Sábado, 10 de marzo de 2007 | Hoy
NOTA DE TAPA
La Municipalidad de La Plata protegió por decreto 1800 edificios. Fue para que la piqueta, siempre rápida, no vaciara la idea demoliendo durante el debate. Y ahora comenzaron las
quejas amargas...
Por Sergio Kiernan
La saludable y audaz medida de la Municipalidad de La Plata, que congeló por decreto la construcción de torres y creó una lista de 1800 inmuebles protegidos patrimonialmente, logró madrugar a la piqueta. Este año, el gobierno local va a transformar el marco legal, de algo decretado a algo votado, con el debate, modificaciones y discusiones que eso implica. Pero lo hará desde la tranquilidad de que no va a pasar lo de siempre: que los especuladores van más rápido que los legisladores y demuelen “preventivamente” todo lo que pueden en cuanto se habla de crear un marco legal. Por eso, las protestas de los sectores interesados tiene un tono amargo, del que se perdió de hacer negocio.
La Plata es nuestra única ciudad planificada, la única del siglo XIX en las Américas, y miembro distinguido de una lista más que breve de apenas diez urbes que nacieron en el tablero a nivel mundial. Pero mientras Washington, dibujada en el siglo XVIII, conserva al menos su eje monumental y vistas panorámicas de sus edificios simbólicos, y Brasilia, cuyo tablero es del siglo XX, venera sus escorzos ordenados en el Eixo Monumental, La Plata fue desfigurada con encono. Sin ir más lejos, el pobre palacio municipal frente a la catedral quedó pavotizado por dos horribles torres de neto estilo militar que lo dejan enanito.
Fue justamente esta tendencia al rompimiento de la escala lo que busca frenar el gobierno local al limitar drásticamente las alturas a construir e insistir en la preservación de edificios individuales por su valor contextual. Esto está dando lugar a todo tipo de argumentos que no queda en claro si son de mala fe o de despiste nomás, tanto de especuladores como de supuestos defensores del derecho a la propiedad privada y, triste pero no sorprendente, de arquitectos.
Por ejemplo, las listas de casas particulares que fueron remodeladas –y los ejemplos que se exhiben son de un mal gusto rechinante– que aparecen protegidos. Por despiste o mala fe, se señala que esas piezas ya fueron remodeladas (léase arruinadas) y no tiene sentido preservarlas, y se escamotea que están en cuadras parejas, de la misma altura y época, flanqueadas por propiedades bien cuidadas. En varios casos, además, se trata de casas particulares a las que les hicieron el “suicidio de luz” reemplazando las altas puertas y ventanas originales por modelos cuadradotes y bajos pero “modernos”. Son esas casas que ensucian pueblos y ciudades a lo largo y lo ancho de esta sonriente república, con enormes muros ciegos por encima de sus ventanas y ambientes de una oscuridad tenebrosa. Lo que los críticos olvidan es que estas pavadas son reversibles reponiendo las aperturas originales, con lo que no se puede descartar como demolibles a esas propiedades. Y ya que estamos, hacer un dinero con un edificio en altura...
Tampoco cierra el argumento de que se limita el derecho a disfrutar de la propiedad privada y se hace perder dinero al propietario. Todo código de planeamiento es una colección de límites a la propiedad privada, una lista de prohibiciones que no nos deja abrir estaciones de servicio donde se nos cante ni avanzar sobre la vereda. Si algunos vecinos de La Plata se hicieron ilusiones sobre alguna vez vender sus casas por supuestas cifras millonarias a alguna empresa fabricante de torres, conviene que recuerden que eran ilusiones. Pocos son los que estaban tratando un negocio concreto y perdieron algo, y muchos los que simplemente soñaban pero no perdieron nada en la vida real.
Una queja muy argentina es que el gobierno municipal crea obligaciones a cambio de “apenas” relevar el pago de impuestos locales. Se escucha a menudo en calles y diagonales que el ahorro en tasas no alcanzará para pagar el mantenimiento de los edificios a preservar. Es curioso: mantener el edificio propio es una de las obligaciones de la propiedad privada, tanto por interés propio –no perder al dejar que lo que uno tiene se pudra– como pública. Los argentinos parecemos tenerle horror al mantenimiento, prefiriendo dejar que las cosas se caigan para demolerlas y empezar de nuevo. Para mejor, el proyecto sí contempla en el futuro ayudas diversas para los que no puedan mantener edificios de valor patrimonial. Por una vez en la vida, estas promesas vienen de un gobierno que ya hizo cosas así, como la mejora de espacios públicos a medias entre comerciantes y funcionarios.
El presidente del Colegio de Arquitectos platense, Juan García Olivares, es uno de los voceros de este tipo de argumentos. Por ejemplo, recientemente repitió ante el diario El Día uno de los sambenitos más cansados sobre el tema: que está bien que se preserven edificios públicos y algunas viviendas por ser muestras de un momento histórico, pero el resto puede ser destruido. Parece que el arquitecto es de los que creen que el derecho más sagrado es el derecho a demoler y que “teorizar” sobre la “tendencia” consiste en decir que el centro de una ciudad tiene que tener edificios altos. Curiosamente, los arquitectos locales parecen estar prosperando desde que se limitó la altura, ya que se hacen más obras más chicas, muchas de ellas capitalizadas por los mismos profesionales. Sólo las grandes empresas, que contratan tan pocos arquitectos, pueden darse por perdidosas. ¿A quién representaba el Colegio de Arquitectos?
La directora de Preservación del Patrimonio platense, Silvia Moscardi, explica pacientemente que muchos edificios de la lista podrán demolerse pero con el condicionamiento de que la obra de reemplazo tenga en cuenta el entorno. Y el arquitecto Guillermo García, como siempre concretísimo, destaca que lo “congelado” es el tres por ciento de los edificios existentes.
La Plata fue una ciudad verdaderamente bella y hoy es un lugar a punto de perderse. Tiene problemas muy argentinos –como el notable vandalismo político a sus edificios monumentales– y una fragilidad especial en su escala. Preservar tres edificios en cien y limitar los golpes a su escala no parece ser pedir mucho.
Pero cuando hay dinero y estupidez de por medio, todo se complica.
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