Sábado, 31 de enero de 2009 | Hoy
Una buena costumbre sudafricana es la creación de museos en viviendas históricas restauradas o reconstruidas, equipadas con elementos de época. Una primera nota sobre esta manera poco común entre nosotros de mostrar el patrimonio edificado.
Por Sergio Kiernan
Nunca habrá un argentino que se impresione con los museos de Sudáfrica. No es cuestión de ser viajado y andar comparando con las glorias de Europa o Nueva York, imbatibles en la cantidad y calidad de tesoros. Pero sí es cuestión de comparar tercer mundo con tercer mundo y pensar por un segundo en qué se anduvo gastando la plata, lo que lleva directamente al proyecto de país que tuvo cada quien. De este lado del Atlántico, los museos demuestran que hubo un proyecto que, cuestionado o no, acumuló piezas culturales hasta lograr milagretes como una sala Goya en Bellas Artes. Cruzando el charco el paisaje es muy diferente, más magro, reflejando que el oro y los diamantes del rand se gastaron en otras cosas menos públicas. Dicen los que buscan arte en Sudáfrica que hay grandes colecciones privadas, míticas en su esplendor, pero lejos de la vista del público.
Esta situación simplemente refleja la historia local, con su dolorosa discusión de quién es parte de la sociedad y quién no. También como reflejo de esa historia abunda un tipo de patrimonio que entre nosotros es raro, casi ausente: la casa antigua perfectamente restaurada o conservada, y equipada de época. Sudáfrica es un paraíso para el que le interese la arquitectura patrimonial porque permite ver muchos edificios en óptimo estado, con sus mobiliarios de época y en muchos casos retroequipados con instalaciones como cocinas a leña y fábricas de velas.
Sudáfrica empieza, en términos de arquitectura, en Ciudad del Cabo, que guarda un fuerte –el Castillo– y un par de docenas de edificios de fuste y alto valor. El mismo Castillo, hoy un museo, incluye varios edificios militares y de gobierno de las épocas holandesa e inglesa, y ámbitos encantadores como el largo comedor del primer piso de la residencia del Gobernador, con su interminable mesa permanentemente tendida como para recibir a una larga comitiva de invitados, con vajilla y cristalería de la Compañía Holandesa de Indias.
En el Centro viejo hay varios edificios históricos de acceso público, todos administrados por Iziko, el conjunto de museos local, que incluyen lo que antaño fueron un par de casas particulares. Pero para empezar a ver de qué se trata realmente el fenómeno del museo doméstico hay que ir al interior inmediato de la ciudad y recorrer los caminos de la vieja colonización holandesa de principios del siglo 18.
No hace falta viajar mucho para encontrar el primer y tal vez mejor de los tesoros, la gran casa de Groot Constantia en los suburbios urbanos del otro lado de la montaña de Table Mountain. Groot Constantia le dio el nombre a toda la región, hoy llamada Constantia y pronunciada “Constanshia”, que abarca varios barrios de buen cuño, el célebre jardín botánico de Kirstenbosch y el complejo de residencias de verano del gobierno, todo al pie de la montaña. Buena parte de esta tierra fue obtenida en 1685 por Simon van der Stel, que llegó a la mínima colonia del Cabo en 1679 como comandante militar, luego fue gobernador, construyó la primera versión del caserón en 1692, fue destituido por corrupto y enviado de vuelta a Holanda pero pudo volver en 1699 a disfrutar de su vejez en Groot Constantia hasta su muerte en 1712.
Van der Stel era un colonial hiperkinético, hijo del gobernador holandés de Mauritius y de una mujer hindú llamada, obvio invento, Mónica de la Costa. Cuando le encargaron defender a la pequeña colonia africana, Van der Stel dejó esposa e hijas para siempre en Amsterdam y llevó a cuatro de sus hijos varones, ya crecidos. Uno de ellos, Willem Adriaan, también sería gobernador, también lograría tierras sin fin y moriría rico.
Groot Constantia es un viñedo desde hace casi tres siglos. La casa pasó de mano en mano hasta que a mediados del siglo 19 la compró la familia De Cloete, que la mantuvo por tres generaciones y se la vendió al filo del 1900 al gobierno local para que fuera un viñedo modelo y escuela de enología. Hoy, el visitante verá una vitivinicultura activa en las tierras que el gobierno local le alquila a una firma, y un conjunto de edificios históricos en impecable estado, con dos restaurantes de primer nivel y una feria de antigüedades los fines de semana. En el centro de todo están la casa principal y el espectacular galpón de vendimia.
