ENTREVISTA
Mariani por él mismo
Uno de los fundadores de la revista Opium (y además sobrino de Roberto Mariani, aquel integrante del grupo Boedo) cuenta cómo empezó todo y cómo se hizo amigo de Jim Thompson.
Por Lautaro Ortiz
Con un largo piloto y el infaltable pañuelo al cuello, Mariani (1936) es uno de los tantos que se afirman todas las tardes a la minúscula barra del bar-pool El Torrón, en la ciudad de Zapala, en Neuquén. A su lado un Fernet con soda y también, muy cerca, la mochila de cuero donde el “patagón contemporáneo” (tal como firma junto a su apellido) guarda ejemplares de su nueva revista De culo al barro y algunos de sus libros editados en Buenos Aires, San Pablo y Zapala, última ciudad donde recaló en 1998 luego de un derrotero de 23 años por Brasil. “Gracias a mi hermano sobreviví”, confiesa.
El dueño del local complace a Mariani con algo de jazz (“Este pibe cuando se equivoca pone a Ellington”). A gusto, entonces, Mariani comienza a evocar los hechos de su vida defendiendo siempre su condición marginal: “No tengo dinero, no tendré jubilación, estoy enfermo y sigo siendo alcohólico”, señala antes de la primera pregunta:
¿Cómo fue la relación con su tío, Roberto Mariani, integrante del grupo de Boedo?
–Roberto era un tipo muy dulce, muy amable. Murió cuando yo tenía 10 años y a pesar de mi edad entablamos una fuerte amistad. Yo solía quedarme en su casa del barrio de Once. Recuerdo su gran biblioteca, abarrotada de libros, sobre todo de escritores rusos como Gorki o Dostoievski, pero también estaban Joyce y Pirandello. Roberto me pasaba algunos de esos libros. Por otra parte en mi casa –familia de clase media, con un padre ferroviario y una madre maestra– había muchas novelas de aventuras y panfletos políticos de socialistas y anarquistas. Por eso mis primeras lecturas fueron una mezcla rara entre Salgari y Pirandello. Incluso recuerdo haber leído a los 12 años, con un miedo terrible, Mi lucha.
¿Lo conoció a Arlt?
–Sí, fue una tarde cuando íbamos a una pajarería donde mi tío tomaba su bebida sin alcohol. Él solía decir de Arlt con una sinceridad valorable: “Ese Roberto tiene algo que a este Roberto le falta: talento”. Mi tío tenía una buhardilla con una escalera de caracol y yo vivía fascinado con ese lugar. Una tarde me quedé solo en esa casa del Once y me atreví a subir. Encontré una gran mesa llena de manuscritos y carpetas. Recuerdo que había uno abierto, todo tachado a lápiz. A pesar del miedo de haber cruzado esa zona prohibida, cerré la carpeta y en la tapa vi que decía Roberto Arlt. Con el tiempo descubrí que mi tío le corregía los originales a ese talentoso. A decir verdad, le debo a mi tío haber comprendido uno de los mecanismos básicos de la literatura. Un día se estrenó su obra teatral Un niño juega con la muerte en el Teatro del Pueblo y allá fue toda la familia a apoyar a Roberto. El personaje principal se suicidaba al final de la obra y tuve que pedirle a mi tío que me mostrara el revólver porque yo estaba convencido de que el actor se había matado. Ahí comprendí que en el arte no interesa lo veraz sino lo verosímil.
¿Cree que la obra de su tío influyó
en su literatura?
–Ideológicamente, pero no en el estilo. Muchos años después escribí algunas obras de teatro basándome en sus Cuentos de la oficina, retomando ese ambiente subterráneo donde todo es automático: la repetición cotidiana sin perspectivas, sin imaginación, sin vuelo. Estilísticamente me siento más influido por la novela negra norteamericana y por tipos como Kafka y Pound.
¿Recuerda cómo se inició en los
‘60 la revista Opium?
–El grupo lo iniciamos con Ruy Rodríguez. Luego se sumó otra gente, escritores ocasionales. La tendencia de la revista era libertaria, aparecían todos aquellos escritores que nos parecían con intenciones creativas, no nos importaba su tendencia. Salieron sólo 6 números y ahí conocí a grandes tipos: Briante, Di Paola, Dal Masetto, y otros. Por aquel entonces frecuentábamos el bar Moderno de la calle Maipú, por donde desfilaban Molina, Madariaga, Latorre, Mujica Lainez, Macció, Noé. Muchos antes había comenzado mi amistad con Néstor Sánchez, él escribía escuchando siempre algún disco de jazz, escribía y de fondo estaba Coltrane. Varias veces llegué a su casa y parecía drogado, absorbido por la escritura. Era una cuestión de ritmo. A él le debo la publicación de mis 7 historias bochornosas en Sudamericana. Creo que Sánchez llegó al corazón de la literatura, una obra donde no hay casi personajes, ni historias evidentes. La obra de Sánchez es una metáfora sobre la incomunicación, la ansiedad de sobrevivir y también sobre la muerte. Por ello llamó Siberia al área donde había nacido, Villa Pueyrredón, esa soledad en medio de la ciudad.
¿Qué significa el jazz en su escritura?
–Casi todo. Yo nunca programo nada de lo que voy a escribir, las palabras me caen como si se me viniera el techo encima. Sobre la marcha pongo un disco de jazz y allá voy, la cosa fluye, no tengo propuesta previa, en mí hay una mejora de las influencias y, a veces, en ese automatismo a uno le aparece Góngora, Heine o Vallejo. Como en el jazz, la base es la inspiración.
Mariani se detiene ante la llegada de un grupo de adolescentes que copan las dos mesas de pool y piden a gritos algo de rock. Vuelve a encender un cigarro Villiger usando una caja de fósforos Tres Patitos grande y con la mirada se despide de los viejos parroquianos. El clima cambió, Mariani confiesa:
–Tanto en literatura como en la vida, mi búsqueda tiene al caos como eje de la creación. Sin caos no hay nada. Todo creador busca ordenar su universo. La experimentación en el arte conforma también un caos, intentar ordenarlo es luchar contra el conformismo. Desde esa perspectiva es que valoro a los tipos que se juegan, como Sánchez o Cortázar, que sin lugar a dudas eran audaces.
¿Por qué razón se fue del país en el ‘73? ¿Por qué Brasil?
–Yo la veía venir y además estaba cansado de ese país policial y militar que teníamos. A Brasil llegué por la música de Joao Gilberto y Vinicius. Allí me pasaron muchas cosas buenas y otras muy jodidas. Primero caí en San Pablo y de ahí me fui a Buzios, donde viví del ‘75 al ‘78. Por aquel entonces no había mucha gente, era una aldea de pescadores y sólo había cuatro bares. ¡Era un paraíso!
¿Allí conoció a Jim Thompson?
–Sí. Nos conocimos sin saber quién era uno y quién era el otro. Yo vendía libros usados en la playa, un rebusque que me ayudaba a sobrevivir. Un día conocí en un bar a un americano muy ágil y divertido al que le gustaba leer, sobre todo, literatura policial negra. Ahí nomás empezamos a hablar de Chandler, Hammet y otros. El tipo nunca se despedía porque cada 15 días nos encontrábamos y hablábamos de las últimas lecturas. Sólo me dijo al pasar que él había escrito algunas cosas, algunos guiones. Nunca hablamos de nuestros propios trabajos. Pasó el tiempo y comprando libros usados para revender en la playa, miro la foto de un libro y era él, ese americano tan divertido y borracho como yo. Un gran novelista que aún hoy sigo leyendo.