Domingo, 31 de julio de 2016 | Hoy
Las manos eran tuyas, los brazos eran tuyos,
pero no estabas ahí.
Los ojos eran tuyos, pero estaban cerrados y no se abrirían.
El sol distante estaba ahí.
La luna suspendida sobre el hombro blanco de la colina estaba ahí.
El viento en Bedford Basin estaba ahí.
La luz verde pálido del invierno estaba ahí.
Tu boca estaba ahí.
Pero vos no estabas ahí.
Cuando alguien habló, no hubo respuesta.
Bajaron las nubes
y enterraron los edificios a lo largo del agua,
y el agua estuvo en silencio.
Las gaviotas observaban.
Los años, las horas, que ya no te encontrarían,
giraban en los relojes de otros.
No había dolor. Se había ido.
No había secretos. No había nada que decir.
La sombra esparció sus cenizas.
El cuerpo era tuyo, pero no estabas ahí.
El aire temblaba contra esa piel.
La oscuridad se adentraba en esos ojos.
Pero vos no estabas ahí.
¿Por qué viajaste?
Porque la casa estaba fría.
¿Por qué viajaste?
Porque es lo que siempre hice entre el atardecer y el amanecer.
¿Qué te pusiste?
Un traje azul, camisa blanca, medias y corbata amarillas.
¿Qué te pusiste?
Nada. Una bufanda de dolor me mantuvo abrigado.
¿Con quién dormiste?
Dormí con una mujer distinta cada noche.
¿Con quién dormiste?
Dormí solo. Siempre he dormido solo.
¿Por qué me mentiste?
Siempre creí decirte la verdad.
¿Por qué me mentiste?
Porque nada miente como la verdad, y amo la verdad.
¿Por qué te vas?
Porque ya nada me importa demasiado.
¿Por qué te vas?
No sé. Nunca lo he sabido.
¿Cuánto tiempo tendría que esperarte?
No me esperes. Estoy cansado y quiero recostarme.
¿Estás cansado y querés recostarte?
Sí, estoy cansado y quiero recostarme.
Nada podía detenerte.
Ni el mejor día. Ni la quietud. Ni el balanceo del océano.
Seguiste adelante con tu estar muriendo.
Ni los árboles
bajo los que caminabas, ni los que te daban sombra.
Ni el médico
que te advirtió, el médico joven de pelo blanco que una vez te salvó.
Seguiste adelante con tu estar muriendo.
Nada podía detenerte. Ni tu hijo. Ni tu hija
que te alimentó haciéndote niño de nuevo.
Ni tu hijo quien creyó que vivirías para siempre.
Ni el viento que sacudía tus solapas.
Ni la quietud que se ofrecía para tu movimiento.
Ni tus zapatos que se hacían más pesados.
Ni tus ojos que se rehusaban a mirar hacia delante.
Nada podía detenerte.
Te sentabas en tu cuarto y mirabas la ciudad
y seguías adelante con tu estar muriendo.
Ibas a trabajar y dejabas que el frío penetrara tu ropa.
Dejabas que la sangre se filtrara por tus medias.
Tu cara se puso blanca.
Tu voz se quebró en dos.
Te inclinaste sobre el bastón.
Pero nada podía detenerte.
Ni los amigos que te aconsejaron.
Ni tu hijo. Ni tu hija, que veía cómo te hacías pequeño.
Ni la fatiga que vivía en tus suspiros.
Ni tus pulmones que se llenarían de agua.
Ni tus mangas que llevaban el dolor de tus brazos.
Nada podía detenerte.
Seguías con tu estar muriendo.
Cuando jugabas con niños, seguías con tu estar muriendo.
Cuando te sentabas a comer,
cuando despertabas de noche, empapado en lágrimas, tu cuerpo sollozando,
seguías adelante con tu estar muriendo.
Nada podía detenerte.
Ni el pasado.
Ni el futuro con su buen tiempo.
Ni la vista desde tu ventana, la vista del cementerio.
Ni la ciudad. La terrible ciudad con sus construcciones de madera.
Ni la derrota. Ni el éxito.
No hiciste más que seguir con tu estar muriendo.
Te pusiste el reloj sobre la oreja.
Sentiste que te ibas.
Te recostaste sobre la cama.
Cruzaste los brazos sobre tu pecho y soñaste con un mundo sin vos,
con el espacio bajo los árboles,
con el espacio en tu dormitorio,
con los espacios que ahora estarían vacíos de vos,
y seguiste adelante con tu estar muriendo.
Nada podía detenerte.
Ni tu respiración. Ni tu vida.