Groot Constantia está en un terraplén trabajosamente nivelado, plantado con robles y confinado con un murete blanco que permite asomarse a los viñedos. La casa principal es casi una reconstrucción después de un tremendo incendio en 1925, pero el resto de los edificios –las caballerizas, la jonkerhuis, la vendimia– son originales. Según se pudo comprobar en 1925, Van der Stael construyó una casa algo más pequeña que la que se ve en la foto y sin los frontis holandeses que la dominan hoy. Según la arqueología, no existía la vereda –el stoep– ni el patio trasero, y las ventanas eran mucho más simples, quizás fijas.
Muerto Van der Stel, la casa fue confiscada por el gobierno, sus tierras divididas y el casco vendido al capitán Olof Bergh, comandante de la guardia local. Luego hubo varios pases de mano, hasta que los Cloete la tomaron, en muy mal estado. En 1791 se construyó el glorioso galpón de vendimia, un paralelepípedo de perfectas proporciones clásicas que de un lado muestra una fachada seca, casi abstracta –ver foto– y del otro un pedimento con un grupo escultórico digno de un palacio, probablemente obra del francés Thibault, introductor del neoclasicismo en la pequeña colonia.
Fue el primero de esta familia, Hendrik, el que mejoró la casa hacia 1850, dándole el garbo que se ve hoy, y se especula que lo hizo siguiendo un proyecto también de Thibault que no se ejecutó medio siglo antes. Como sea, lo que puede visitarse hoy es la reconstrucción arqueológica y exacta de la casa de los Cloete, con su techo de paja africana cortado a mano.
Groot Constantia resulta un manual de estilo de la arquitectura holandesa del Cabo. La casa comienza canónicamente con una voorkammer, un hall en altura que hacía de recibidor y entrada, rematada con una gran araña de bronce. A ambos lados se abren sendos ambientes, uno utilizado como recibidor por la señora de la casa y el otro como oficina-estar-lugar de reunión por el dueño. Ambos ambientes muestran mobiliarios y decoraciones del siglo 18, incluyendo una colección de calentadores de pies –braseros metidos en elaboradas jaulas de bronces– y de escupideras enlozadas.
La voorkammer es, en rigor, un espacio virtual. La casona está cruzada por un gran ambiente de fachada a fachada, y la única división es un muro en pantalla de vidrios y maderas, muy bonito y capaz de dejar pasar la luz y la brisa. Cribado de puertas y banderolas, este muro da entrada a la stoepkammer, centro geográfico de la casa y algo mayor que la voorkammer. este ambiente recibe luz propia por una puerta vidriada flanqueada por dos ventanas altas y funciona como living, comedor para visitantes, salón de fiestas y lugar de reunión. Hoy se lo ve como equipado como para un día común, con una gran mesa al centro, de las que tienen alas ocultas y pueden crecer para sentar mucha gente, y muchas sillas arrimadas a las paredes. A un lado se abren la cocina, poblada de potes de cobre e instrumentos de hierro, y varios ambientes más íntimos con inmensos armarios de maderas duras y diferentes épocas. El primer piso aloja los dormitorios.
Del segundo ambiente principal se accede al patio íntimo bajando una escalinata hoy amurada de flores (ver foto). Por este patio se iba al semisubsuelo de la casa, usado como despensa, depósitos y hasta corrales. La vista desde lo alto de la escalinata es hermosa: al fondo, el galpón de vendimia –hoy un museo del vino– separado de la casa principal por un estanque rectangular poblado de patos y cruzado por un puentecito con bancos. Es un jardín amplio y sereno, protegido del solazo local por una techumbre de viejos robles.
Un encanto de Groot Constantia es que también conserva un conjunto de edificios de servicio de diferentes épocas. El principal es la jonkerhuis, la casa del administrador, hoy un excelente restaurante del mismo nombre. Formando un patio cerrado, la flanquean las caballerizas, llenas de carruajes de época, y varias viviendas menores, hoy las oficinas del museo. Loma arriba, siguiendo una avenida con más robles, se puede encontrar una piscina de agua de arroyo revestida en placas de mármol, una manera temprana de decantarla para hacerla potable.
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