› Por Diego Trelles Paz
Hace una semana falleció Oswaldo Reynoso. Tenía 85 años y la muerte lo abrazó mientras dormía, mientras estaba quieto. Lo suyo, sin embargo, nunca fue la calma sino el hervor, la rebeldía, el desacato, la efervescencia. Lo conocí en Lima hace dieciséis años, en su casa de Jesús María. Era un hombre grueso, con aire bonachón, que se distinguía por sus lentes ovalados y una melena abundante, lacia y canosa. Ya, por entonces, era célebre por debajo: entre los estudiantes, los escritores, los militantes románticos, los adolescentes insumisos, los periodistas bohemios que escriben novelas en secreto. Tenía fama de muchas cosas y todas llevaban adjetivos resonantes que escondían alguna historia de su vida agitada: el escritor maldito, el marxista rabioso, el homosexual esteta, el maestro cálido, el bestseller clandestino, el ángel exterminador de la Lima más cucufata y reaccionaria que, alguna vez, lo acusó de pornógrafo y pidió públicamente la quema de sus obras.
La historia de nuestro encuentro es la historia de muchísimos escritores jóvenes e impetuosos que, enfermos de literatura, muertos de miedo ante ese fuego creativo que les explotaba por dentro, le tocaron la puerta temblando. De alguna manera también era su historia, el relato de vida de ese aguerrido joven arequipeño que había llegado a Lima y solo quería escribir. La publicación de Los inocentes: relatos de collera (1961), su inusual y vigoroso primer libro de cuentos, trazó una forma novedosa de plasmar las transformaciones de una Lima pauperizada, hostil y en constante ebullición. A través de este libro maravilloso, Reynoso supo darle forma a un lenguaje vivo que, emulando el léxico callejero pero sin dejar de lado su potencial lírico, abordó sin tapujos la atracción y el miedo a la homosexualidad en los ritos iniciales de una pandilla de jóvenes entrenados en la calle para no demostrar su debilidad.
“Me gusta el olor de mi cuerpo el olor de las muchachitas de mi barrio me arrecha sobre todo en verano tienen olor a pescado a fierro en invierno no se lavan y apestan rico las manos de Gilda” dice uno de los protagonistas, y es casi tangible la música de esa prosa en la que, como bien señaló José María Arguedas, convergen “la jerga popular y la alta poesía, reforzándose, iluminándose”. Con En octubre no hay milagros (1965), su primera novela, Reynoso hace gala de ese esplendor verbal para abordar la áspera realidad de un Perú socialmente quebrado. El libro causó mucho revuelo y no fue bien recibido por la crítica. José Miguel Oviedo, por ejemplo, trató a Reynoso como un “marxista rabioso” que estaba “fascinado por la abyección, la morbosidad y la inmundicia”, y recomendó arrojar “sin más, a la basura” una novela hecha de “páginas hediondas”. Luis Alberto Sánchez, por su parte, fue mucho más comedido y técnico al señalar el pesimismo que exhibía esta obra que penetraba “en un mundo de contradicciones y de sortilegios frustrados. El mes de octubre es, en Lima, el clásico mes del Señor de los Milagros, en que se rinde homenaje a un Cristo tradicional salvado de un terremoto del siglo XVIII. La multitud sigue a pie la imagen venerada. Pero, en el suburbio, para los miserables, no hay milagros, ni Señor de los Milagros, no tienen esperanzas ni fe”.
Si bien la obra de Reynoso no fue vasta ni copiosa, su producción literaria y su labor como promotor y soporte de los nuevos escritores fue sacrificada y constante. Sus novelas posteriores siguieron explorando, formal y temáticamente, lo que Maynor Freyre reconoce como “el panorama sentimental, político y socio económico” del Perú. Lo hizo siguiendo la vena experimental, sicodélica y alegórica en El escarabajo y el hombre (1970) y, tras veintitrés años de silencio narrativo, a partir de su experiencia de doce años en la República Popular China, lo plasmó gracias a su prosa sensual y sinestésica en la novela corta En busca de Aladino (1993) y en Los eunucos inmortales (1995), la que, para muchos, es su obra más compleja.
Oswaldo Reynoso ha muerto y las letras peruanas están de duelo. Aunque escritores de otros países como Pedro Lemebel, Alberto Fuguet, Gabriela Cabezón Cámara o Mariana Enriquez llegaban a Lima para verlo y conocerlo y beber o jugar sapo con él, mientras escuchaban valses peruanos y la música de la Sonora Matancera en el bar Queirolo del Centro o en El Sapo de Oro de Breña, su literatura no logró traspasar las fronteras del Perú ni ganarse ese sitial de leyenda que Reynoso gozó aquí en su patria hasta su muerte. Alguna vez su maestro, el poeta Martín Adán, luego de leer Los inocentes, frente a un copón de pisco en el mítico bar Palermo, le dijo que se prepare porque iba a sufrir. Adán había vislumbrado la maestría de la obra de Reynoso y, por eso, con capacidad de profeta, para protegerlo, le habló del dolor. Es quizás, por eso, que Oswaldo siempre protegió a los escritores más jóvenes, aquellos que, como yo, llegamos temblando a su casa, buscando su palabra, esperando su venia, su generosa aprobación.
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