Ni la vida que quisiste.
Ni la vida que tuviste.
Nada podía detenerte.
Tenés tu sombra.
Los lugares donde estuviste te la han devuelto.
Los pasillos y los jardines desnudos del orfanato te la han devuelto.
La Casa de los Canillitas te la ha devuelto.
Las calles de New York te la han devuelto y también las de Montreal.
Las habitaciones en Belém donde los lagartos atrapan mosquitos te la han devuelto.
Las calles oscuras de Manaos y las húmedas calles de Río te la han devuelto.
La ciudad de México, donde quisiste dejarla, te la ha devuelto.
Y Halifax, donde el puerto se lavaría de vos las manos, te la ha devuelto.
Tenés tu sombra.
Cuando viajabas, la blanca estela de tu andar sumergía tu sombra,
pero cuando llegabas estaba ahí para recibirte. Tenías tu sombra.
Los umbrales que cruzabas elevaban tu sombra y cuando salías
te la devolvían. Tenías tu sombra.
Aun cuando olvidabas tu sombra, la reencontrabas; había estado con vos.
Cierta vez en el campo la sombra de un árbol cubrió tu sombra y no fuiste reconocido.
Cierta vez en el campo creíste que tu sombra era la sombra de otro. Tu sombra nada dijo.
Tus ropas llevaban dentro tu sombra; cuando te las sacabas,se desparramaba como la oscuridad de tu pasado.
Y tus palabras que flotan como hojas en un aire que está perdido, en un lugar que nadie conoce, te devolvieron tu sombra.
Tus amigos te devolvieron tu sombra.
Tus enemigos te devolvieron tu sombra. Decían que era pesada y cubriría tu tumba.
Cuando moriste tu sombra durmió en la boca del horno crematorio y comió brasas en vez de pan.
Se regocijó entre las ruinas.
Observó mientras los otros dormían.
Brilló como cristal entre las tumbas.
Se recompuso a sí misma como aire.
Quería ser como nieve sobre el agua.
Quería ser nada, pero esto no era posible.
Vino a mi casa.
Se sentó sobre mis hombros.
Tu sombra es tuya. Se lo dije. Le dije que era tuya.
La he llevado conmigo demasiado tiempo. La devuelvo.
Lloran por vos.
Cuando te levantás a medianoche,
y el rocío brilla sobre la piedra de tus mejillas,
lloran por vos.
Te llevan de vuelta a la casa vacía.
Entran las sillas y las mesas.
Te sientan y te enseñan a respirar.
Y tu respiración quema,
quema el cajón de pino y las cenizas caen como luz de sol.
Te dan un libro y te dicen que leas.
Escuchan, y se les llenan de lágrimas los ojos.
Las mujeres acarician tus dedos.
Te peinan y devuelven el rubio a tu pelo.
Afeitan la escarcha de tu barba.
Soban tus muslos.
Te visten con ropa fina.
Frotan tus manos para mantenerlas tibias.
Te alimentan. Te ofrecen dinero.
Se arrodillan y te ruegan que no mueras.
Cuando te levantás a medianoche, lloran por vos.
Cierran los ojos y susurran tu nombre una y otra vez.
Pero no pueden sacar de tus venas la luz enterrada.
No pueden alcanzar tus sueños.
Viejo, no hay manera.
Levantarse y seguir levantándose, no hace bien.
Hacen tu duelo como pueden.
Es invierno y año nuevo.
Nadie te conoce.
Lejos de las estrellas, de la lluvia de luz,
yaces a la intemperie de las piedras.
No hay hilo alguno que te traiga de vuelta.
Tus amigos dormitan en la oscuridad
del placer y no pueden recordar.
Nadie te conoce. Sos el vecino de la nada.
No ves caer la lluvia ni al hombre que se va,
al viento sucio soplando sus cenizas a través de la ciudad.
No ves el sol arrastrando la luna como a un eco.
No ves el corazón herido arder en llamas.
Las calaveras de los inocentes volverse humo.
No ves las cicatrices de la plenitud, los ojos sin luz.
Ha terminado. Es invierno y año nuevo.
Los humildes arrastran sus pieles al cielo.
Los desesperanzados padecen el frío junto a los que no tienen nada que ocultar.
Todo ha terminado y nadie te conoce.
Hay luz de estrellas flotando sobre el agua negra.
Hay piedras en el mar que nadie ha visto.
Hay una orilla y la gente está esperando.
Y nada regresa.
Porque todo ha terminado.
Porque hay silencio en vez de un nombre.
Porque es invierno y año nuevo.
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