Sábado, 15 de junio de 2013 | Hoy
No era su estilo transigir ni andar con medias tintas a la hora de sostener sus convicciones. Aun frente a hegemonías absolutas, como la de los arquitectos afrancesados de la Sociedad Central de Arquitectos a fines del siglo XIX. Los mismos que, según Carlos Altgelt (1855-1937), eran sumisos adoradores de todos los estilos franceses habidos y por haber. Ellos, al igual que los gobernantes que contrataban en el país galo profesionales de dudosa reputación, eran los que, a decir de este arquitecto germano-argentino formado en Alemania, “... van a París baúl, para volver petaca”.
Autor –y coautor con su primo Hans– de decenas de edificios educacionales, que hoy forman parte del mejor patrimonio que posee nuestro país, dentro de este legado sobresale la monumental Escuela Petronila Rodríguez (1886-1889), hoy conocida popularmente como Palacio Pizzurno y sede del Ministerio de Educación de la Nación, declarado Monumento Histórico Nacional. De estilo neorrenacimiento alemán, su porte y magnificencia todavía impactan al observador. Más aún cuando se entera de que el Palacio nació como una escuela pública, gratuita, para varones y mujeres. También resultan mojones de identidad las escuelas de ladrillos vistos, de excelente calidad constructiva y compositiva, ubicadas en las calles Caracas 1048 y Güemes 3859 de la Capital. Sobre estas dos últimas bien vale una aclaración. Del mismo modo que atacaba la importación de todo lo francés, Altgelt proponía una arquitectura que –a su juicio– era más propia de nuestra tierra, especialmente por sus ladrillos rojizos vistos de fabricación local, pero con formas de ascendencia germana, en un estilo que definía como “gótico brandeburgués”. Una elección a tono con las influencias recibidas durante sus estudios en la Alemania unificada. Brandeburgo fue uno de los siete electorados del Sacro Imperio Romano Germánico, y junto con Prusia formaron la base original del Segundo Reich o Imperio alemán en 1871, el primer Estado nacional unificado alemán. Berlín, futura capital alemana, se encontraba dentro del territorio de Brandeburgo, ciudad donde pasaría los últimos años de su vida, y en la que fallecería, el 1° de noviembre de 1937.
Pero Altgelt no sólo dejó un valioso patrimonio edificado. También existen numerosos escritos, en la forma de artículos periodísticos. Como los que pueden verse en diarios de la época, donde protagonizó duelos memorables contra los ingenieros con atribuciones de arquitectos, una extendida y prolongada práctica, que nadie se atrevía públicamente a cuestionar. Gustaba firmar sus trabajos como “Carlos Altgelt. Arquitecto no Ingeniero” y sostenía que los ingenieros eran profesionales ajenos al genio artístico, meros usurpadores de la profesión de arquitecto. Vehemente, apasionado, resumía su ataque contra los ingenieros con un tajante: “Zapatero a tus zapatos...” Para él todo arquitecto podía, mediante algunos estudios de ciencia pura, llegar a ser un buen ingeniero, pero ningún ingeniero podría llegar a ser un arquitecto mediocre sin largos años de aprendizaje artístico, y sobre todo porque –siempre siguiendo sus argumentaciones– “natura non da lo que Salamanca non presta”, esto es, la “chispa divina que hace al artista”. Y para que no quedaran dudas, remataba: “... donde empieza el ingeniero, acaba el artista”. Más aún, consideraba que la mala calidad de la arquitectura argentina se debía a que la Sociedad de Arquitectos estaba invadida por ingenieros que hacían de arquitectos.
En esta cruzada unipersonal, Altgelt no encontraba aliados sino réplicas como las de un tal “Cosme Fierro. Ingeniero no arquitecto”, para quien un arquitecto solo era alguien que se había quedado corto, que había realizado a medias sus estudios de ingeniería. Los mismos que a su juicio le otorgarían los necesarios “pantalones largos” de ingeniero.
Como se ve, en sus alegatos a favor de la arquitectura, Altgelt planteaba una defensa a ultranza de la disciplina como creación artística, como expresión individual del genio creador. El mismo que no podía ser terreno de ingenieros ni reglamentado por nadie. Sólo por el profesional y su cliente. De aquí su oposición a las Comisiones de Estética Edilicia, pues ningún grupo de sabihondos podría juzgar o poner límites a la libertad de creación del artista (arquitecto) ni del propietario de elegir lo bello. Un ataque desde el riñón mismo del eclecticismo historicista y el mundo de las academias, desde dentro, por uno de sus cultores y, como tal, con las contradicciones, errores y limitaciones propios de esta visión.
Recorrer los libros de actas de la Sociedad Central de Arquitectos donde se registra su acalorada participación, así como la apasionada pluma de sus notas en diarios y revistas, nos invita a sumergirnos en la trastienda de un rígido statu quo profesional, donde no eran frecuentes estas exteriorizaciones. Sólo comparables a las de otro colega argentino formado en el exterior, que compartía su ácida crítica a los proyectos de urbanistas extranjeros, Víctor Julio Jaeschke (Jeské, 1864-1938). En suma, testimonios por demás interesantes para conocer mejor un momento clave en el reconocimiento de la profesión, y también, para disfrutar una arquitectura educacional que dejó un sello indeleble en la ciudad.
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