CON NOMBRE PROPIO
Retrato de una restauradora
Cristina Lancelotti se entrenó en Italia y trabajó en Asti, Florencia, Amiens y Poitiers. De vuelta en Buenos Aires, alterna entre obras europeas y restauraciones locales como la de la fachada de la Casa Rosada, los testeos en Tribunales y Villa Hortensia en Rosario. Las reflexiones sobre qué se hace y qué falta en Argentina.
Por Sergio Kiernan
Cristina Lancelotti suele dar timonazos: de la escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano no pasó a la Prilidiano Pueyrredón, como es tradicional, sino que pasó a Europa. Pensando en el arte, sobre todo en la escultura, la vocación, la enseñanza y el pasaporte italiano la depositaron brevemente en Génova y, después de meditar sobre la cercanía de Carrara y sus mármoles, en la Universidad Internacional del Arte de Florencia, la escuela cinco estrellas con los mejores profesores de Italia. Lancelotti estaba destinada a entrenar y aprender las mejores técnicas de restauración disponibles en uno de los ámbitos donde se experimenta lo último y se recuerda lo anterior con devoción.
Menuda, activa, Lancelotti tuvo dos años en los que hizo de todo: trabajar en lo que fuera, como fuera, y aprender vorazmente en una escuela famosa por sus prácticas y por el alto estándard de enseñanza de técnicas antiguas. Por ejemplo, si los alumnos van a tener que restaurar un retablo, deben aprender pintando y construyendo un retablo con todas las técnicas antiguas. Lo mismo corre para la pintura al fresco y al secco, la doratura en tabla, la escultura y el regatino, la técnica de pequeños toques de pintura que de lejos dan una impresión del conjunto y que acabó como afición especial de la alumna argentina.
El segundo año de la escuela consiste en trabajo en obras reales, como asistentes de restauradores serios, transformando los trabajos públicos en talleres educativos. Entre este entrenamiento y sus primeros pasos profesionales, Lancelotti trabajó en la restauración del palacio real de Turín, donde se dedicó a los frescos, a la piedra y a metros y metros de maruflage, los revestimientos en raso de cielo rasos; a la fachada de la catedral de Asti de la mano de Christine Deneuve, y a la catedral de Poitiers con Didier, el primero en usar lásers en la limpieza de piedra, hace ya una década.
En 1995/1996, la argentina hizo un curso de esa técnica en París, para su trabajo en la basílica de Amiens, cuya fachada amenazaba derrumbarse y que recibió un extensivo trabajo. A fines de ese año, comenzó el regreso después de ocho años y medio en Europa. Integrarse no fue fácil, y parte de la adaptación fue aprender “el material argentino”, el símil piedra, de la mano del arquitecto Fabio Grementieri. El primer trabajo local fue restaurar la rotonda del Museo de Arte Decorativo, que es de piedra y había sido pintado. En estos años, Lancelotti alterna entre trabajos en Europa y obras como la fachada de la Casa Rosada –en la que se encargó de rescatar de las infinitas capas de pinturas los grupos escultóricos y devolverles las alas a los leones del dintel– o el foyer del edificio de La Prensa, donde intervino en los murales y pinturas decorativas.
Por participar del trabajo en el Teatro Colón con colegas del Instituto Central de Roma –arquitectos, restauradores y químicos– Lancelotti pudo mostrar el tipo de técnicas que se usan por aquí y recibir la reacción de los italianos, maravillados por la calidad del símil piedra local. También le quedó especialmente grabada la restauración de las pinturas de la Villa Hortensia, una estupenda quinta rosarina transformada en CGP. “Fue estupendo”, dice la restauradora, que trabajó con camadas de estudiantes, pudo transmitir lo aprendido y sobre todo ciertas actitudes. Por ejemplo, los funcionarios sinceramente dudaban de que se pudieron rescatar los cielos rasos pintados y muy arruinados por la humedad. ¿Los tiramos? fue la pregunta, “no” fue la respuesta, seguida de una explicación de que en Europa se rescatan elementos en mucho peor estado, mucho más antiguos.
Lancelotti considera que la restauración patrimonial en Argentina está mucho mejor que cuando ella dejó el país, pero que sufre de ciertas “generales de la ley”. Por ejemplo, el perenne apuro de los contratos y la tendencia de los funcionarios en gastar donde se ve: no se arreglan en detalle las cubiertas, invisibles al público, con lo que muchas veces los trabajos se vuelven a arruinar y deben repetirse. Lo que es específicamente argentino es la incomodidad con nuestro pasado. “Notratamos bien nuestra historia”, explica, “por lo que no tratamos bien sus monumentos. Hay una distancia que en Europa no se siente. Aquí parece que el Banco Nación o la Casa Rosada no nos pertenecieran, no fueran asunto nuestro. El funcionario argentino dispone del patrimonio como si no valiera nada, divide o destruye espacios, manda a restaurar mal. El párroco usa el templo sin pautas, ni públicas ni de la Iglesia, hace y deshace el patrimonio que debería custodiar”.
Un peligro que señala Lancelotti es evidente: que se pierda el carácter propio de la ciudad. “¿Qué viene a ver el turista? La ciudad, no un show de tango”, señala la restauradora. “Aunque sea por interés económico, por fomentar y mantener esa industria, se tendría que cuidar el patrimonio de otra manera.” Lo que Lancelotti señala con optimismo es que “la gente es más sensible que los funcionarios, está adelante. Restauran PHs en los barrios, mantienen miles de propiedades. El Estado, que debe cuidar los grandes edificios, va muy atrás. Por ejemplo, no hay controles, no se inspecciona, no se legisla, no se cuida la paleta urbana, se deja el patrimonio de los museos al milagro que hace cotidianamente la gente que trabaja en ellos”. Y hay algo que esta argentina aprendió en Europa y que hace a un entendimiento de qué es preservar: “¿Por qué quieren todo a nuevo? ¿Por qué tiene que parecer que nunca nadie vivió ahí? Parece que les da asco que un lugar tenga historia..., a mí me da energía”.