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Sábado, 12 de enero de 2008

NOTA DE TAPA

Rescatando a las Misiones

San Ignacio Miní es la ruina más famosa y más valiosa del país. Con ayuda privada y del World Monuments Fund se completó la consolidación y restauración de su célebre –y ya en riesgo– fachada principal.

 Por Sergio Kiernan

El World Monument Fund está festejando dos buenos trabajos en piezas jesuíticas de incalculable valor histórico. Son dos templos de la extensa red de bases de la orden, presente literalmente del borde del viejo territorio indio, casi en la Patagonia, hasta el norte del México colonial, un buen trecho tierra adentro en lo que hoy es el Medio Oeste norteamericano. San Ignacio Miní es la ruina arqueológica más famosa de Argentina, mientras que San Juan Bautista en Huaro, Perú, es una iglesia que desde hace casi cinco siglos sigue activa en su comunidad.

San Ignacio Miní está a sesenta kilómetros de Posadas, en Misiones, en plena región subtropical y en lo que fue la zona de fricción entre portugueses y españoles en estos sures. La misión fue algo formidable, un polo de actividad en lo que era pura selva y una avanzada del modelo de integración jesuítica en tierra de esclavistas y bandeirantes.

Luego de la expulsión de los jesuitas del imperio español –más o menos simultánea con que los echaran de casi todos los imperios coloniales, un desastre del que jamás se recuperaron– el templo fue comido por la vegetación y desapareció casi íntegramente. De este San Ignacio quedan algunos muros y los trazos enterrados de lo que fueron por lejos los mayores edificios de la región.

La pieza más famosa de las ruinas es la portada principal del templo, sobre el lado sur de la plaza que fue el centro del complejo. El templo era sencillo y sólo su fachada de piedras talladas le daba monumentalidad y empaque frente a la plaza baja y rodeada por una galería. Con fuertes apoyos económicos privados y bajo el paraguas del WMF, en 2003 se inició el Proyecto San Ignacio Miní con la restauración del portal lateral que conectaba una nave del templo con el Patio de los Padres, que fue restaurado en 2004.

Como se contó en estas páginas por entonces, la restauración de una ruina de tal valor se encara exactamente como la de un edificio romano o medieval. Todo se hace con una precisión clínica y, siempre que sea posible y conveniente, con los mismos materiales y técnicas que el original. Al restaurar el portal lateral, los especialistas terminaron en el bosque, hacha en mano, con un carpintero local que reconoció la madera del dintel perdido y los ayudó a buscar un árbol similar, hoy más raro que hace cuatro siglos. Fue exactamente lo que hicieron los jesuitas, guiados por algún guaraní local que sabía de maderas duras.

La fachada alcanza hoy los 9,70 metros de alto y tiene forma de retablo, con profusos ornamentos que muestran de arranque el sincretismo entre la visión europea y lo que les iba saliendo a los locales. Es la misma que tanto estudió el novelista Alejo Carpentier y que simbolizaba en su hallazgo de un altorrelieve barroco americano donde una orquesta de ángeles incluía una maraca. Lo que se ve hoy en el sitio histórico es básicamente lo que dejó la intervención del arquitecto Onetto en los años cuarenta, tema que sigue dando polémicas interminables.

El muro de la portada era originalmente uno, pero el derrumbe de sus arcos en el nivel superior hizo que hoy veamos cuatro muros, dos al medio solitos sus almas y dos a los lados conectados con las paredes laterales, que ayudan a delimitar el Patio de los Padres y el cementerio.

Estos muros mostraban una serie de problemas graves, algunos por sus características originales de construcción y otros por la falta de protección y mantenimiento. Por lo tanto, y como de costumbre, lo primero que se hizo fue un largo y detallado estudio de estas piedras viejas, para entender qué había que hacer y cómo.

Uno de los problemas era el exceso de vida: los muros, sucios y húmedos, eran hogar de vastas poblaciones de microorganismos, líquenes y musgos, y de una fronda de plantas de todo calibre. Siglos de lluvias sin un techo que las frenara y canalizara habían lavado los morteros, lo que, junto a la caída de todo estructura interna y la falta de trabas estructurales –-una falla de diseño original– había creado un serio problema de inestabilidad. Los muros se veían deformados y rajados por sus coronamientos, ya no escurrían y, literalmente, funcionaban como esponjas para la humedad. No eran pocos los arbustos leñosos que crecían en las grietas bien regadas entre las piedras.

No asombra que lo primero que se hizo fuera una limpieza generalizada de la portada, una que removiera lo riesgoso pero no la pátina del tiempo, en particular en la cara interior del muro. Lo primero fue retirar la vegetación: los yuyos pequeños y blandos fueron retirados a mano, con espátulas de madera. Los árboles y arbustos leñosos fueron cortados y luego envenenados con inyecciones de herbicida.

Para limpiar las piedras y los morteros que quedaban se realizaron 39 experimentos de técnicas secas y húmedas, tal el cuidado con las ruinas. Ya se tenía la experiencia de la intervención en el muro lateral, pero se prefirió pasarse de cautos. La conclusión fue que se lavarían los muros con un bactericida disuelto en agua, seguido de una limpieza con cepillos de pelo plástico de durezas variables. Lo que quedó después de este tratamiento –como ciertos musgos– fue eliminado usando con paciencia compresas de celulosa empapadas con el bactericida.

Luego se empezó la consolidación material de los muros. Donde quedaban revoques y estucos se los reforzó con agua de cal. Como faltaban algunos sillares, se recurrió a la cantera local, la misma que usaron los jesuitas en el 1700. No fueron muchas piezas, ya que se reemplazaron los pocos que podían crear un riesgo estructural para el muro. Las piezas nuevas fueron grabadas con la leyenda “Rest. 2007” y todas las que se notaban demasiado por su color “nuevo” fueron patinadas con agua de cal y pigmento natural. Otros sillares, presentes pero rotos, fueron tratados con pernos inoxidables fijados con resina epoxi. Algunas de estas piezas tenían problemas de apoyo, lo que fue solucionado en forma “invisible”, con rellenos y cuñas internas fijadas con morteros que copiaron fielmente los originales.

Luego se integraron las juntas faltantes con dos morteros diferentes, en colores parecidos al relleno existente, que estaba en buen estado. Las juntas disgregadas fueron retiradas y reemplazadas, pero las que se hicieron en cemento en los años cuarenta no se tocaron, para no dañar la piedra al sacarlas.

En algunos casos hubo que tomar decisiones para resolver problemas peculiares. Por ejemplo, los muros mostraban unos huecos donde se calzaban las jambas de los vanos que daban a la plaza. Esos vanos –arcos, marcos, portones– desaparecieron hace mucho, pero los huecos siguen allí, dejando entrar agua que agrietaba los muros. Había que rellenarlos para hacerlos estancos y se decidió no hacerlo en piedra para no generar un “falso histórico”. Para marcar que esos eran nomás huecos donde se calzaban vigas de madera, se los tapó con tacos de madera dura debidamente aislados con asfalto y plomo. Con la misma lógica se trataron los coronamientos de cada paño de muro: ahora son estancos y tienen un ángulo que permite escurrir el agua hacia la parte interior, lisa, del muro. El tratamiento es invisible y se hizo con siliconas.

Todo lo aprendido y visto en esta etapa de la restauración fue resumido en una serie de estudios que se integran a un registro general del sitio. Los trabajos van del relevamiento arquitectónico y la historia del trabajo realizado, a un mapa de la vegetación del lugar e ideas para controlar las pestes sin agrotóxicos.

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