primeros siglos cristianos, a sus códices iluminados y a sus gramáticos. Por otro lado, en “Entre La Mancha y Babel”, el autor de El nombre de la rosa aborda, a partir de la noción de intentio operis, el lugar de Borges en la constitución de la literatura posmoderna como paradigma de escritor hipertextual. En otro artículo dedicado al autor argentino, “Borges y mi angustia de la influencia”, Eco reconstruye y periodiza sus lecturas de la obra borgeana, desde los lejanos años de los pastiches y parodias que hubiera querido compilar bajo el título de Piccola Borgesia (por Piccola borghesia, título de una novela de Vittorini de 1931) hasta las más conocidas referencias que prodiga su novela más famosa (Jorge de Burgos; el mundo como biblioteca; la biblioteca como laberinto; el mundo, entonces, como laberinto). Asimismo, Sobre literatura incluye un análisis de “Sylvie”, el brumoso relato de Gerard du Nerval, un texto al que Eco debe mucho de su teoría de la lectura como puesta en funcionamiento de una “macchina pigra”, a veces lagunar, a veces recurrente, pero siempre con zonas de indeterminación que desencadenan un complejo juego abductivo de hipótesis e inferencias intertextuales.
En muchos sentidos, Sobre literatura es una interzona cultural hecha de cruces y de amontonamientos. Además de artículos sobre la tríada Nerval– Joyce-Borges, en Sobre literatura se compilan textos dedicados a Wilde y el aforismo, al Manifiesto de Marx (en serie con las Catilinarias y el discurso de Marco Antonio ante el cadáver de César, pero también con la novela gótica romántica y prerromántica), a la Poética aristotélica (cuyo lugar en toda la producción de Eco es tan importante como las de Joyce y Borges, aunque menos estudiado), al Paraíso de Dante (“es la apoteosis de lo virtual, de lo inmaterial, del puro software, sin el peso del hardware terrestre e infernal, cuyos desechos quedan en el Purgatorio”), etc., etc., etc.
Desde hace décadas, Eco viene polemizando con algunos aspectos del llamado post-estructuralismo, en especial con ciertas interpretaciones norteamericanas de la deconstrucción. En Sobre literatura, la polémica adquiere tonos más bien sutiles. Para encontrarla, hay que internarse muy a fondo en artículos como “Sobre el estilo”, “Sobre el símbolo” y “La fuerza de lo falso”. Como se desprende del análisis del dispositivo textual de Sobre lo sublime de Longino (después de su rehabilitación a manos de Lyotard, un libro de culto en los círculos neoherméticos) que Eco plantea en “Sobre el estilo”, la crítica –¿aristotélica?– consiste en desmontar, frente a la (a esta altura inane) idea de la infinitud de lecturas, la retórica (es decir, la política) que está en la base de la producción de sentido de los textos y en preguntarnos qué se lee en ellos y con qué protocolos. O, lo que es lo mismo: la cuestión política central que plantea la crítica es el problema de quién enseña y qué aparatos, qué robots, qué máquinas se encargan de filtrar textos y lecturas.
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